sábado, mayo 19, 2007

La importancia de Antonio Gramsci, a 70 años de su muerte.


Hace setenta años moría en una clínica Antonio Gramsci. Al funeral no fue nadie, salvo la cuñada, Tatiana, y la policía. Había sido detenido en 1926 y había recobrado la libertad unas pocas semanas antes, extenuado por la enfermedad y no sólo por ella. Si para morir se precisa de cierto consentimiento, el suyo debió verse propiciado por la percepción de que no era ya querido en parte alguna: no en Moscú, en dónde se encontraban la mujer, los hijos y los compañeros; no en Ghilarza, en donde se hallaba su familia de origen. De esto, nada dijo a la afectuosa no amada Tatiana, y si se lo confió a Piero Sraffa, Piero Sraffa no nos dejó constancia testimonial. Sin embargo, de lo que pasó en el mundo entre el 26 y el 37 tuvieron que haber hablado largo y tendido los dos en una clínica por fin sin presencia policial, y Gramsci debió de llegar a saber mucho de todo lo que había podido entrever y columbrar. En la URSS, la colectivización de las tierras, luego el asesinato de Kirov y el inicio de la liquidación del Comité Central elegido en 1934, y en 1936, justo un año antes, el primero de los grandes procesos. Fuera de la URSS, la crisis de 1929, el ascenso del nazismo en Alemania en 1932, la agresión italiana a Abisinia en 1935 y en 1936, el Frente Popular en Francia pero también el ataque de Franco a la República española. ¿Qué pensamientos le suscitó todo eso? ¿Qué podía esperar del retorno a la libertad? Difícil imaginar una existencia más doliente: por las miserias del cuerpo, por la derrota, por la soledad, por la lucidez.
No me parece que en Italia sea recordado con alguna calidez. Tan sólo por parte de Mario Tronti en la Cámara. Nosotros mismos se la negamos discutiendo sobre un contraste con Edward Said –dos cabezas, dos culturas, dos épocas, dos terrenos— completamente ajeno. Menos que nunca podría ser reevocado por el partido del que Togliatti había dicho que él, Gramsci, era el fundador, y que acaba de ser enterrado en Florencia la semana pasada. Para el difunto PCI había sido –convenientemente depurado y desproblematizado— la carta ganadora en el horizonte de la Italia de la postguerra, prueba de una autonomía respecto de la ortodoxia soviética. Era un mártir del fascismo. Había, pues, que honrarle, que, desplumado, no habría ya de perturbar la calma del ejecutivo de la Internacional Comunista ni de su propio partido. Tras 1956, su retrato vino a substituir al de Stalin en las paredes de la calle Botteghe Oscure [la sede central del PCI en Roma].
Bajo largo silencio quedó el hecho de que en 1926, poco antes de su detención, había escrito al ejecutivo de la IC para protestar contra la decisión estaliniana de dejar fuera a Trotsky, y no porque estuviera de acuerdo con Trotsky, sino porque le resultaba irresponsable, en pleno fracaso de la Revolución en Europa, quebrantar la unidad del grupo dirigente de 1917, o de lo que de él quedaba. Y el hecho de que, tres años después, sus compañeros de cárcel habían condenado sus tesis opuestas a la línea de 1929, y lo habían aislado. Lo que le suscitó la amarguísima duda de si Togliatti, lejos de hacer algo para sacarlo de la cárcel, lo prefería dentro. Y si había conservado la esperanza de que la IC pudiera ser menos mezquina que el PCdI, enterarse en 1937 de que Moscú le estaba prohibido, se la había quitado toda. Es imposible que no hablara de eso también con Sraffa, pero Sraffa se negó a comentarlo con Tatiana y nada ha dejado dicho.
