lunes, marzo 26, 2018

Hablemos sensatamente de la inmigración

Estados Unidos ya no es un país de inmigrantes

La pelea sobre la criminalización de los inmigrantes

Introducción de Tom Engelhardt

Olvidaos del poema de Emma Lazarus y de la Estatua de la Libertad: en realidad nadie querría ser un inmigrante en el Estados Unidos de hoy. Como señaló hace poco tiempo Dara Lind en Vox, en estos momentos ser un inmigrante o hijo de uno (aunque se sea ciudadano estadounidense) significa vivir en un “miasma de temor”. Esa es la conclusión de dos estudios recientes acerca de inmigrantes de todo tipo, incluso los residentes permanentes y sus hijos. ¿Quién podría sorprenderse de esto en un Estados Unidos en el que, desde el futuro muro de Donald Trump en la frontera con México hasta el ataque del Fiscal General Jeff Session en el Tribunal Supremo contra la política inmigratoria de California, la misma noción de ser un inmigrante ha sido transformada en una imagen de delitos, bandas, drogas y –el mayor de los cucos de nuestro tiempo–: terroristas? Desde el primer día de la campaña presidencial de Trump, en junio de 2015, cuando tildó a los inmigrantes mexicanos de “violadores”, él y sus colegas no han aflojado. La demonización de la misma idea de inmigración, al menos la proveniente de los “países de mierda”, que vienen a ser más o menos cualquier lugar del mundo que no esté gobernado por blancos, ha sido la consigna.
También aquí –como en Europa– el nuevo populismo de derechas se ha alimentado de inmigrantes, refugiados y terroristas islámicos. Y en un mundo cada vez más fragmentado, sobre todo gracias a la presión de las interminables guerras contra el terror de Washington en buena parte del Gran Oriente Medio y regiones de África, sin duda hemos tenido apenas una muestra de lo que aún está por venir. A partir de cifras publicadas el año pasado por el organismo de los refugiados de Naciones Unidas ya sabemos que en 2016 hubo 65,6 millones de desplazados en el mundo y que por lo menos 23 millones eran refugiados (es decir, personas que han cruzado por lo menos una frontera internacional), entre ellos una alarmante cantidad de niños. Estos guarismos no se habían registrado desde la Segunda Guerra Mundial.
Y esto no es más que el comienzo, dados los posibles desarraigos ocasionados por los estragos producidos por el cambio climático en las próximas décadas (sequías, aumento del nivel del mar, posibles guerras y fenómenos climáticos extremos asociados). Una estimación de NU sugiere que, hacia 2050, hasta 250.000 personas podrían ser desplazadas por sus consecuencias y que estos guarismos podrían pecar de demasiado optimismo. Como escribió Todd Miller: “Para 2050, el 10 por ciento de los mexicanos de entre 15 y 65 años de edad podrían emigrar hacia el norte debido al aumento de la temperatura, las sequías y las inundaciones”.
Entonces, como tema, la inmigración probablemente esté sana y salva en 2050, un tiempo en el que vaya uno a saber si la actual criminalización del inmigrante habrá desaparecido. Es por eso que es importante hablar con un poco de sensatez cuando se trata del recalentado mundo estadounidense del inmigrante, como Aviva Chomsky, colaboradora habitual de TomDispatch y autora de Undocumented: How Immigration Became Illegal (Indocumentados: cómo la inmigración se ha ilegalizado), lo hace hoy.

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Rechazo de la maniquea visión presidencial del mundo

