No podría ser casual el hecho de que el país más belicoso del mundo tenga en su población a ciudadanos que deciden matar a varias decenas de personas.
La opinión pública mundial se vio conmocionada por la masacre perpetrada ayer en Las Vegas, en la que murieron al menos 59 asistentes a un festival musical y otros 500 resultaron heridos. A decir de las autoridades fue obra de un individuo solitario que se atrincheró con múltiples fusiles y abundante parque en una habitación del piso 32 del hotel Mandalay Bay, desde donde se domina el predio en que tenía lugar el concierto.
Según la versión oficial, tras disparar indiscriminadamente contra los asistentes, el asesino, un empresario inmobiliario de 64 años llamado Stephen Paddock, se suicidó antes de que los agentes de seguridad llegaran al cuarto. El jefe policial de Las Vegas, Joseph Lombardo, aseguró que el multihomicida se alojó en esa habitación desde el 28 de septiembre –lo que le habría dado tiempo suficiente para el acopio de armas y para planear el acto de barbarie– y la Oficina Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés) descartó que Paddock hubiese tenido vínculos con alguna organización fundamentalista.
Todo indica, pues, que el paroxismo de violencia criminal que tuvo lugar en Las Vegas, fue quizá la peor masacre de este tipo en la historia de Estados Unidos, pero fue una más, en el mismo patrón de las perpetradas en Columbine, Newton, Blacksburg, Edmond, San Ysidro y muchas otras que han marcado el mapa del país vecino con tragedias aparentemente absurdas y, lo peor, indetenibles. En efecto, el episodio de uno o varios individuos sin antecedentes penales que un buen día deciden disparar la mayor cantidad posible de balas sobre la mayor cantidad posible de personas, y que después de cometer la atrocidad se quitan la vida o son abatidos por efectivos policiales, se repite una y otra vez, y se ha vuelto incluso un lugar común de la cultura cinematográfica, sin que hasta ahora las instituciones hayan sido capaces de formular una estrategia orientada a evitar, prevenir o cuando menos reducir la frecuencia y la mortandad de esa clase de masacres.
Una obviedad es el dato de que la sociedad estadunidense es probablemente la más armada del mundo. En el país vecino es lícita y hasta constitucional la acumulación de un verdadero arsenal de guerra en un domicilio cualquiera, y todos los esfuerzos de los gobiernos demócratas por acotar en alguna medida la posesión de armas de fuego por particulares se han estrellado con el empecinamiento de organizaciones de derecha y libertarias, particularmente la Asociación Nacional del Rifle, la cual ha conseguido, mediante un intenso cabildeo legislativo, torpedear todas las iniciativas para establecer alguna suerte de control sobre la venta de armas y para disminuir el poder de fuego y la cantidad de armamento que puede estar en manos de la ciudadanía en general.
Por otra parte, no puede dejar de relacionarse la violencia criminal que se traduce en matanzas casi periódicas con la violencia bélica que caracteriza al Estado en su relación con el mundo. En efecto, no podría ser casual el hecho de que el país más belicoso del mundo tenga en su población a ciudadanos de ese talante, que deciden matar a varias decenas de personas, incluso sin que haya de por medio una afectación mental reconocible.
Paradójicamente, el pretexto estelar de la política guerrerista estadunidense en el mundo es la necesidad de erradicar amenazas en contra de su población, cuando la más grave de esas amenazas proviene precisamente de Estados Unidos, como lo muestra la sucesión imparable de atrocidades como la perpetrada ayer en Las Vegas.
La Jornada
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