sábado, mayo 12, 2007

El siglo de Gramsci.

Ética y política en la obra de Antonio Gramsci

Si preguntáramos hoy a los más jóvenes de quienes se siguen sintiendo marxistas y comunistas acerca de aquellas personas de la propia tradición en las cuales la ética y la política han ido más unidas, estoy seguro de que, en cualquier país del mundo, la respuesta sería la misma: Antonio Gramsci y Ernesto Che Guevara. Si seguimos preguntando, la lista seguramente se haría más larga. Pero empezarían ya las dudas y, con ellas, las discusiones partidistas. Sobre Gramsci y sobre Guevara no hay dudas. Y cuando todavía se expresan en los medios de comunicación interesados algunas dudas puntillosas o malevolentes, éstas no suelen durar.
Que esto sea así, que desde experiencias y vivencias tan diferentes, haya hoy una coincidencia tan grande de opiniones, por encima incluso de las diferencias generacionales, se debe a algo que debemos subrayar por obvio que sea: lo que, más allá de las diferencias culturales, se aprecia y se valora en Gramsci (como en Guevara) es la coherencia entre su decir y su hacer. Por eso al cabo de los años podamos seguir considerándolos, con verdad, como ejemplo vivo de aquellos ideales ético-políticos por los que combatieron.
¿Qué es lo que hace de Gramsci un personaje tan universalmente apreciado en estos tiempos difíciles? Que siendo, como era, un dirigente se entregó a la realización de la idea comunista como uno más, sin ponerse a sí mismo como excepción de lo que preconizaba ni intentar racionalizar ideológicamente, como tantos otros, la excepcionalidad del yo mismo que se quiere colectivo, que se quiere un nosotros. Para valorar suficientemente esta aproximación entre el yo y el nosotros en la persona llamada Gramsci sólo hay que fijarse en su forma de entender la relación entre filosofía espontánea ("todos los hombres son filósofos", escribió) y filosofía en sentido técnico (reflexión crítica particularizada acerca de las propias prácticas, de las propias concepciones del mundo), o en su forma de entender la relación entre intelectuales en sentido restringido, tradicional, y el intelectual colectivo.
Sólo a un hombre que se ofrece a los otros como parte orgánica de un ideal colectivo y que cumple con su vida esta promesa se le puede ocurrir la idea de que el partido político de la emancipación es un intelectual colectivo en el que el intelectual tradicional por antonomasia no queda diluido o sobredimensionado sino integrado, convertido en intelectual productivo junto a los otros, junto a los trabajadores manuales. Porque un hombre así ha renunciado a lo que es característico del intelectual tradicional: su privilegio. Una de las aportaciones más interesantes de Gramsci en este ámbito fue, justamente, la propuesta de superar en el partido laico el tipo de relación (unilateral y unidireccional) entre "clérigos" y "simples" que ha sido característico de la iglesia católica y de la mayoría de los partidos políticos laicos.
Sólo a un hombre que da más importancia al filosofar entendido como reflexión sobre las propias prácticas y tradiciones que a las filosofías académicas, y que, además, se pone al servicio de los otros para elevar la filosofía espontánea a ilustrado sentido común de los más, se le puede ocurrir la idea, en principio extraña, de que todos los hombres son filósofos. Porque un hombre así renuncia a su privilegio como filósofo técnico en favor de otro tipo de filosofar, de un filosofar con punto de vista que se propone explícitamente ayudar a la colectividad de los de abajo.
Sólo a un hombre que ha asumido la contradicción entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad, o entre ética del interés y ética del deber, como una cruz con la que hay que cargar necesariamente en una sociedad dividida, sin aspavientos ni pretensiones elitistas, se le puede ocurrir la idea de que un día la política y la moral harán un todo al desembocar la política en la moral. Porque un hombre así, aunque diga sentirse solo y repita una y otra vez que él es como una isla en la isla, está en realidad comunicando a los demás que, a pesar de su psicología, de su carácter o de su estado de ánimo, quiere ser un continente.

