“El militar recibió al historiador con mucho agrado, hasta con euforia. El señor coronel estaba ciego. Conversó durante toda la entrevista él solo, consigo mismo. Imaginó figuras, situaciones increíbles. Repetía la misma historia, como para poder creérsela él mismo. Repitió y repitió que en la estancia La Anita habían ocurrido verdaderos combates. Y que en esos combates el ejército había vencido a las peonadas. “¿Sabe por qué? Porque nosotros nos poníamos a favor del viento y éste llevaba nuestras balas más velozmente. A ellos, el viento en contra les desviaba las balas. Y ganamos“, decía con voz triunfalista. Y, para darse más seguridad, estallaba en una carcajada. El historiador le preguntaba por qué no había ningún testimonio de nadie sobre tal combate. Y el coronel ciego repetía, una vez y otra, hasta creerse el mismo: se lo estoy diciendo yo, que era el jefe militar de esa zona“.
A veces, la historia la hace el jefe.”
Cita de un escrito de Osvaldo Bayer sobre su entrevista con el coronel Viñas Ibarra, el autor material de los fusilamientos en estancia La Anita.
Pero la historia no la escriben los jefes, la va escribiendo la verdad.
Cien años.
Cien años de rebencazos, de estaqueadas, de sablazos.
Desde hace cien años atados a los alambrados, de estar cavando sus propias tumbas. Y palean y palean. Con los bidones de querosen al lado. Y palean, pero la fosa no se hace profunda.
Cien años con estancieros y patrones que van marcando, con el dedo denunciador del dueño de la vida y de la muerte.
Cien años de fusiles que apuntan y matan, una y otra vez. Una descarga, y otra. Y otra.
Y la sangre que no cesa de ensuciarse con la tierra, con las piedras.
Pero el ignominioso teniente coronel ya hace rato que dejó de marcar con sus cuatro dedos la muerte que sembraba. La terminó cosechando, de manos del pacifista y anarquista alemán Kurt Gustav Wilkens.
Y de pronto el sonido del repiqueteo no era el del Mauser fusilador, era el tac tac tac de una máquina de escribir. Un golpeteo incesante de alguien que se atrevió a preguntar, a cuestionar la historia oficial mantenida por el silencio absoluto y el ocultamiento de la sangrienta represión. Y empezó a llenar páginas y más páginas. Y esas páginas se convirtieron en cuatro libros sobre la Patagonia Rebelde e hizo el guión de la película del mismo nombre, sin saber en ese momento la dimensión que iba a tener su obra. Con ella empezó a recorrer los caminos de Santa Cruz, sembrando semillas de la verdad.
¿Y qué pasó?
Pasó que los huesos de los 1500 vilipendiados se empezaron a mover, las caras marcadas por el viento, el olor de lana esquilada, de humos de fogones compartidos recuperaron sus ojos. Ojos negros de tierras ancestrales, marrones del otro lado de la cordillera y de pampas de más al norte de nuestro país, ojos azules que buscaban el paraíso y de ojos verdes encendidos por las ideas que permitían creer en un mundo sin humillados.
Los piojosos y los sin nada, las valientes y las soñadoras, los luchadores y las rebeldes se levantaron después de tantos años de silencio y polvo.
Volvieron a ensillar sus caballadas, recuperaron las asambleas solidarias, en las ciudades pusieron en movimiento las imprentas para alzar las consignas de ayer que son las de hoy, mientras las cinco corajudas de San Julián siguen dando escobazos de dignidad haciendo retroceder a los uniformados. Esas cinco que nos preguntan todos los dias, ¿dónde está vuestro coraje cívico? Todos los días. ¿Hacemos lo que hicieron ellas? Todos los días.
Son los que hoy nos empujan, las que nos exigen levantar sus banderas de solidaridad y dignidad. Porque no son historia. Nos advierten a no claudicar, lo hacen desde la memoria que hoy mantienen viva las mesas y comisiones de huelgas de Santa Cruz, en la cordillera, en la meseta y la costa, de sur a norte,
Desde San Julián, Puerto Deseado y Jaramillo hasta El Calafate, desde Rio Turbio a Piedra Buena y Puerto Santa Cruz, desde Rio Gallegos hasta Gobernador Gregores. Desde Caleta Olivia y hasta Punta Arenas.
Con sus homenajes en todas las ciudades, el cambio de nombre de calles, la colocación de monumentos y plazoletas. Y de museos recién inaugurados, como el que abrieron en la antigua estación de ferrocarril de Jaramillo, allí cerquita de donde Varela hizo asesinar a José Font, “Facón Grande“. Está dedicado a las huelgas, a Font y sus compañeros de lucha y a Osvaldo Bayer.
También desde obras de teatro, la música de cantatas folclóricas, tango y rock, los ballets del viento, poemas y cuentos, el arte, instalaciones audiovisuales, esculturas y cuadros que evocan y convocan a la rebelión. Y en la calle, peleando las luchas de hoy.
Y están presentes en proyectos de ley, como el que se acaba de presentar en el Senado de la Nación, para que el Congreso por fin salde la deuda que tiene hacia la sociedad entera y declare los fusilamientos como delitos de lesa humanidad. Además se pide que una comisión bicameral e integrada por historiadores, activistas de derechos humanos y de las comisiones de memoria de las huelgas establezca las responsabilidades del Estado Nacional en aquel crimen sin igual: la represión por parte del Estado y de sus instituciones de una huelga general organizada sindicalmente que paralizó la provincia entera. Fueron escasos los sindicatos que recordaron en estos días aquella lucha obrera.
Y ojalá pronto con una Justicia que deje de hacerse la distraída y haga lo que nunca hizo, denunciar y enjuiciar a los responsables de los crímenes, empezando con tratar rapidamente la querella que días atrás presentó ante la justicia federal el gobierno de Santa Cruz, para que se determine a los responsables de los crímenes. Se trata de investigar la demanda de los nietos de Alejo López, fusilado en diciembre hace cien años en las inmediaciones de Jaramillo.
Cien años de impunidad. Impunidad por el crimen de 1.500 personas, habitantes de una Santa Cruz que según el censo de aquel entonces tenía una población de unos 17.600 habitantes. La alianza de militares y sociedad rural mató al 8 por ciento de las personas que vivían en el territorio.
A parámetros de la población actual, hoy serían 30.000 los desaparecidos y asesinados. No en todo el país, sólo en Santa Cruz.
Cien años, y los que llamaron a los fusiladores -los dueños de la tierra- nunca asumieron sus culpas, tampoco los que mandaron a los fusiladores -el gobierno nacional y su crimen de Estado.
Cien años en los que la justicia no hizo justicia.
Cien años en los que el Congreso nacional nunca investigó lo que tuvo que investigar.
Cien años en los que que se mantuvo el pacto de silencio de los que se creyeron los dueños de las verdad.
Pero en esos cien años los rebeldes patagónicos dijeron basta, y a través del historiador se recuperó la verdad, hoy hacemos memoria, y vamos a seguir exigiendo que se haga justicia.
Los 1.500 fusilados, siempre presentes. Para siempre entre nosotros.
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