El debate sobre la inmigración parece haberse vuelto loco.
El muy popular programa “Acción aplazada para la llegada durante la niñez” (DACA, por sus siglas en inglés) del presidente Obama, que aseguraba un aplazamiento temporal de la deportación de unos 750.000 jóvenes inmigrantes llevados Estados Unidos cuando eran niños se está acabando... a menos que no... a menos que sea... El presidente Trump proclama que lo apoya pero ordenó su desactivación; mientras tanto, tanto los republicanos como los demócratas insisten en que quieren conservarlo y se culpan mutuamente de su inminente desaparición (mientras tanto, el Tribunal Supremo tomó cartas en el asunto para permitir que los beneficiados por el DACA renueven su situación, al menos por ahora).
En un solo día a mediados de febrero, el Senado rechazó el tratamiento de por lo menos cuatro leyes de inmigración. Esas leyes iban desde una intransigente propuesta para castigar a algunas ciudades santuario que planteaban límites a la colaboración de la policía local con funcionarios de aduanas e inmigración hasta importantes revisiones de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965 que establecía el actual sistema de cupos de inmigración (preferentemente para “reunificación familiar”).
Y agreguemos algo más: prácticamente todo el mundo en la esfera de la política está adecuando sus declaraciones y su voto según criterios de oportunismo político en lugar de aquellos basados en lo que de verdad ocurre.
Políticos y comentaristas que alguna vez hablaron de la “inmigración ilegal”, insistiendo en que las personas “hacen bien las cosas”, ahora están defendiendo el despojar del estatus legal a muchos que lo tienen y recortar drásticamente incluso la inmigración legalizada. En estos días, los conservadores republicanos, que en otro momento promocionaban programas para los plutócratas, se desviven por los trabajadores de bajos ingresos cuyo sustento, sostienen (bastante incorrectamente), está siendo deteriorado por la competencia [desleal] de los inmigrantes. Mientras tanto, Luis Gutiérrez, representante demócrata por Chicago –una voz singular y fiable en pro de los inmigrantes en el Congreso– juró que, tratándose del tan loado muro de Trump en la frontera mexicana, él esta dispuesto a “coger unos ladrillos, un balde y empezar yo mismo a construirlo... Ensuciaremos nuestras manos para que los Soñadores* tengan un limpio futuro en Estados Unidos”.
Mientras para nuestro Gutiérrez favorecer a los Soñadores puede parecer políticamente oportuno, ceder en lo del muro de Trump tendría un resultado mucho más grave que unas manos sucias, unos baldes y unos ladrillos; el congresista lo sabe muy bien .
Las importantes defensas ya construidas en la frontera con México han ayudado a que murieran miles de emigrantes, a que se militarice cada vez más toda la región, al espectacular aumento de las bandas de paramilitares que contrabandean drogas y personas y al crecimiento de un violento descontrol a ambos lados de la frontera. Además de eso, 3.200 km de muro de hormigón o cierta combinación de muros, vallas, patrullas fronterizas reforzadas y el no va más tecnológico, ya no estamos hablando de un inocente despilfarro de dinero a cambio de mantener a los niños del DACA.
En la vorágine de todo esto, las demandas de las organizaciones de derechos para los inmigrantes de una “clara ley Dream” que protegería de verdad a los beneficiarios del DACA sin ceder a las exigencias de Trump contra la inmigración empiezan a ser cada vez más irreales.