II

El proyecto de Gramsci se puede entender, desde nuestro presente, como un continuado esfuerzo por hacer de la política comunista una ética de lo colectivo.
Gramsci no escribió ningún tratado de ética normativa. No era un filósofo académico ni un político al uso especialmente preocupado por la propia imagen. Tampoco puso las páginas de su obra luminosa bajo el rótulo con el que el asunto suele enseñarse en las universidades: filosofía moral y política. Dedicó muy pocas páginas a aclarar su propio concepto de la ética. Como tantos otros grandes, habló y escribió poco de ética. Pero dió con su vida una lección de ética. Una lección de ética de esas que quedan en la memoria de las gentes, de esas que acaban metiéndose en los resortes psicológicos de las personas y que sirven para configurar luego las creencias colectivas. Que las ideas cuajen en creencias, en el marco de una tradición crítica y con una identidad alternativa a la del orden existente, que se prefigura ya en la sociedad dividida: tal fue la aspiración de Gramsci desde joven.
Al hablar de la relación entre ética y política hay dos aspectos igualmente interesantes sugeridos por la palabra escrita y por el hacer de Gramsci. Uno de estos aspectos se plantea al preguntarnos acerca de la forma en que él mismo vivió la relación entre política y moralidad.
El otro asunto interesante brota al preguntarse cómo reflexionó Gramsci acerca de la relación entre el ámbito de la ética y el ámbito de la política y qué propuso a este respecto desde esa reflexión.
Pocas veces se han tratado juntos estos dos aspectos en la ya inmensa literatura gramsciana. Creo, a pesar de ello, que es importante atender a las dos cosas (y suscitar una discusión sobre el resultado de pensar las dos cosas a la vez) por una razón tan sustantiva como práctica: para superar la distancia, e incluso la separación, que se suele producir entre los estudios biográficos y los estudios técnico- académicos que se centran en los conceptos básicos de los Quaderni del carcere. Pues las consecuencias de dicha distancia suelen ser: la afirmación, por una parte, de la coherencia ética de una vida ejemplar, y la insatisfacción, de otra parte, ante la teorización gramsciana de la relación entre ética y política por comparación con otros autores, académicos o no, contemporáneos suyos.
Sé por experiencia adonde conduce esta separación en los ambientes intelectuales. Y lo diré de la forma más drástica posible. Conduce, en lo que hace a la valoración de Gramsci, a un juicio, muchas veces escuchado en estos últimos años, del siguiente tenor:
"He aquí alguien a quien podemos considerar como un ejemplo de coherencia ética en el marco de la tradición comunista y que, sin embargo, hizo de su vida una tragedia y contribuyó a la tragedia de otros porque no supo pensar a fondo precisamente la relación entre lo ético y lo político".
Quisiera decir enseguida, para evitar equívocos, que no comparto esta derivación intelectualista y que considero que la tragedia vital de Gramsci (y de algunos otros comunistas de su época) tiene que explicarse, en parte, como expresión del más general drama del comunismo occidental en este "siglo de los extremos" (Hobsbawm) y, en parte, como expresión de una psicología particularísima de la que hay muestras suficientemente expresivas en la correspondencia del propio Gramsci y en los testimonios de quienes le conocieron en vida.

