Al joven Antonio Vivar Díaz lo mató este domingo la Policía Federal. No fue el único agredido por la fuerza pública en Tlapa. Al menos otras cuatro personas fueron heridas de gravedad. Antonio era padre de un niño de ocho meses. Estudiaba el último año de la licenciatura en desarrollo comunitario integral, en la Universidad Pedagógica Nacional.
Todo comenzó cuando a las 2:30 de la tarde, elementos de la Policía Federal a bordo de dos patrullas allanaron violentamente las oficinas de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (Ceteg). Sin que mediara orden de aprehensión, detuvieron a seis maestros. Más tarde, policías de la misma corporación regresaron a las oficinas magisteriales y se apropiaron de dos camionetas de los docentes.
Los agentes entraron también a la casa del profesor Juan Sánchez Gaspar y se lo llevaron violentamente. Su hijo es el maestro Juan Leuquín Sánchez, brutalmente agredido por la policía estatal y por golpeadores de partidos políticos el pasado 5 de junio.
Indignados ante las detenciones y los allanamientos, los vecinos de la colonia Tepeyac recriminaron a los uniformados su comportamiento, los retuvieron y les advirtieron que no los dejarían ir hasta que los mentores aprehendidos fueron liberados. La Policía Federal respondió desplegando un aparatoso operativo de asedio a la población. Finalmente, con la mediación de Tlachinollan, se acordó intercambiar los detenidos de ambos bandos.
Cerca de las 8 de la noche, incumpliendo el compromiso pactado, la Policía Federal incursionó en la colonia disparando armas de fuego y gases lacrimógenos. Según testimonios, en la acción participaron también soldados del 27 batallón de infantería. En el operativo, los agentes asesinaron a Antonio Vivar Díaz.
Lo ocurrido en Tlapa no fue una excepción. En Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Michoacán elementos de la Policía Federal, el Ejército y la Marina protegieron los comicios. Las elecciones en esas entidades se realizaron en un clima de militarización. Su objetivo fue impedir el llamado al boicot electoral promovido por el Movimiento Popular Guerrerense y la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, para dar solución a un pliego petitorio de 11 puntos presentado a la Secretaría de Gobernación, en el que demandó, entre otras cosas: la presentación con vida de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y demás desaparecidos; la abrogación de todas las reformas estructurales, en particular la educativa, y un nuevo modelo pedagógico para el país.
En Chiapas, el magisterio realizó diversas acciones de protesta. El de Oaxaca ocupó las juntas distritales del Instituto Nacional Electoral (INE), y tomó gasolineras, la refinería y el depósito de Pemex. Después de una reunión entre la comisión negociadora y el secretario de Gobernación, efectuada la noche del viernes 5 de junio en el Campo Militar número uno, en el que el funcionario puso un ultimátum al movimiento, un dirigente sindical oaxaqueño dio la orden de desalojar las instalaciones ocupadas y concentrarse en los parques públicos. Pese a ello, en ciudades como Tuxtepec maestros y pobladores chocaron los elementos castrenses. Decenas de profesores fueron detenidos.
Según el INE, quienes impulsaron el boicot impidieron la instalación de 603 casillas –la más alta en muchos años–, la mayoría en Oaxaca, Chiapas, Guerrero y en algunas comunidades indígenas de Michoacán. A ello hay que agregar gran cantidad de votos anulados de quienes llamaron a protestar de esa manera y luego difundieron su decisión a través de las redes sociales.
Pero lo sucedido en las entidades del Pacífico sur y centro no fue lo que aconteció en todo el país. Este 7 de junio, el malestar ciudadano ante el sistema de partidos y de reparto de poder surgido de los Acuerdos de Barcelona de 1996 se expresó de manera diferenciada en otras regiones. Al fin y al cabo, México es muchos Méxicos. Si en un caso se materializó en el llamado al boicot en otros lo hizo a través de candidatos independientes o de partidos emergentes y en otros más mediante la anulación del voto (5 por ciento de los sufragios emitidos).
Así sucedió, por ejemplo, en Nuevo León, donde Jaime Rodríguez, hasta hace poco tiempo dirigente del PRI, obtuvo la gubernatura como candidato independiente. El triunfo de El Bronco expresa tanto el hartazgo de los votantes hacia la partidocracia como la decisión de un sector de la poderosa burguesía regiomontana de contar con un representante político directo, ajeno al PRI y al PAN. Estamos ante un fenómeno similar al vivido a raíz del desembarco de Manuel Clouthier y un grupo de empresarios a las filas de Acción Nacional, que tuvo en la victoria de Vicente Fox su momento más relevante, sólo que ahora, gracias a la figura de candidato independiente, no necesitan negociar con la cúpula de los partidos.
Desde una óptica parecida puede comprenderse el triunfo del futbolista Cuauhtémoc Blanco a la alcaldía de Cuernavaca, bajo las siglas de un partido local, que durante años se debatió entre la vida y la muerte. Sin mayores méritos en la política, apoyado por sus amigos del deporte y la farándula ligados a la industria del entretenimiento, Blanco logró la hazaña de obtener casillas zapato, para vergüenza de los operadores electorales del PRI.
Expresión de esta tendencia a cuestionar el entramado institucional existente es, también, la debacle nacional del PRD, particularmente significativa en su baluarte de la ciudad de México. La emergencia de Morena en la capital del país como la segunda fuerza electoral es indicador del descontento capitalino tanto hacia una fuerza política descompuesta y corrupta, como de un gobierno local formalmente opositor sometido a la lógica y los intereses del gobierno federal.
En estas circunstancias, hablar de que los comicios fueron un éxito o de que la democracia avanza en el país, es un despropósito. Es cierto que fue una elección histórica, pero no por lo que sus apologistas esgrimen sino por lo contrario. El saldo final arroja que hay un grave problema de representación política y de malestar con el sistema de partidos existente. Una crisis de representación en serio.
Luis Hernández Navarro
La Jornada
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