Un mundo cada día más convulsionado
Un interminable ciclo de guerras que no resuelven nada
Introducción de Tom Engelhardt
He aquí un hecho inevitable: estamos ahora en un mundo brexit. Estamos viendo las primeras señales de una importante fragmentación del planeta que, hasta hace poco tiempo, los entendidos estaban convencidos de que estaba globalizándose rápidamente y dirigiéndose hacia todo tipo de unificaciones. Si queréis una sola imagen que capte el desalentador espíritu del momento, esta imagen es la cifra 65 millones. Este es el número de personas que la Oficina el alto comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR, por sus siglas en inglés) estima que fueron desplazadas en 2015 por “los conflictos y la persecución”, un refugiado por cada 113 habitantes del planeta Tierra. Esta situación es peor de la que se produjo al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando importantes partes del mundo habían sido devastadas. De los 21 millones de refugiados de entonces, el 51 por ciento eran niños (muchas veces separados de sus padres y sin posibilidad alguna de acceder a la educación). Muchos de los desplazados de 2015 eran, de hecho, refugiados internos, incluso en su propio despedazado país. Casi la mitad de aquellos que cruzaron alguna frontera provenían de tres países: Siria (4,9 millones), Afganistán (2,7 millones) y Somalia (1,1 millones).
A pesar de los titulares de la prensa que hablan de refugiados que se dirigen a Europa –aproximadamente un millón de ellos consiguieron llegar allí en el última año (dejando muchos muertos en el camino)–, muchos de los desarraigados que habían dejado su tierra acabaron en empobrecidas zonas de países vecinos; a la cabeza de ellos, Turquía, donde hoy hay 2,5 millones de refugiados. De este modo, la propagación de conflictos y caos, especialmente en el Gran Oriente Medio y África, no hace otra cosa que llevar más conflicto y caos allí donde esos refugiados son forzados a ir.
No olvidéis que, con todo lo extremo que ese guarismo –65 millones– pueda parecer, sin duda es el comienzo –no el final– de un proceso. Una razón: esa cifra no incluye a los 19 millones de personas desplazadas el año pasado por condiciones climáticas extremas y otros desastres naturales. Incluso, en las próximas décadas, el calentamiento global con la posibilidad de fenómenos climáticos extremados (como la actual ola de calor en el oeste de Estados Unidos) y la elevación del nivel del mar, indudablemente provocarán nuevas aleadas de refugiados, que no harán más que sumarse a los conflictos y la fragmentación.
Como Patrick Cockburn lo señala hoy, hemos entrado en “una era de la desintegración”. Y él debe saberlo. Quizá no haya un informador occidental que haya cubierto el sombrío amanecer de esta era en el Gran Oriente Medio y el norte de África –desde Afganistán hasta Irak, desde Siria hasta Libia– tan exhaustivamente como él lo ha hecho en los últimos 10 años y medio.
Su libro más reciente, Chaos & Caliphate: Jihadis and the West in the Struggle for the Middle East, es una vívida muestra de su forma de informar y de un mundo que se está resquebrajando como consecuencia de los conflictos que lo han tenido como testigo. E imaginad que esto empezó con una operación –los atentados del 11 de septiembre de 2001– que, según estimaciones, apenas costó entre 400.000 y medio millón de dólares y empleó a 19 fanáticos (sobre todo saudíes) y algunos aviones secuestrados. Osama bin Laden debe estar sonriendo en su acuática tumba.
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El neoliberalismo, el intervencionismo, la maldición de los recursos y un mundo en fragmentación
Vivimos una época de desintegración. En ningún sitio esto es más evidente que en el Gran Oriente Medio y África. En todo el territorio que va desde Pakistán a Nigeria hay por lo menos siete guerras en curso –en Afganistán, Irak, Siria, Yemen, Libia, Somalia y Sudán del Sur–. Estos conflictos son extraordinariamente destructivos; están desgarrando los países donde ellas tienen lugar; tanto que se duda que puedan recuperarse alguna vez. Ciudades como Alepo, en Siria; Ramadi, en Irak; Taiz, en Yemen; y Benghazi, en Libia, están parcial o totalmente en ruinas. Además, hay por lo menos otras tres serias insurgencias: en el sureste de Turquía, donde el ejército turco combate contra la guerrilla kurda; en la península de Sinaí, Egipto, donde un apenas comentado pero muy feroz conflicto de guerrillas está librándose; y en el noreste de Nigeria y los países vecinos, donde Boko Haram continúa lanzando mortíferos ataques.