III

Antes de ser detenido y encarcelado por el fascismo mussoliniano, entre el comienzo de la primera guerra mundial y l926, Antonio Gramsci había desarrollado una intensa actividad como crítico de la cultura y hombre político revolucionario en Turín, Moscú, Viena y Roma. Testimonio de aquella vida de febril dedicación a la política alternativa, a la causa del socialismo y del comunismo (en una Europa que se debatía entre la guerra y la revolución), son los seis volúmenes en que han sido agrupados los escritos gramscianos de esa época. En l92l, cuando se fundó el partido comunista de Italia, Antonio Gramsci era conocido como teórico de la experiencia sociopolítica alternativa más interesante del siglo XX en la península, la experiencia de los consejos de fábrica torineses que habían llegado a ocupar por algún tiempo las instalaciones de la empresa FIAT.
Entre l9l9 y l922 Gramsci escribió un considerable número de piezas políticas notables en los periódicos socialistas y comunistas de la época, en La città futura, en Avanti, en Il grido del popolo y, sobre todo, en L´Ordine Nuovo, semanario del que fue animador y director. En L´Ordine Nuovo semanal Gramsci hizo un periodismo político nuevo: informado, culto, polémico y veraz a la vez; un periodismo político que fue apreciado no sólo en los medios socialistas, sino también entre liberales y libertarios de Turín. La fama de L´Ordine Nuovo llegó a España, donde Joaquín Maurín escribía ya sobre Gramsci por aquellos años.
Aquel Gramsci joven, muy espontáneo en la consideración de la actividad política, acusado de bergsoniano, de soreliano y de voluntarista por algunos de sus compañeros de entonces, fue idealista en lo moral, y un duro crítico de los sindicatos existentes (a los que consideraba parte de la cultura establecida bajo el capitalismo).
He dicho: idealista en lo moral y duro crítico de los sindicatos existentes. Y quiero subrayar aquí estas dos cosas porque ahora se suele despreciar de manera displicente el idealismo moral y se tiende a descalificar (diciendo que no son de izquierda, o que hacen pinza con la derecha) a aquellos que, yendo contra la corriente, se atreven a criticar las actuciones entreguistas de las direcciones sindicales. Pues bien, la verdad histórica es justamente lo contrario de lo que se lee habitualmente en los medios de comunicación: como todos los grandes revolucionarios que en el mundo han sido, Gramsci criticó a los sindicatos establecidos, postuló su renovación política y teorizó otras formas de organización y actuación de los trabajadores, en particular los consejos de fábrica.
Piero Gobetti, un gran humanista y liberal italiano de los de verdad, no de los que ahora se llaman neoliberales, nos ha dejado este sugestivo retrato del joven Gramsci, teórico de los consejos de fábrica:
Gramsci ha dividido su actividad entre los estudios y la propaganda política. Es curioso que se haya visto absorbido por la política cuando en la Universidad se contentaba con agudas y sutiles investigaciones de glotología. [...] Le animaba y le anima un gran fervor moral, un tanto desdeñoso y pesimista, por lo que cuando se habla con él por primera vez da la impresión de que tiene una visión escéptica de la vida. [...] Intransigente, hombre que toma partido, a veces de forma casi feroz, es crítico también con los propios compañeros, y no por polemizar en lo personal o en lo cultural, sino por una insaciable necesidad de ser sincero.
"Fervor moral", "escepticismo pesimista" e "insaciable necesidad de ser sincero". Ahí está la clave para entender lo que fue el joven Gramsci.
Quienes en su época le acusaban de voluntarismo y de idealismo no llegaron a captar la diferencia que hay entre el idealismo de las "almas bellas" y el idealismo moral revolucionario del pensador y hombre de acción que se compromete en la política colectiva. Esa diferencia se puede expresar, muy sencillamente, con una frase pronunciada por el gran científico y moralista del siglo XX, Albert Einstein, a propósito de Walter Rathenau:
Ser idealista cuando se vive en Babia no tiene ningún mérito. Lo tiene, en cambio, y mucho, seguir siéndolo cuando se ha conocido el hedor de este mundo.
El idealismo moral positivo del joven Gramsci es del segundo tipo, es el idealismo del hombre que sabe que no vive en el país de las maravillas, que conoce ya el hedor de este mundo dividido, de este mundo de las desigualdades.
Hay todavía otro aspecto de la obra del joven Gramsci que creo que conviene resaltar ahora: su visión, originalísima, de la revolución rusa. Gramsci, que había interpretado los acontecimientos del octubre ruso de l9l7 como una revolución contra El capital de Marx, intuyó varias de las contradicciones por las que estaba pasando la construcción del socialismo en la Unión Soviética ya al inicio de los años veinte; contradicciones que luego, con el tiempo, han resultado decisivas a la hora de explicar la crisis y disolución de aquel sistema.
La interpretación gramsciana de la revolución rusa como una rebelión, tan inevitable como voluntarista, que, contra las apariencias, entra en conflicto con las previsiones del primer volumen de El capital, fue tan atípica como sugerente y, en el fondo, como se ha visto, acertada. Gramsci, que no llegó a conocer la evolución de las opiniones del viejo Marx sobre la comuna rusa, ha sido uno los primeros comunistas en darse cuenta de la dimensión del problema político-social implicado por una situación completamente nueva en la historia de la humanidad, a saber: la situación de un proletariado que no tenía apenas nada que llevarse a la boca y que, sin embargo, resultó ser hegemónico, en un océano de campesinos, durante el proceso revolucionario abierto por la guerra mundial; la situación paradójica, en suma, de una clase social que nada tiene, excepto nominalmente, el poder político.
Una contradicción histórica ésta, que quizás sólo resulta de verdad comprensible cuando se la analiza en términos parecidos a los que utilizaron Walter Benjamin y Bertolt Brecht al hablar de la Unión Soviética de los años treinta como de un "pez cornudo".
La pregunta interesante, que vale la pena hacerse hoy en día, en una situación psicosociológica tan cambiada (cuando ya hay quien va diciendo por ahí que de la historia comunista no quedará ni rastro) es ésta: por qué motivos un hombre tan sensible y crítico como Gramsci, que se daba cuenta de las contradicciones internas de aquel sistema surgido de la Revolución de Octubre, no sólo despreció la argumentación socialdemócrata de la época (según la cual el atraso económico de Rusia hacía inviable el triunfo de la revolución socialista allí), sino que, además, exaltó aquella revolución, la revolución contra El capital (con sus contradicciones incluidas), ateniéndose al hecho de que ésta expresaba el anhelo de un orden nuevo que brota de los de abajo, de los asalariados explotados aliados con los campesinos pobres. ¿Por qué, en definitiva, prefirió Gramsci aquel "pez cornudo" al viejo orden capitalista, en sus diferentes formas, dominante en otros países de Europa?
La pregunta no es gratuita; debería tener una connotación singular para los más jóvenes, pues, sin una respuesta cumplida y suficiente a la misma, podría parecer que, en efecto, la historia del movimiento comunista moderno no ha sido otra cosa que una equivocación integral, en la que los hombres (incluido Gramsci) habrían caído sólo por ignorancia o sólo por maldad. El que Gramsci (y muchos otros hombres y mujeres como Gramsci en toda Europa) hayan aceptado pensar a fondo aquella contradicción y seguir siendo comunistas es, mi opinión, un motivo para no dejarse llevar ahora por las trivializaciones y simplificaciones de los libros sólo negros del comunismo.