En los años sesenta, Rinascita lo publicó todo, la carta al ejecutivo de la IC, cuya autenticidad había sido negada, el choque con Togliatti, el informe de Athos Lisa sobre la ruptura en la cárcel. Y salió la edición completa de las Cartas. Y Paolo Spriano trató de ir más al fondo, despertando la hostilidad de Amendola. Pero era tarde. Nadie dentro del partido se rasgó las vestiduras; fuera de él, tampoco. Pocos años después, extinta toda pasión política, el PCI aparecía triunfante en la escena electoral, y la generación de 1968 ni siquiera había hojeado a Gramsci. Tenía prisa, pensaba en cadencias veloces y victoriosas, y Gramsci era el pensador de la derrota de las revoluciones en Europa. Por esos años se lo estudió más en el extranjero, en un ambiente de indiferencia de los ortodoxos y de las nuevas izquierdas. En Italia, se ha convertido en objeto de estudiosos capaces, más o menos alejados de la política. Hasta sus cenizas reposan todavía aparte, en el pequeño cementerio de los a-católicos que los romanos llaman de los ingleses, próximo a la Pirámide Cestia.
El uso que de Gramsci había hecho el PCI contribuyó al recelo de 1968 y posterior. Digo uso y no abuso, porque no se trató propiamente de una falsificación (la interpretación corriente siguió siendo la misma después de la publicación rigurosa de los Quaderni hecha por Valentino Gerratana). Hubo una acentuación de los elementos que estaban en la línea del PCI después de la guerra. El eje lo constituyeron, sobre todo, los fragmentos sobre la guerra de posiciones y la guerra de movimiento.
En este punto, las notas tienen en los Quaderni un desarrollo desigual y están fechadas en torno a 1930. El núcleo es en substancia éste: allí donde el poder de la clase dominante se sostiene no sólo en el estado, sino que descansa sobre una sociedad civil avanzada y compleja, el movimiento revolucionario no puede triunfar mediante un ataque al vértice del aparato estatal (guerra de movimiento), sino en la medida en que haya conquistado las “trincheras” de la sociedad civil (guerra de posiciones). Sólo allí donde el estado detenta todo el poder frente a una sociedad civil débil y poco estructurada, puede ocurrir lo contrario. Atento al ojo de la censura, Gramsci se sirve de un lenguaje enmascarado y “militar” –él mismo se percata de las limitaciones del mismo—, pero la traducción no resulta difícil. Guerra de movimiento es una revolución que, aun si lograra hacerse rápidamente con la cúspide del poder estatal, no conseguiría mantenerse frente a la resistencia de una fuerte sociedad civil, a la cual, por eso mismo, hay que penetrar antes, recodo a recodo, mediante una tenaz guerra de posiciones. Ejemplos: el Occidente presenta sociedades civiles robustas; el Este, sociedades frágiles. Gramsci no pudo escribirlo en términos explícitos, pero es una de las razones por las cuales fracasaron las revoluciones de la primera postguerra, mientras que, en cambio, el Octubre triunfó en Rusia.
Aquí se abre una serie de problemas. Parecería preliminar la definición, el uno respecto de la otra, del estado y de la sociedad civil. En los Quaderni las fronteras se desplazan, y a veces, intersectan y aun se confunden, como en el caso del régimen fascista. Mas la tesis es clara: el poder del capital no se halla entero y sólo en los aparatos represivos del estado, y no sólo porque –asunto parcialmente equívoco también en Marx— la “estructura” determinante es la del modo de producción que la ideología burguesa querría distinta de las instituciones del estado, sino también porque, como “consejo de administración de los negocios de la burguesía”, el estado tiene una esfera propia de autonomía, la cual, por lo demás, ha ido precisándose y redefiniéndose en los sucesivos decenios. Sobre todo en los regímenes que Arendt llama “totalitarios”, ya los fascistas, ya los comunistas (que no han extinguido de hecho el estado). Yo no sé si en los primerísimos años 30 Gramsci estuvo en condiciones de pensarlo; desde luego, no de escribirlo. La distinción sigue siendo hoy problemática, y no se la puede despachar con un recurso a la dialéctica entre los dos momentos, que –también en Gramsci— es más sofisma que explicación.