Buenos tipos y malos tipos

Estoy segura de que el lector no se sorprenderá al saber que, cuando se trata de la inmigración (y muchas otras cuestiones), la descripción del mundo que hace Donald Trump es pasmosamente maniquea –o negro, o blanco; sin matices–. Él pone el acento en la naturaleza violenta y criminal de los inmigrantes y los indocumentados, destacando repetidamente y generalizando falazmente –a partir de casos relativamente escasos– el suceso aquel en que uno de ellos asesino brutalmente a Kate Steinle en San Francisco. Sus genéricas referencias a los “malos tipos del extranjero” y los “países de mierda” sugieren que él aplica los mismos prejuicios en el escenario internacional.
Bajo los auspicios de Trump, la agencia a cargo de la aplicación de la ley de inmigración –Aduanas e Inmigración (ICE, por sus siglas en inglés)– ha llevado el concepto de criminalidad a unas alturas inéditas para justificar las cada vez más ampliadas prioridades de deportación. En estos momentos, ya no es necesaria una condena penal efectiva. Alguien con “cargos delictivos pendientes” o simplemente “reconocido integrante de una banda” se ha convertido en una “prioridad” de Aduanas e Inmigración. En otras palabras, una acusación influida por el miedo, o incluso un rumor, es todo lo que hace falta para considerar que un inmigrante es un “delincuente”.
Y esas actitudes están calando hondo en la sociedad. Lo he visto en la Universidad Estatal de Salem, en la facultad en la que yo enseño. En un memorándum reciente en el que el jefe de policía del campus explicaba por qué se oponía a la condición de santuario del campus, este insistía en que su fuerza debía continuar estando autorizada a denunciar al ICE a aquellos estudiantes que participen en “acciones de condenables bandas callejeras... trafico de drogas... o desobedezcan una orden judicial”. Para decirlo de otro modo, el debido proceso es una lata; la policía, cualquiera de sus agentes, puede dictaminar culpabilidad a discreción.
Esta tendencia en la dirección de la maniquea visión del mundo de Donald Trump, ahora en uso para justificar el crecimiento de lo que solo puede llamarse incipiente estado policial, es tan fuerte que incluso se ha infiltrado en el pensamiento de algunos de quienes se oponen a las nociones anti-inmigrantes del presidente. Ahí está la “emigración en cadena”, un concepto vago que antes lo utilizaban mayormente los sociólogos e historiadores para describir las pautas de emigración en el mundo de los siglos XIX y XX. El presidente, por supuesto, ha hecho de él su epíteto du jour**.
Dado que el presidente habló de un modo tan despreciativo de la “emigración en cadena”, los liberales contrarios a Trump asumieron inmediatamente que la expresión era insultante en sí misma. Como de costumbre, el corresponsal de la MSNBC Joy Reid le acusó diciendo que “el presidente está diciendo que la única ley que aprobaría es la que acabaría con lo que él llama “emigración en cadena”, que en realidad ¡es justamente la expresión que nunca utilizaríamos en los medios! Porque la franqueza no es algo real, ¡es un maquillaje... inofensivo! Me resulta horrible que la adoptemos en bloque porque [el asesor de la Casa Blanca] Stephen Miller quiere que la llamemos así... [la expresión debería ser] emigración familiar”.
Del mismo modo, la senadora por Nueva York Kirsten Gillibrand dijo que “cuando alguien utiliza la frase emigración en cadena... tiene la intención de demonizar la institución familiar y de hacer una difamación racista”. La jefa de la minoría en la Cámara de Representantes Nancy Pelosi estuvo de acuerdo: “Mirad lo que están haciendo con la unificación familiar dándole un nombre falso de cadena. Cadena; les gusta la palabra ‘cadena’. Eso produce estremecimientos en las personas”.
Sin embargo, emigración en cadena no es lo mismo que unificación familiar. Emigración en cadena es una expresión empleada por los académicos para describir la forma en que las personas suelen emigrar desde las comunidades locales mediante la utilización de redes ya existentes. Entre los ejemplos de esto estaría la gran emigración de afro-americanos desde el sur rural [de Estados Unidos] al norte y oeste urbanizados, las emigraciones de los pueblos originarios rurales de la zona de los montes Apalaches a las ciudades industriales del centro de Estados Unidos, las oleadas de emigración de europeos hacia Estados Unidos a finales del siglo XIX, así como la actual emigración desde América latina y Asia.
Una persona o un pequeño grupo, posiblemente reclutados por una iniciativa patrocinada por el Estado o por un empleador o simplemente por haber sabido de una oportunidad de trabajo en una zona particular –aprovechando algunas veces una nueva línea de ferrocarril o de navegación o una nueva ruta aérea–, se aventurarán a partir; así abrirán nuevos horizontes. Una vez establecidos en una nueva región o país, esos inmigrantes –directa o indirectamente– interesarán a sus amigos, conocidos y familiares. Bastante pronto, los vínculos entre las comunidades rurales o urbanas donde esas personas vivían y las lejanas ciudades se habrán ampliado –de ahí la mencionada “cadena”–. Los envíos de dinero empiezan a funcionar, volverán algunos emigrantes (quizá solo para visitar el lugar donde nacieron, llegan las cartas del nuevo mundo y algunas veces las nuevas tecnologías solidifican los vínculos recientes, provocando un nuevo flujo de emigrantes. Esa es la ‘cadena’ de la emigración en cadena; a pesar del presidente y sus partidarios, no hay nada ofensivo en ella.
Por otra parte, la reunificación familiar era algo explicito en la ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965, que imponía cupos mundiales. Después, estos cupos fueron distribuidos mediante un sistema de prioridades que privilegiaba a los familiares más cercanos del inmigrante que ya se había convertido en residente permanente o ciudadano de Estados Unidos. La reunificación familiar les abrió el camino a quienes tenían un familiar aquí (aunque en aquellos países donde el impulso migratorio era muy fuerte, la lista de espera podía significar décadas). Sin embargo, esto hizo que en la práctica la inmigración legal fuese virtualmente imposible para quienes no contaban con un vínculo familiar. Para ellos no había una “línea” en la que se pudiera esperar. Igual que el DACA y el Estatus de Temporalmente Protegido (TPS, por sus siglas en inglés), los dos programas que el presidente Trump está trabajando tan diligentemente para destruirlos, la reunificación familiar ha sido beneficiosa para quienes podían aprovecharse de ella, aunque excluyera a más personas que las que ayudaba.
¿Por qué importa esto? Como un comienzo, en tiempos que el posicionamiento político y la “noticias falsas” se están convirtiendo en la norma, es importante que el movimiento por los derechos del inmigrante continúe siendo certero y que sus argumentos se asienten sobre terreno firma (ciertamente, a quienes se oponen a los derechos de los inmigrantes les ha faltado tiempo para regodearse con la condena demócrata a un término que ellos utilizaban muy alegremente en el pasado). Además, tratándose de la inmigración es crucial no ser barrido por la maniquea visión del mundo de Trump. Legalmente, la reunificación familiar nunca fue una política de brazos abiertos. Siempre fue un componente clave de un sistema de cupos pensados para limitar, controlar y vigilar la inmigración, muchas veces con procedimientos duros. Formaba parte de un sistema erigido para excluir al menos tanto como incluía. Puede haber buenas razones para defender las disposiciones para la reunificación familiar de la ley de 1965, tantas buenas razones como las que hay para defender el DACA –pero eso no significa que un statu quo profundamente problemático deba ser glorificado.

