lunes, agosto 07, 2017

Los Tudor: una telenovela histórica con la historia ausente



Los 38 episodios de 60 minutos cada uno de la serie “Los Tudors” trata, en verdad, sobre uno solo de los reyes de esa casa: Enrique VIII (interpretado por Jonathan Rhys-Meyers), que reinó desde 1509 hasta su muerte en 1547. Fue el segundo monarca Tudor; el primero, su padre, Enrique VII, había ganado el trono por derecho de conquista al vencer y matar en combate a Ricardo III, el último rey de la casa Plantagenet. En una producción de calidad técnica superlativa sobre un periodo clave de la historia del capitalismo inglés (es decir del capitalismo mismo), al punto que Marx dijo que en esos días se produjo “un abismo histórico” –el de los comienzos de la revolución inglesa− la revolución está, precisamente, ausente de la serie dirigida por Michael Hirst. Todo se reduce a una serie de enredos amorosos, a las obsesiones sexuales y al despotismo del rey y a intrigas palaciegas al lado de guerras cuyo origen no es mostrado. La ruptura de Enrique con el Vaticano, por ejemplo, se habría reducido a su frenesí amatorio por Ana Bolena (Natalie Dormer), a quien después haría decapitar.
La victoria de Enrique VII sobre Ricardo III puso fin a un periodo que parecía interminable de guerras señoriales, que provocaron el exterminio de la vieja nobleza. Enrique VII, que se casó con una sobrina de su vencido y asesinó al resto de la familia Plantagenet, habría de inaugurar la era de las monarquías absolutas (hasta ese momento, el rey era un señor feudal más). El auge del comercio, el surgimiento de modos de producción y acumulación que comienzan a desvincularse de la economía pastoril, obligaban a volver a la paz y al derecho de la antigüedad romana, necesarios a la actividad comercial, a suprimir las guerras continuas entre señores (antes que productores de riqueza, eran en buena parte asaltantes de riquezas ya producidas) y los insoportables peajes para transitar de un territorio a otro. Era necesaria, pues, la instauración de un Estado único, por encima de la multiplicidad de Estados que eran los feudos, las satrapías: he ahí la necesidad que aquel momento histórico tuvo del monarca absoluto, que por naturaleza debió enfrentarse al rey de reyes, al Papa de Roma. En cambio, la serie muestra estas transformaciones como si se hubiera tratado de la simple psicología despótica de un monarca.
Inglaterra establece un pacto político y militar con el imperio español, y por eso Enrique VII arregla el matrimonio de su hijo con Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos, vencedores de los moros en España y conquistadores de América. Ese pacto se quiebra en 1505, pero la ruptura de Enrique VIII con Catalina es mostrada sólo en su aspecto folletinesco: el rey, simplemente, se enamora de otra (Ana Bolena). El trasfondo histórico del folletín queda, en el mejor de los casos, apenas insinuado.
Sí muestra la serie que toda la primera parte del reinado de Enrique VIII fue el gobierno de la Iglesia católica, representada por el cardenal Thomas Wolsey (Sam Neill), que logra poner a Enrique y a Inglaterra en el centro de la política europea del momento. Cuando se produce la guerra campesina en Alemania y la rebelión reformista de Martín Lutero, Enrique es el principal defensor de Roma y escribe su “Defensa de los Siete Sacramentos”, por lo cual recibe del Papa el título de Fidei Defensor (“defensor de la fe”) utilizado hasta hoy por la monarquía británica. El por qué de la ruptura posterior habría obedecido a simples caprichos y cuestiones de alcoba.
Para ilustrar mejor la cuestión: Tomás Moro (Jeremy Northam), canciller de Enrique, hombre de Roma, enemigo feroz de la Reforma protestante a la que enfrentó sin ahorrar hogueras (la obra muestra eso) resulta finalmente decapitado por orden del rey sin que la serie –de la cual es uno de sus personajes centrales− mencione ni una sola vez su libro Utopía, en el que describe el proceso histórico atroz (uno de los más crueles de la historia) de expulsión de los campesinos de sus tierras, aquello que Marx llamó “proletarización a palos”.
La serie no menciona el auge de la industria textil flamenca, que disparó el precio de la lana e hizo, precisamente, que los campos de labranza se transformaran en tierras de pastoreo para ovejas. “Las ovejas, animales tan pacíficos antaño, se han vuelto carnívoras”, escribe Moro en su Utopía.
“El preludio del trastrocamiento que echó las bases del modo de producción capitalista se produjo en el último tercio del siglo XV y los primeros decenios del siglo XVI” dice Marx en El Capital (tomo I, vol. 3, p. 897, Siglo XXI, México, 1988). Es decir, durante el reinado de los Tudor (Enrique VII, Enrique VIII, Eduardo VII e Isabel I). Contradictoriamente, los grandes señores, enemigos de la monarquía y del Parlamento (no querían autoridades paralelas a las de ellos mismos, y mucho menos una autoridad por encima de ellos) son sin embargo, explica Marx, los grandes creadores del proletariado inglés al expulsar campesinos de la tierra y usurpar las viejas propiedades comunales, resabios del comunismo primitivo. La campaña inglesa quedó en ruinas, asaltada, saqueada, arrasada por la violencia. Dice Marx: “…Tomás Moro muestra de manera patente el abismo que se abre entre el siglo XV y el XVI” (ob. cit., p. 898); esto es, la formación del capital y el empobrecimiento despiadado de las masas populares. Ésa es la historia de la casa Tudor y de Enrique VIII, la historia omitida por la serie que, distribuida por Sony Pictures Television, difunde Netflix.
También omite la serie las leyes terroristas contra los pobres de las ciudades, descriptas por Moro. Expulsados de las mesnadas feudales y de los monasterios (confiscados por Enrique VIII al romper con Roma, puesto que el Vaticano era el primer gran terrateniente de Inglaterra), los campesinos no podían ser absorbidos por los talleres urbanos “con la misma velocidad con que eran puestos en el mundo” (ob. cit., p. 918) ni adaptarse de súbito a la nueva disciplina. Se convirtieron por tanto, en gran parte, en mendigos y hasta ladrones. Por eso, entre fines del siglo XV y durante todo el XVI se dictan en Europa occidental leyes sanguinarias “contra la vagancia”, que llegaron a incluir mutilaciones y, durante el reinado de Isabel, la horca. Fueron las llamadas “leyes de pobres”, que acompañaron a las “cárceles-fábrica” surgidas en esos tiempos (véase, por ejemplo, Cárcel y fábrica, de Darío Melossi y Massimo Pavarini; y la monumental Historia de Europa: de las invasiones hasta el siglo XVI, de Henri Pirenne). Sobre aquel abismo, la serie calla.
En cambio, sí se muestran ahorcamientos masivos de pobladores de aldeas enteras que habían apoyado, o estaban sospechados de haber apoyado, la invasión escocesa al norte inglés por Jacobo I, en 1533), aunque lo muestra como producto bárbaro de una guerra religiosa. Es, si se quiere, el único mérito de la serie en cuanto producción histórica: mostrar, aun sin mostrarlo, que en la acumulación originaria del capital, “el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo; en una palabra, la violencia” (ob. cit., p. 892).

Alejandro Guerrero

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