IV

Esta pregunta, además, da pie para una reflexión que querría proponer ahora sobre por dónde hay que moverse para buscar la actualidad de Gramsci. Los tiempos en que los jóvenes rebeldes europeos redescubrían y amaban al joven Gramsci consejista pasaron ya. Probablemente esos tiempos no volverán, al menos en Europa, porque entretanto el proletariado industrial ha cambiado mucho y las formas y lugares de la organización del trabajo también. Es lógico y natural, por tanto, que ahora, en los tiempos del posfordismo y del postaylorismo, se recuerde, de manera particular, no a aquel Gramsci joven y voluntarista, sino al Gramsci maduro que, en su tragedia personal, encaja reflexivamente la derrota de la revolución proletaria en la Europa central y occidental.
El crítico e historiador británico del arte, John Berger, nos proponía hace relativamente poco tiempo, en un artículo incluido en su libro titulado El sentido de la vista, un ejercicio tan sugestivo como lo es el de pensar un marxismo trágico en el que, por así decirlo, Marx se pone a leer comprensivamente a Leopardi, el gran pesimista histórico, sin por ello perder la pasión tranformadora que en su día le llevó a escribir la onceava tesis sobre Feuerbach. No en balde el propio John Berger acaba de publicar, en el número de noviembre Le Monde Diplomatique, una hermosa carta al subcomandante Marcos en la que recupera precisamente la figura de Gramsci.
Sugiero que en estos tiempos que corren tiene, pues, sentido, un sentido catártico, hacer una reflexión acerca de la tragedia del hombre Gramsci, porque sustancia muy bien la más general tragedia del movimiento comunista moderno en la Europa central y occidental: la de los revolucionarios sin revolución. Poner el acento en la tragedia del hombre Gramsci y pensar sobre ella no tiene por qué implicar necesariamente invertir por completo el optimismo histórico, que fue característico de todos los marxismos, para reemplazarlo por una visión sólo pesimista de la historia y de la vida de los hombres en sociedad; más bien significa atenerse a lo que fue el punto de vista íntimo del propio Gramsci, el cual consideraba que "optimismo" y "pesimismo" son simples estados de ánimo transitorios, insuficientes, por tanto, por sí solos, para caracterizar la estructura profunda de ese centro de anudamiento de relaciones múltiples que es el individuo humano.
Lo que propongo es repensar algunos cabos sueltos de la vida y de la obra de Gramsci que, en las cartas escritas desde la cárcel, aparecen tentativamente, o como mera sospecha, y que hoy, a la luz de las nuevas preocupaciones de las gentes que siguen manteniendo la idealidad emancipatoria cobran, por así decirlo, otra dimensión. En un momento en el que los valores del socialismo no pueden darse por establecidos, como un dato adquirido, cuando es preciso volver a fundamentar el ideario socialista, parece adecuado poner el acento precisamente en las consideraciones de Gramsci relativas a temas prepolíticos: de fundamentación de la política, éticos y antropológicos.
Me voy a fijar, en lo que sigue, en dos de estas consideraciones que me parecen particularmente interesantes en el momento actual: su reflexión sobre la relación entre ética y política y sus sugerencias acerca de la relación entre política y educación sentimental.