El racismo y la “amenaza” inmigrante

Las políticas de cupos y reunificación familiar sirvieron para “ilegalizar” la mayor parte de la emigración mexicana a Estados Unidos. Eso, a su vez, creo las bases no solo de la militarización de la policía y la zona fronteriza, sino también de lo que el antropólogo Leo Chávez llamó la “narrativa de la amenaza latina”, la idea de que Estados Unidos de alguna manera está frente a una amenaza existencial por parte de los inmigrantes mexicanos, y en general latinoamericanos.
De manera que el presidente Trump ha recurrido a una antigua herencia nuestra, aunque de un modo particularmente odioso. Con el tiempo, la narrativa evolucionó hacia formas que trataron de quitar importancia a su naturaleza explícitamente racista. Los comentaristas populares pusieron el grito en el cielo contra los inmigrantes “ilegales” mientras alababan a quienes “hacían bien las cosas”. La narrativa de la amenaza, por ejemplo, se dirigía al corazón mismo de la política de inmigración de la administración Obama, quien saludaba regularmente a los excepcionales inmigrantes latinoamericanos y a otros, aunque al mismo tiempo crecieran la criminalización, las detenciones y deportaciones masivas de muchos de ellos. La criminalización promocionaba una tapadera “daltónica” mientras el presidente separaba a los inmigrantes indocumentados en dos grupos muy definidos: “delincuentes” y “familias”. En esos años, muchos comentaristas se posicionaron al lado de quienes ellos definían como meritorias excepciones mientras continuaban alimentando la narrativa de la amenaza.
El presidente Trump se ha mantenido en una versión de su aparentemente daltónica y excepcionalista narrativa, mientras declaraba a viva voz que era “la persona menos racista” con quien cualquiera pudiera encontrarse y elogiaba al beneficiario del DACA por ser “un joven bueno, culto y talentoso”. Pero la naturaleza racista de su extremismo anti-inmigante y sus invocaciones a la amenaza [migratoria] es una buena continuación de los programas de Obama. En su ataque a la inmigración legal, a la emigración en cadena y a los estatutos legales como el DACA y el TPS, una vez más el racismo se asomó explícitamente.
Da la impresión de que, a menos que provengan de “países como Noruega” o tengan algún “mérito” especial, Trump cree fundamentalmente que los inmigrantes deben ser ilegalizados, prohibidos o expulsados. Algunas de las primeras medidas, sus ataques a los refugiados o su prohibición de viaje apuntaban precisamente a quienes podía acceder a una categoría legal, a quienes habían “cumplido las normas”, “hecho la cola”, “registrado con el gobierno” o “pagado los impuestos”, incluyendo a los refugiados, los niños del DACA y los beneficiarios del TPS; todas ellas personas que ya estaban en el sistema y cuya solicitud de entrada o de residencia había sido aprobada.
Cuando le pedimos que comentara algunos atroces ejemplos de detención y deportación de residentes de larga duración –arbitrarias, en ambos casos–, un portavoz de Aduanas e Inmigración nos recordó que el presidente Trump ha rescindido el programa –de los tiempos de Obama– de “prioridad de cumplimiento de la ley”, que hacía hincapié en la detención y deportación de personas con antecedentes delictivos o que hubiesen cruzado la frontera poco tiempo antes. En estos momentos, “ninguna categoría de extranjeros que puedan ser expulsados está eximida de cumplir la ley”. Mientras el presidente Trump ha continuado –de palabra– apoyando a los Soñadores, su principal objetivo en este sentido ha sido claramente utilizarles coma baza en las negociaciones para conseguir sus muy restrictivas prioridades en un Congreso poco dócil.
En el pasado febrero, el Servicio de Aduanas e Inmigración de Estados Unidos (USCIS, por sus siglas en inglés) hizo que las nuevas restricciones pasaran a ser oficiales cuando modificó su “declaración de misión” para quitar una sola línea: “USCIS garantiza la promesa de que Estados Unidos es un país de inmigrantes”. Ya no lo es. En lugar de eso, hoy se nos dice que la agencia “gestiona el sistema legal de inmigración de la nación, garantizando su integridad y promesa... mientras protege a los estadounidenses, asegura la tierra natal y honra nuestros valores”.