Todos estos enfrentamientos tienen varios aspectos en común: son eternos y nunca parecen producir claros ganadores y perdedores (efectivamente, Afganistán está en guerra desde 1979 y Somalia desde 1991), y conllevan la destrucción o el desmembramiento de las naciones implicadas o su partición de facto en medio de movimientos populares y alzamientos; muy tratadas mediáticamente en el caso de Siria e Irak, aunque menos en lugares como Sudan del Sur, donde más de 2,4 millones de personas han sido desplazadas en los últimos años.
Hay una similitud más, no menos importante por ser obvia: la mayor parte de estos países –donde el Islam es la religión predominante–, los movimientos extremistas de orientación salafista-yihadista –entre ellos el Estado Islámico (Daesh, en adelante), al-Qaeda y el Talibán– son prácticamente la única forma de vehiculizar la protesta y la rebelión. A estas alturas, han reemplazado por completo a los movimientos socialistas y nacionalistas que predominaban en el siglo XX; en estos últimos años ha habido una total reversión hacia la identidad religiosa, étnica y tribal, hacia los movimientos que tratan de establecer un territorio propio y exclusivo mediante el acoso y la expulsión de las minorías.
En el proceso y debido a la presión de la ingerencia militar extranjera, una vasta porción del planeta parece estar abriéndose en canal. Aun así, la comprensión de lo que está sucediendo es muy limitada en Washington. Recientemente, esta situación se hizo patente cuando 51 diplomáticos del departamento de Estado de Estados Unidos protestaron contra la política siria del presidente Obama y sugirieron que debían lanzarse ataques aéreos selectivos contra las fuerzas del régimen sirio en la creencia de que el presidente Bashar el-Assad estaría dispuesto a un cese del fuego. El pensamiento de los diplomáticos continúa siendo ingenuo en el más complejo de los conflictos mencionados y supone que el bombardeo con barriles explosivos a los civiles realizado por el gobierno sirio es “la principal causa de la inestabilidad que continúa castigando a Siria y toda la región”.
Es como si la mente de esos diplomáticos estuviera todavía en los tiempos de la Guerra Fría, como si aún estuviesen luchando contra la Unión Soviética y sus aliados. Contra toda lo visto en los últimos cinco años, suponen que una apenas existente oposición moderada siria se beneficiaría con la caída de el-Assad y una falta de comprensión de que la oposición armada en Siria está completamente dominada por el Daesh y los clones de al-Qaeda.
A pesar de que en estos momentos se reconoce ampliamente que la invasión de Irak en 2003 ha sido una equivocación (incluso por quienes en su día la apoyaron), no se ha aprendido lección alguna sobre cómo las intervenciones militares –directas e indirectas– de Estados Unidos y sus aliados en los últimos 25 años solo han empeorado la violencia y acelerado el fracaso de algunos países.
Una extinción en masa de países independientes
El Daesh, que justamente celebra su segundo aniversario, es la derivación grotesca de esta época de caos y conflicto. La existencia misma de esta monstruosa secta no es más que un síntoma de la profunda dislocación sufrida por las sociedades de esa región, una región gobernada por elites corruptas y carentes de reputación. Su surgimiento –y el de sus variaciones estilo Talibán o al-Qaeda– muestra la dimensión de la debilidad de sus oponentes.
El ejército de Irak y sus fuerzas de seguridad, por ejemplo, tenían registrados 350.000 soldados y 660.000 policías en junio de 2014, cuando unos pocos miles de combatientes del Daesh capturaron Mosul, la segunda ciudad del país, que aún mantienen en su poder. En estos momentos, el ejército iraquí, los servicios de seguridad y unos 20.000 paramilitares chiíes respaldados por el enorme poder de fuego de Estados Unidos y la fuerza aérea de sus aliados se han abierto camino dentro de la ciudad de Fallujah, a 64 kilómetros al oeste de Bagdad, luchando contra la resistencia de los combatientes del Daesh, que quizás sean unos 900 hombres. En Afganistán, el resurgimiento del Talibán, supuestamente derrotado totalmente en 2001, tiene menos que ver con la popularidad de ese movimiento que con el desprecio con que los afganos miran a su corrupto gobierno con sede en Kabul.
En todas partes los estados nacionales están debilitados o derrumbándose, mientras unos jefes autoritarios luchan por su supervivencia frente a las presiones, tanto exteriores como interiores. Así es muy difícil esperar que la región pueda desarrollarse. Se suponía que unos países que en la segunda mitad del siglo XX habían conseguido quitarse de encima la dominación colonial se unirían más a medida que el tiempo pasara, no menos.