V

Gramsci entendió la política como ética de lo colectivo. Y la clave para entender la política como ética de lo colectivo que Gramsci practicó en su vida está, creo, en la doble comparación que ha ido estableciendo en las notas de los Cuadernos de la cárcel entre filosofía de la praxis y maquiavelismo, de un lado, e historicismo marxista e imperativo categórico kantiano, de otro.
Gramsci ha defendido firmemente la principal lección de Maquiavelo: la distinción de planos, de carácter analítico, entre ética y política, con la consiguiente afirmación de la autonomía del ámbito de lo político. Esta distinción implica que la actividad del hombre político ha de ser juzgada por la aptitud o inaptitud de sus propuestas y proyectos en la vida pública, esto es, con relativa independencia del juicio acerca de la buena o mala fe del individuo, de la persona, que es un juicio moral.
La afirmación de la autonomía del plano político implica que el hombre político no puede ser juzgado por lo que éste haga o deje de hacer en su vida privada, sino teniendo en cuenta si mantiene o no, y hasta qué punto, sus compromisos públicos. El juicio es político y, por tanto, lo que hay que juzgar es la coherencia en ese plano, la conformidad de los medios a determinados fines. La coherencia política no se opone por principio al ser honesto, como pretenden los pseudomaquiavelianos; al contrario: la honestidad de la persona es un factor necesario en la coherencia política, pero hay que saber distinguir: el juicio, en este plano, es político.
En la vida moderna esta confusión de los planos ético y político tiene dos aspectos. El primero, y más fundamental, es la permanencia de una concepción muy extendida (lo que Maquiavelo llamaba la hipocresía cristiana) tendente a desvalorizar la política en nombre de una moral universalista y absolutizadora (que no se practica). La permanencia de esta tendencia se encuentra reforzada en el mundo contemporáneo por el hecho de que, efectivamente, existe en la sociedad una amplia capa de políticos profesionales (lo que hoy se llama "la clase política") que vive en y de la política con mala fe, sin convicciones éticas, haciendo de las actuaciones y decisiones públicas un asunto de interés privado.
Pero hay otro aspecto importante a tener en cuenta en la reflexión de Gramsci: es precisamente la confusión de planos por abajo lo que permite la generalización y manipulación del sentimiento que provoca ese hecho repetido en la opinión pública e impulsa hacia la negación y liquidación de la política. La oscilación entre política sin convicciones éticas y manipulación moralista de la opinión pública contra toda política es, para Gramsci, la consecuencia última del primitivismo o carácter elemental de una cultura que aún no distingue entre los planos ético y político: es, precisamente, falta de cultura política.
Tampoco la tradición social-comunista, la filosofía de la praxis o el materialismo histórico, se ha librado del todo de la confusión de planos entre ética y política. Gramsci ha denunciado la existencia de una mala tendencia en el materialismo histórico que enlaza con "las peores tradiciones de la cultura media italiana: la improvisación, el talentismo, la pereza fatalista, el dilentantismo fantasioso, la falta de disciplina intelectual". La mención de estas palabras trae a la memoria los mismos rasgos psicosociológicos que había denunciado unos años antes en su análisis sobre los origenes del fascismo en Italia. En aquella circunstancia, Gramsci había escrito que el desorden intelectual conduce al desorden moral y que éste ha sido uno de los componentes del ascenso del fascismo. Por eso luego, en los Cuadernos de la cárcel, afirma la necesidad de una crítica interna, severa y rigurosa, sin convencionalismos ni diplomacias, de una crítica doble: crítica de los prejuicios y convenciones, de los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas, pero también crítica del escepticismo de pose, del relativismo absoluto y del cinismo snob.
La búsqueda de un equilibrio entre ética privada y ética pública (o sea, entre ética y política como ética de lo colectivo) se lleva a cabo en Gramsci a través de una crítica paralela del maquiavelismo corriente y del marxismo vulgar. En ambos casos la degradación del punto de vista original, de Maquiavelo y de Marx, consiste, por así decirlo, en la confusión de la moral política con la moral privada, de la política con la ética.
La gran contribución de Maquiavelo consiste, para Gramsci, en haber distinguido analíticamente la política de la ética. Y en haberlo hecho no sólo, o no principalmente, en beneficio del Príncipe, sino en favor de los de abajo. De ahí su republicanismo. Pero ¿supone esta distinción un desprecio de la ética? En absoluto. Esa derivación es consecuencia de una mala lectura de Maquiavelo favorecida precisamente por los competidores del históricos del maquiavelismo, empezando por los jesuitas. El uso peyorativo, vulgar, pero interesado, de la palabra "maquiavelismo" reduce la política a la imposición de la razón de estado con desprecio de todo principio ético. Pero Maquiavelo no es el "maquiavelismo" vulgar o inventado. En Maquiavelo no hay una aniquilación de la moral por la política, sino una distinción analítica, metodológica, entre moral y política que no niega toda moral. En él se afirma la necesidad de otra moral, de una moral distinta de la dominante, cristiano-confesional, que hace imposible la política laica.
Lo que Maquiavelo establece es una relación entre ética y política más próxima a la concepción de los antiguos, para los cuales la política era también, como conocimiento y como práctica, más fundamental que la ética. Esto, que es obvio, para todo lector culto de las obras de Aristóteles queda olvidado o disfrazado en la versión vulgar, corriente, del maquiavelismo.
De la misma manera que la distinción analítica, maquiaveliana, entre ética y política (con la consiguiente denuncia de una ética, concreta, históricamente determinada, que no permite desarrollarse a la política como "ética pública") acabó dando lugar a la versión vulgar del maquiavelismo, así también la denuncia marxiana de la doble moral burguesa, de los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas (con la consiguiente propuesta de una política revolucionaria, de una ética pública laica) ha acabado en una confusión: de un lado el politicismo (que se desliza desde la negación de la universalidad de los valores hacia el escepticismo ético absoluto), y ,de otro, la politización de los viejos valores tradicionales, en el marco del propio partido político, con lo que se tiende a situar a los amigos políticos más allá de la justicia. Pero esto último es precisamente propio de las sectas o de las mafias en las que lo particular (la amistad y la fraternidad propia del ámbito privado) se eleva a universal y no se distingue entre el plano de la moral individual y el plano del quehacer político, entre ética y política.
Esta parte de la reflexión de Gramsci me parece interesantísima y de mucha actualidad. Por varias razones. Desde el punto de vista historiográfico, por lo que tiene de recuperación de Maquiavelo, de afirmación del caracter "revolucionario" del "maquiavelismo" auténtico, frente a sus críticos interesados. Desde el punto de vista de la teoría política, porque contribuye a elevar el principal descubrimiento de Maquiavelo a sentido común ilustrado: esto es lo que permite hablar con propiedad de una cultura política nacional-popular a la altura de los tiempos. Desde el punto de vista de la evolución histórica del marxismo, porque conduce a una ampliación del concepto maquiaveliano de la relación entre ética y política, a la idea del "príncipe moderno" como intelectual colectivo, que tiene que distinguir también, analíticamente, entre ética y política en su seno.
Pero hay más. Esta parte de la reflexión gramsciana, basada en la comparación entre maquiavelismo y marxismo, permite pensar con provecho en uno de los grandes asuntos de la vida pública contemporánea, el de la relación entre política y delito. Es conocida la atracción que se siente, particularmente en momentos malos, en momentos de crisis de la política, por el "comunitarismo" tradicional de las mafias, así como la tendencia, en los casos de corrupción política, a poner a los propios (a los amigos políticos del propio partido) más allá de la justicia, exigiendo reiteradamente que se trate a éstos en la arena política como los trataríamos en familia. Aquella atracción y esta tendencia juntan el atávico moralismo que niega jurisdicción a la justicia de los hombres cuando se trata de "los nuestros" y el moderno moralismo sectario que retrotrae el juicio sobre los delitos públicos de los políticos a la comparación interesada sobre la moralidad privada de los individuos ("la moralidad de los nuestros está fuera de toda duda y por encima de lo que decidan los tribunales", se suele decir en tales casos).

