viernes, julio 08, 2016

«Las heridas», de Norman Bethune



La editorial Pepitas de calabaza acaba de engrosar su modesto pero selecto catálogo –especialmente valioso en lo que atañe a sus exquisitas reediciones de auto-res desconocidos u olvidados– con la publicación de una pequeña joya para los amantes de esos textos de denuncia social y trasfondo ético que deben menos a la razón que al corazón, quizá porque nacen más del estómago que de la cabeza. Las heridas (The Wounds, 1940), del médico canadiense Norman Bethune (1890-1939), se publica por primera vez en castellano respetando el contenido original del libro, integrado por tres breves ensayos de naturaleza dispar: un alegato en favor de una sanidad universal que acabe con la injusticia social y rompa de alguna forma ese inhumano vínculo que une la falta de salud a la pobreza; una narración autobiográfica sobre una experiencia vivida por Bethune durante su estancia en España, y una desgarradora confesión en torno a la miseria en medio de la cual tuvo que ejercer su profesión en la China asediada por los japoneses durante la cruenta guerra que enfrentó a ambos países. Precedido por un extenso prólogo de Natalia Fernández que reconstruye con pormenor la peripecia vital de Bethune, el volumen se completa con un variado apéndice documental que contribuye decisivamente a realzar la dimensión humana del personaje.
Y es que la biografía del autor de Las heridas es la de un hombre inquieto que quiso hermanar su devoción por la medicina y la obligación –así entendida por él mismo– de ser solidario con el resto de la humanidad. Por eso, y en un intento de poner una cosa al servicio de la otra, Bethune entendió que la mejor forma de ejercer su carrera como médico era estar siempre al pie del cañón (en el sentido literal de la expresión) y consagró su vida a lo que hoy llamaríamos «medicina humanitaria», poniendo su saber al alcance de los más necesitados. Movido por ese instinto altruista más que por la militancia política (había ingresado en el Partido Comunista de su país pocos años antes), en plena Guerra Civil acudió a España para ayudar al bando republicano poniéndose al frente de la Unidad Canadiense de Transfusiones de Sangre, en la que sería la penúltima parada de su periplo mundial, pocos años antes de que una septicemia le cortara la respiración.
Aunque a principios de 1938 viajó a China para encontrar la paz interior en medio de la guerra y cumplir su viejo sueño de montar un hospital en el que formar médicos y salvar vidas, la falta de medios hizo prácticamente inviable el cumplimiento de esa noble empresa. Al enterarse de su fallecimiento, el propio Mao Zedong sintió la obligación moral de honrar su nombre con un elogio fúnebre que no por protocolario deja de ser emotivo, pues acababa por reconocer en Bethune a un auténtico camarada; a un hombre que –sin ser cristiano– predicó como el que más con el ejemplo: «El homenaje que todos rendimos a su memoria demuestra cuán hondamente su espíritu inspira a cada uno de nosotros. Todos debemos aprender de su desinterés absoluto.»

Francisco Fuster García.
Departamento de Historia Contemporánea (UV).

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