Entre 1950 y 1975, los líderes regionales accedieron al poder en buena parte del anterior mundo colonial. Prometieron que alcanzarían la autodeterminación nacional; para ello, crearon poderosos países independientes mediante la concentración de todos los recursos políticos, militares y económicos que estuviesen disponibles. En lugar de eso, después de algunas décadas, muchos de esos regímenes se convirtieron en Estados policiales controlados por un reducido número de familias extraordinariamente ricas y un círculo de hombres de negocios que dependían de sus conexiones con jefes como Hosni Mubarak, en Egipto, o Bashar el-Assad, en Siria.
En los últimos años, esos países se abrieron también al torbellino económico del neoliberalismo, que destruyó cualquier rudimentario contrato social que existiera entre gobernantes y gobernados. Tomemos a Siria, por ejemplo. En este país, las ciudades y poblaciones rurales que una vez habían apoyado al régimen baazista de la familia al-Assad porque les proporcionaba empleos y mantenía bajos los precios de los artículos de primera necesidad fueron, después de 2000, abandonados a las fuerzas del mercado que siempre favorecen a quienes detentan el poder. Estas poblaciones se convertirían en la columna vertebral del levantamiento posterior a 2011. Mientras tanto, instituciones como la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), que en los setenta habían hecho tanto por el aumento de la riqueza y el poder de los productores de crudo de la región, habían perdido su capacidad de actuar de común acuerdo.
La pregunta en este momento es: ¿Por qué se está produciendo una “extinción en masa” de países independientes de Oriente Medio, el norte de África y más allá? Es frecuente que los políticos y los medios occidentales se refieran a esos países como “estados fallidos”. La implicación subyacente en esa expresión es que el proceso que viven esos países es de tipo destructivo. Pero unos cuantos de esos estados ahora etiquetados como “fallidos”, como puede ser el caso de Libia, solo accedieron a esa categoría después de que un movimiento de oposición respaldado por Occidente se hiciera con el poder gracias al apoyo y la intervención militar de Washington y la OTAN y demostrara ser demasiado débil como para imponer su poder gubernamental centralizado y el correspondiente monopolio de la violencia dentro del territorio nacional.
De un modo u otro, en Irak 2003, este proceso se inició con la intervención de una coalición liderada por Estados Unidos que condujo al derrocamiento de Saddam Hussein, la proscripción del Partido Baazista y la disolución de sus fuerzas armadas. Fueran cuales fueran sus defectos, tanto Saddam como el autocrático mandamás de Libia, Muammar Gaddafi fueron satanizados y culpabilizados de todas las disputas étnicas, sectarias y regionales de los países que gobernaban, unas dsiputas que de hecho se dispararon del modo más nefasto después de la muerte de cada uno de ellos.
Sin embargo, aún hay una pregunta más: ¿Por qué la oposición a los autócratas y a la intervención occidental adquirió la forma islámica y cómo es qué los movimientos islámicos fueron los que consiguieron dominar la resistencia armada particularmente en Irak y en Siria; una resistencia tan violenta, regresiva y sectaria? Formulémosla de otra manera: ¿Cómo pudieron esos grupos encontrar tanta gente dispuesta a morir por una causa, mientras que sus oponentes apenas consiguen reclutar alguna? Cuando las unidades de combate del Daesh arrasaban el norte de Irak en el verano de 2014, los soldados [iraquíes] se quitaban el uniforme, dejaban sus armas y desertaban abandonando las ciudades del norte del país; y justificaban su fuga diciendo desdeñosamente: “¿Morir por [el primer ministro Nouri] al-Maliki? ¡Jamás!”.
Una explicación corriente de la ascensión de los movimientos islámicos de resistencia es que la oposición socialista, laica y nacionalista había sido aplastada por las fuerzas de seguridad del antiguo régimen, mientras que no había pasado lo mismo con los islamistas. Sin embargo, en países como Libia y Siria, los islamistas habían sido también salvajemente perseguidos, pero llegaron a dominar la oposición. Aun así, aunque esos movimientos confesionales fueron lo bastante fuertes como para oponerse a los gobiernos, en general demostraron no tener la fuerza suficiente como para reemplazarlos
Demasiado débiles para ganar, pero demasiado fuertes para perder
A pesar de que está claro que hay muchas razones para la actual desintegración de países y que esas razones difieren de un lugar a otro, hay algo que es incuestionable: el fenómeno en sí mismo se está convirtiendo en la norma válida a lo largo y ancho de una vasta porción del planeta.