VI

Me parece interesante subrayar que tanto en su diálogo con Maquiavelo como en su diálogo con Kant sobre la relación entre ética y política Gramsci vuelve a encontrar en el materialismo histórico de Marx (una vez liberado de su vulgarización) el hilo que conduce a la afirmación de la superioridad del punto de vista de los antiguos en este punto: la prioridad de las virtudes en el ámbito de la polis, la prioridad de las virtudes políticas, justamente porque el hombre es un zoon politikon, un animal político. El fundamento de la moral superior, de la moral sin más, es para él la socrática búsqueda del conocimiento crítico, la superación de la ignorancia que nos lleva a obrar mal.
Pero no cabe, en cambio, una fundamentación única, absoluta, uniformizadora y universal del principio ético. Gramsci se ha ocupado por los menos dos veces del imperativo categórico kantiano.
En 1932-1933 rechazaba el imperativo categórico kantiano con un argumento fuerte frente al cosmopolitismo universalista ilustrado: la máxima de Kant, según la cual hay que obrar de forma tal que la propia conducta pueda convertirse en norma para todos los hombres en condiciones semejantes, presupone una sola cultura, una sola religión, un conformismo mundial, cuando en la realidad no hay condiciones semejantes para todos ni puede haberlas en un mundo dividido. Esta objeción va más allá de la expresada por el gran poeta Schiller, ya en tiempos de Kant, en su poema satírico titulado El escrúpulo. Allí decía Schiller irónicamente:

Sin vacilar
me pongo al servicio de los amigos
pero como lo hago por gusto
el gusano de la conciencia
me dice que no soy virtuoso.
De acuerdo con esta crítica gramsciana, el principio kantiano del imperativo categórico conduce a una absolutización o generalización de las creencias históricamente dadas. Pero no se puede aceptar el intento de una fundamentación absoluta de la moral; para fundamentar una ética de la libertad hay que partir del análisis histórico, Marx proporciona un criterio: la sociedad no se plantea tareas para cuya solución no existan ya las condiciones. El historicismo implica, por tanto, la admisión de cierto relativismo cultural y éste, a su vez, implica reconocimiento crítico de la existencia de principios morales distintos en contextos culturales diferentes. Se podría decir a partir de ahí, que no hay una ética universal: hay éticas vinculadas a historias, tradiciones y culturas diferentes.
A partir de ahí se abren dos posibilidades: o prospectar una ética de mínimos, una filosofía moral mínima, basada en el diálogo, la comunicación, el consenso y la reducción de los principios morales diferentes a un mínimo común denominador liberal, o reproponer la "herejía del liberalismo" que es el marxismo contemplando el ideal moral kantiano como una idea-límite, como una idea reguladora que sólo dejaría de ser utópica en otra sociedad, en la sociedad regulada. Gramsci sigue el segundo camino.
Cuando, unos meses después, Gramsci se ocupa de nuevo del imperativo categórico kantiano concluye el paso preguntándose explícitamente por la duración temporal de las éticas y por los criterios para saber si una determinada conducta moral es la más conforme a un determinado estadio de desarrollo de las fuerzas productivas. El contexto en que se hace la pregunta indica que la preocupación principal de Gramsci era precisamente el criterio de validez temporal del materialismo histórico en el plano de la ética. ¿Quién decide acerca de la validez de los comportamientos morales históricamente condicionados? Gramsci rechaza sucesivamente que esto pueda decidirse aduciendo la moral natural, el artificio o convencionalmente. Para él no hay papa laico ni oficina competente ad hoc. Lo único que cabe a este respecto es el choque mismo de pareceres discordantes. Eso forma parte de la lucha por la hegemonía cultural.
Ahora bien, ni la afirmación de la distinción maquiaveliana, analítica, entre ética y política, ni la negación de la existencia de un principio ético universal en el sentido kantiano, ni la crítica de la doble moral característica de la cultura burguesa realizada por Marx tienen como implicación para Gramsci la defensa de una política ajena a la ética o la postulación de un relativismo ético absoluto, del tipo "todo vale según las circunstancias". Gramsci afirma que no puede haber actividad polìtica permanente que no se sostenga en determinados principios éticos compartidos por los miembros individuales de la asociación correspondiente. Son estos principios éticos los que dan compacidad interna y homogeneidad para alcanzar el fin. Y ahí vuelte la distinción entre mafia (o secta) y partido.
Lo que diferencia una mafia o una secta del "intelectual colectivo", del "príncipe moderno" o del partido de nuevo tipo, es precisamente su diferente concepción de los principios y fines universales. Mientras que en la mafia la asociación es un fin en sí mismo y la ética y la política se confunden( porque el interés particular es elevado a universal), el partido, como príncipe moderno, como vanguardia o intelectual colectivo, no se pone a sí como algo definitivo, sino como algo que tiende a ampliarse a toda la agrupación social: su universalismo es tendencial. En él "la política es concebida como un proceso que desembocará en la moral, es decir, como un proceso tendente a desembocar en una forma de convivencia en la cual política y, por tanto, moral serán superadas ambas". La política misma se concibe como un proceso que, una vez superada la demediación humana, desembocará en la moral. Mientras tanto, es la crítica y la batalla de ideas lo que decide acerca de la mejor forma del comportamiento moral de las personas implicadas. No hay comunión laica de los santos.
¿Qué concluir del análisis de estos fragmentos de Gramsci sobre la relación entre ética y política?
Si se pone el acento en la comparación con el imperativo moral kantiano habría que decir que el historicismo de Gramsci corrige de manera realista el idealismo moral para acabar proponiendo una nueva formulación sociohistórica que da la primacía a la política sobre la ética. El nuevo imperativo ético-político suena así: "La ética del intelectual colectivo debe ser concebida como capaz de convertise en norma de conducta de toda la humanidad por el caracter tendencialmente universal que le confieren las relaciones históricamente determinadas". No se trata, pues, de la negación de la universalidad, sino de la reafirmación de la universalidad tendencialmente posible en un marco histórico dado, concreto. Esto indica que el acento, respecto del imperativo categórico de Kant, ha sido de nuevo desplazado del individuo a la colectividad, a la asociación.
En el fondo esta idea de Gramsci es una concepción antigua, clásica, de la relación entre ética y política: es la concepción griega, aristotélica. Pero es también el concepto de la relación entre ética y política de los orígenes de la modernidad crítica, republicana: la extensión del concepto maquiaveliano en el sentido más auténtico; un concepto que tiene como punto de partida la crítica radical de la doble moral característica de la culutra burguesa pensando explícitamente en los de abajo; un concepto de la relación entre ética y política que da la primacía a lo político porque considera necesario e inevitable la participación del individuo ético en los asuntos colectivos, en los asuntos de la ciudad, de la polis. Admitida la separación de hecho entre ética y política, el individuo aspira a la coherencia, a la integración de la virtud privada y de la virtud pública con la consideración de que aquélla sólo puede lograrse en sociedad y, por tanto, políticamente.