Desafiar la agenda restrictiva

Muchas organizaciones por los derechos de los inmigrantes han luchado intensamente contra la narrativa criminalizante que distingue a los Soñadores de otras categorías de inmigrantes. Sin embargo, algunas organizaciones de la corriente dominante y de afiliados del Partido Demócrata han elegido el otro camino: recalcan la “inocencia” de esos jóvenes que fueron traídos aquí “sin haber cometido falta alguna”.
Todos, Soñadores, beneficiados por el TPS, refugiados, e incluso quienes tienen concedida una prioridad en el marco en la política de unificación familiar han sido excepciones en lo que durante mucho tiempo ha sido una mucho más amplia agenda restrictiva de la inmigración. Ahora, Trump ha hecho suyos los aspectos más extremos de esa agenda. Entonces, siendo millones quienes se han beneficiado con ellas, la lucha para proteger las categorías excepcionales tiene sentido, pero que nadie piense que las políticas inmigratorias de Estados Unidos alguna vez han sido generosas o abiertas.
En relación con los refugiados, por ejemplo, el sirio web del departamento de Estado continúa dando a entender que “Estados Unidos está orgulloso de su historia de acogida de inmigrantes y refugiados... El programa estadounidense de reasentamiento de refugiados refleja los más altos valores y aspiraciones de humanidad, generosidad y liderazgo de este país”. Incluso antes de la entrada de Trump en el Despacho Oval, esto no era cabalmente cierto; los programas de reasentamiento de refugiados han sido siempre pobres y altamente politizados. Por ejemplo, de los cerca de siete millones de refugiados sirios que desde 2011 han escapado de la sucesión de enfrentamientos armados en su país –enfrentamientos que no se habrían extendido como lo hicieron de no haber sido por la invasión estadounidense de Iraq–, Estados Unidos solo aceptó a 21.000. Sin embargo, en este momento, la lucha para mantener esta cantidad parece ser una batalla perdida en la retaguardia.
Dado que una reforma auténticamente justa en el sistema de inmigración de este país es algo inconcebible en este momento, tiene sentido que quienes están involucrados en los derechos de los inmigrantes se concentren en aquellos aspectos en los que las necesidades son flagrantes o en los que la interés popular ha hecho que las medidas provisorias sean razonables. El problema es que, con el paso de los años, este enfoque ha tendido a que algunos grupos concretos de inmigrantes se alejaran de la narrativa mayor y que no desafiaran el subyacente espíritu racista y criminalizante dirigido contra inmigrantes relegados a las profundidades del sistema económico y a la negación sistemática del derecho a la pertenencia.
En cierto sentido, el presidente Trump está en lo cierto: en realidad no hay forma de trazar una línea nítida entre la inmigración legal y la ilegal o entre los delincuentes y las familias. Muchos inmigrantes viven realidades mezcladas, entre ellas las de quienes han sido autorizados en distintas formas o absolutamente no autorizados. Y la mayor parte de esos delincuentes, a menudo recientemente condenados o criminalizados por cuestiones relacionadas con la inmigración o por transgresiones menores, también tienen una familia.
Trump y sus partidarios, por supuesto, solo quieren que todos los inmigrantes sean criminalizados y excluidos o deportados porque, de un modo u otro, consideran que son un peligro para nosotros. Mientras el realismo político exige que se luche por los derechos de grupos concretos de inmigrantes, no es menos importante desafiar la inminente narrativa de la criminalización del inmigrante y rechazar la suposición de que la batalla mayor ya se ha perdido. Al final, ¿no es acaso el momento de cuestionar la idea de que la gente en general –y los inmigrantes en particular– pueda ser dividida en dos grupos: el de los buenos tipos merecedores de cualquier cosa y el de los malos tipos, indignos de todo?

Aviva Chomsky
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

* Los Soñadores (Dreamers, en inglés) son los niños llegados a EEUU de la mano de sus padres inmigrantes, sobre todo desde México. Hoy son jóvenes adultos que aspiran a integrarse en la sociedad estadounidense. (N. del T.)
** En francés en el original. (N. del T.)

Aviva Chomsky es profesora de Historia y coordinadora de Estudios Latinoamericanos en la Universidad Estatal de Salem, Massachusetts. Es colaboradora habitual de TomDispatch. Su libro más reciente es Undocumented: How Immigration Became Illegal (Indocumentados; cómo la inmigración se convirtió en algo ilegal).

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