Si buscamos las causas del fracaso de naciones en nuestro tiempo, el punto de partida es sin duda el final de la Guerra Fría, hace un cuarto de siglo. Una vez acabada, ni Estados Unidos ni la Rusia que surgió del descalabro de la Unión Soviética tenían un interés especial en continuar apuntalando “estados fallidos”, como lo habían hecho durante tanto tiempo ante el temor de que lo hiciera la superpotencia rival y sus ‘apoderados’ locales. Antes de eso, los líderes nacionales de regiones como el Gran Oriente Medio habían sido capaces de mantener a sus respectivos países en cierto grado de independencia conservando un equilibrio entre Moscú y Washington. Con el colapso de la Unión Soviética, eso ya no era factible.
Además, el triunfo de la economía neoliberal de libre mercado tras el colapso de la Unión Soviética agregó un ingrediente crítico a la mezcla; con el tiempo se vería que esto era mucho más desestabilizante.
Una vez más, tomemos en consideración a Siria. La expansión del libre mercado en un país en el que nunca había habido una responsabilidad democrática ni regido la ley por encima de todo significó una cosa: los plutócratas relacionados con la familia gobernante del país se apropiaron de todo lo que parecía ser potencialmente rentable. Gracias a esto, aumentaron pasmosamente su fortuna, mientras que los empobrecidos habitantes de las aldeas, los pueblos rurales y los barrios de chabolas de las ciudades de Siria, que una vez había dependido del Estado para conseguir trabajo y alimentos baratos, ahora sufrían. Nadie debería sorprenderse de que estos lugares se convirtieran en el centro de los levantamientos en la Siria posterior a 2011. En la capital, Damasco, mientras se extendía el reinado del neoliberalismo, incluso los miembros de rango bajo de la mukhabarat, o policía secreta, vivían con entre 200 y 300 dólares por mes; mientras tanto, el Estado se transformó en una maquinaria dedicada al robo.
En esos años, el robo y la subasta del patrimonio nacional se propagaron por toda la región. El nuevo gobernante de Egipto, el general Abdel Fattah al-Sisi, implacable con cualquier asomo de disenso interior, fue típico. En un país que alguna vez había sido el modelo a emular de los regímenes nacionalistas de todo el mundo, al-Sisi no titubeó el pasado abril en entregar dos islas en el mar Rojo a Arabia Saudí, de cuyos financiamientos y ayudas depende régimen egipcio (sorprendiendo a todo el mundo, recientemente un tribunal de El Cairo anuló la decisión de al-Sisi).
Este gesto, sumamente impopular entre los cada vez más empobrecidos egipcios, fue el símbolo de un cambio de mayor alcance en el equilibrio de poder en Oriente Medio: los otrora países más poderosos de la región –Egipto, Siria e Irak– habían sido nacionalistas laicos y un auténtico contrapeso respecto de Arabia Saudí y las monarquías del golfo Pérsico. Según se debilitaban las autocracias seculares, aumentaba el poder y la influencia de las monarquías sunníes fundamentalistas. Si 2011 fue testigo de la propagación de la rebelión y la revolución en todo el Gran Oriente Medio, mientras la Primavera Árabe florecía fugazmente, también vio la extensión de la contrarrevolución financiada por las monarquías absolutistas del Golfo ricas en petróleo, que nunca iban a tolerar cambios de régimen democráticos y no confesionales en Siria o Libia.
Hay algo más en juego que agrega todavía más fragilidad a esos países: la producción y comercialización de recursos naturales –crudo, gas y minerales– y la cleptomanía que acompaña a esas actividades. Esos países sufren a menudo los efectos de lo que se conoce como “la maldición de los recursos”: unos estados cada vez más dependientes de los ingresos por la venta de sus recursos naturales –teóricamente suficientes como para asegurar un nivel de vida razonablemente decente– que en cambio pasan a ser unas dictaduras grotescamente corruptas. En ellas, los yates de los multimillonarios locales con importantes conexiones con el régimen de turno se balancean en puertos rodeados de barrios de chabolas sin agua corriente ni saneamiento. En esas naciones, las políticas suelen centrarse en rencillas y maniobras de elites para robar los dineros que ingresa el Estado y trasladarlos fuera del país lo más rápidamente posible.