El caso es que, en la época, ningún comunista pensaba que se pudiera por menos de romper el aparato del estado, y nada autoriza a creer que fuera para Gramsci la guerra de posiciones otra cosa que el preludio de la revolución política. En suma: condición necesaria, pero no suficiente. Era lo que distinguía a los comunistas de la socialdemocracia y el parlamentarismo. Y lo siguió siendo por mucho tiempo. En 1956, con el VII Congreso, el PCI da indicios de un salto teórico: tal vez se pueda hacer de más y de menos con la ruptura revolucionaria del estado: pero no lo explicita apertis verbis, y no es éste lugar para dirimir si por razón de las relaciones de fuerza o por prudente recato ante un giro radical en materia de principios.
Es verdad que la práctica política con la que creció el PCI no dejó por un momento de apelar al Gramsci de la guerra de posiciones, junto a la tendencia a acusar de aventurerismo a quien quisiera ir más allá, en Italia y en el mundo. El caso de 1968 es sólo el más paradigmático: tras una cierta vacilación, el PCI ni siquiera llegó a comprender que si no se daba desembocadura a semejante arreón, acabaría por degenerar en formas extremas y condenadas a la derrota, como ocurrió en Italia y en Alemania en los años siguientes.
Sin abandonar la línea teórica, el discurso se reducía a la táctica: nunca era el momento, nunca nos hallábamos ante una “crisis general”; ningún documento del PCI llegó a negar la existencia de un conflicto de fondo entre las clases. Para cancelar el concepto, ni siquiera bastó el giro de 1989 y el cada vez más frecuente uso negativo, basado en el Gramsci juvenil, de la categoría de “jacobinismo”. Resulta a fin de cuentas divertido –suponiendo que haya alguna ironía en la historia— que haya habido que esperar a la disolución de los DS [Demócratas de Izquierda] en 2007 para que Walter Veltroni declarara un sinsentido, y por lo tanto, necesitada de supresión (o de represión), la guerra de clases, o más bien –habiendo dejado el término “guerra”a los estados y a sus empresas “humanitarias”—, el conflicto.
En su ensayo de 1976 en la New Left Review, Perry Anderson excluía que de esa deriva del PCI pudiera imputarse responsabilidad a Gramsci, a quien veía anclado en la tesis marxista de la necesidad de una ruptura de la legalidad estatal. Por su parte, Anderson insistía en el carácter “militar” (Trotsky) de la misma, porque ninguna conquista de la sociedad civil (la necesidad de la cual no negaba) podía incidir en el monopolio estatal de la violencia y el su uso en exclusiva de los medios violencia que son la policía, el ejército y la tecnología avanzada de las armas.
La verdad es que, con los ojos de 2007, la cuestión se vuelve a plantear en todos sus términos: ninguna revolución socialista se ha dado sin una ruptura política, y en distintos grados, violenta; pero todas las revoluciones llamadas socialistas o comunistas han fracasado, o degenerado, o desplomado, siendo el de la URSS solamente el caso más imponente. De lo cual, contrariamente a Anderson, se puede si acaso deducir que los fragmentos de Gramsci no se referían sólo a Occidente, sino que traducían una preocupación sobre la evolución de la Revolución rusa, en donde no se había dado una previa hegemonía sobre la sociedad civil. Ciertamente, esto habría entrañado consecuencias sobre el grado de madurez o inmadurez de una revolución a las que nadie en aquel tiempo, y luego, tampoco en los años 70, se habría atrevido a llegar, so pena de encontrarse situado mucho pasos por detrás de Bersntein.
Queda el hecho de que el trabajo de Gramsci representa la primera brecha abierta en las categorías sumarias con que se pensaron en el siglo XX no sólo las revoluciones, sino la naturaleza de la sociedad y la relación entre las instituciones del estado y la sociedad. Hoy, cuando con la llamada globalización el poder a escala mundial parece apoyarse bastante más en las redes de los capitales que en los estados nacionales –aun quedando como monopolio de éstos el uso de la violencia—, la elaboración gramsciana de comienzos de los años 30 merecería más que nunca reelaboración y actualización. Siempre que, huelga decirlo, no se tiren por la borda ni el concepto de modo de producir capitalista, ni el de libertad, una actitud, por lo demás, tan común entre la vieja ex-izquierda como entre la nueva izquierda.

Rossana Rossanda

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