Esta ha sido la pauta de la vida económica y política de gran parte del África subsahariana desde Angola a Nigeria. En Oriente Medio y el norte de África, sin embargo, existe un sistema algo diferente, uno normalmente mal comprendido fuera de esas regiones. En Irak o Arabia Saudí hay una desigualdad parecida y unas elites igualmente cleptómanas. No obstante, han gobernado mediante Estados clientelares en los que a una parte importante de la población se le ofrece empleo en el sector público a cambio de la pasividad política o el apoyo a los cleptócratas.
Por ejemplo, en Irak, con una población de 33 millones de personas, no menos de siete millones están en la nómina del gobierno, gracias a salarios o pensiones que cuestan al Estado unos 4.000 millones de dólares por mes. Este burdo sistema de distribución popular de los ingresos derivados del petróleo ha sido denunciado frecuentemente por comentaristas y economistas occidentales con el nombre de corrupción. Estos, por su parte, recomiendan generalmente recortar el número de esos empleos, pero eso significaría que todos –no solo una parte– los ingresos estatales provenientes de los recursos naturales serían robados por la elite. De hecho, este es cada vez más el caso en esos territorios a medida que el precio del petróleo toca fondo; incluso los miembros de la realeza saudí han empezado a recortar la ayuda estatal a la población.
Una vez se pensó que el neoliberalismo era el camino hacia la democracia secular y la economía de libre mercado. En la práctica, ha sido cualquier cosa menos eso. En lugar de ello, junto con la maldición de los recursos y las repetidas intervenciones militares de Washington y sus aliados, la economía de libre mercado ha desestabilizado profundamente el Gran Oriente Medio. Alentado por Washington y Bruselas, el neoliberalismo del siglo XXI ha hecho que las sociedades desiguales sean todavía más desiguales y ha ayudado a transformar regímenes que ya eran corruptos en maquinarias de pillaje. Por supuesto, es también una fórmula para el éxito del Daesh o cualquier otra alternativa extremista al statu quo. Esos movimientos están limitados a encontrar apoyo en las zonas empobrecidas u olvidadas, como el este de Siria o el este de Libia.
Sin embargo, tengamos presente que este proceso de desestabilización de ninguna manera está limitado al Gran Oriente Medio y el norte de África. Ciertamente, estamos en la era de la desestabilización, un fenómeno en alza en el ámbito global, y ahora mismo propagándose en los Balcanes y el este de Europa (con una Unión Europea cada día más incapaz de influir en los acontecimientos en su ámbito). Ya no se habla de la integración europea, sino de cómo impedir un completo desmembramiento de la UE después de que los británicos votaran para marcharse de ella.
Las razones para que una exigua mayoría de ciudadanos británicos votara por el brexit tienen paralelos con Oriente Medio: las políticas económicas de libre mercado seguidas por los gobiernos desde que Margaret Thatcher fue primer ministro han ensanchado la distancia entre ricos y pobres y entre ciudades prósperas y buena parte del resto del país. Es posible que Gran Bretaña haya hecho bien las cosas, pero millones de ciudadanos del Reino Unido no han participado de esa prosperidad. El referéndum sobre si continuar o no siendo miembro de la UE, la opción defendida por casi la totalidad del establishment británico, se transformó en el catalizador de la protesta contra el statu quo. La rabia de los votantes por “salir” tiene mucho en común con la de los seguidores de Donald Trump en Estados Unidos.
Estados Unidos continúa siendo una superpotencia, pero ya no es tan poderosa como lo fue una vez. Este país también está sintiendo las tensiones de este momento mundial, en el que tanto EEUU como sus aliados son los suficientemente poderosos como para pensar que pueden acabar con regímenes que no son de su agrado; sin embargo, el éxito no les ha acompañado bastante, como en Siria, o si han tenido éxito, como en Libia, no han podido reemplazar aquello que destruyeron. Un político iraquí dijo una vez que el problema de su país era que los partidos eran “demasiado débiles para ganar, pero demasiado fuertes para perder”. Este patrón es el que predomina cada vez más en toda la región y se extiende por todas partes. Esto implica la posibilidad de un interminable ciclo de guerras que no resuelvan nada y una era de inestabilidad que ya ha comenzado.
Patrick Cockburn
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Patrick Cockburn es corresponsal en Oriente Medio del periódico The Independent de Londres y autor de cinco libros sobre Oriente Medio; el más reciente es Chaos and Caliphate: Jihadis and the West in the Struggle for the Middle East (OR Books).
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