VII

Gramsci intuyó, sin embargo, en más de una ocasión el desierto en el que acaba resolviéndose una cultura politicista, la aridez de la actividad sólo política, la insatisfacción de una vida de revolucionario profesional que entrega todas las horas de su existencia a la (justa) causa del comunismo, sin tiempo restante para el cultivo de otras dimensiones de la personalidad, para mejorar moderamente en las relaciones íntimas, cotidianas. Nadie como él vivió la tragedia del revolucionario saltafronteras que mira con impaciencia la naturaleza y que no puede ser amable, amistoso, en la agudización de la lucha entre las clases, aludida por Brecht en su poema A los por nacer.Tal vez como ningún otro de los revolucionarios de su época sintió Gramsci el salto sin transición desde una concepción voluntarista de la negación del tiempo a la consideración trágica del tiempo como mero pseudónimo de la vida misma.
Para hacerse una idea de lo que pudo llegar a representar en la cultura comunista de entonces este brechtiano contemplar la naturaleza con impaciencia, quizás lo más indicado sea comparar dos pasos de la correspondencia de Gramsci separados por poco más de un año. El l5 de agosto de l925 nuestro hombre escribe a Julia Schucht:
Durante los últimos tiempos he danzado mucho, he visto parajes que, según dicen, son bellísimos, paisajes que, al parecer, son admirables, tan admirables que los extranjeros vienen de lejos para contemplarlos. Por ejemplo, he estado en Miramare, pero me ha parecido una errada fantasía de Carducci: las blancas torres se me presentaban como chimeneas acabadas de blanquear con argamasa; el mar tenía un color amarillo sucio, porque los peones que construían un camino habían echado en él toneladas de basuras; el sol me dio la impresión de un calorífero fuera de estación.
Gramsci escribía sobre la "errada fantasía de Carducci" todavía en libertad, consciente, sin embargo, de "haber perdido el gusto por la naturaleza" y de estar convirtiéndose en un ser "apático" debido a la existencia sólo política que llevaba entonces y a la melancolía producida por la ausencia de la mujer a la que amaba. En cambio, unos meses más tarde, el l5 de enero de l927, confinado en Ustica después de la detención, a pesar del evidente empeoramiento de la situación personal, a pesar de que Yulca Schucht aún sigue lejos y de los malos augurios inevitables en un preso político de un régimen autoritario, la mirada de nuestro hombre sobre la naturaleza es otra, muy otra:
Tenemos a nuestra disposición una hermosísima terraza desde la que admiramos el mar sin fín durante el día y un magnífico cielo por la noche. Como el cielo está limpio, sin los humos de la ciudad, podemos gozar estas maravillas con la máxima intensidad. Los colores del agua del mar y del firmamento son realmente extraordinarios por su variedad y por su profundidad: he visto aquí arco iris únicos en su género.
El contraste entre los dos pasos citados es llamativo. La paciencia, la serenidad, para la contemplación de la naturaleza llega, paradójicamente, cuando Gramsci ha perdido una libertad de movimientos que, por otra parte, no le permitía pararse en observaciones ni en descripciones de este tipo. Se ve ahí con toda claridad en qué estaba pensando Gramsci al hablar del desierto de lo sólo político. No es ninguna casualidad, dicho sea de paso, que las cartas redactadas por Gramsci en Ustica sean tal vez las más distendidas de las que escribió desde que dejara a Julia Schucht en Moscú. Quien haya conocido la dureza de la lucha política clandestina unida al sentimiento de tristeza que produce el alejamiento de la persona amada sabe, puede saber, que hasta el destierro y la cárcel resultan, en los primeros momentos, relajantes, un lenitivo contra el desdoblamiento del hombre entre el deber y el querer.

VIII

En sus relaciones con Yulca ya antes del encarcelamiento, en Moscú, o desde Viena y Roma, Antonio Gramsci había atribuído a veces sus dificultades de comunicación, la incomunicación parcial, o la dificultad para establecer un vínculo interpersonal estable con la mujer amada, a su propia contención sentimental, aludiendo incluso, humorísticamente, al viejo tópico regionalista del sardo que es como una isla en la isla. Pero también sabía que esas complicaciones sentimentales iban de la mano con el empobrecimiento que representa la dedicación exclusiva a la actividad política, incluso cuando ésta intenta ser, como era el caso, ética de lo colectivo, y no mera parodia de la participación ciudadana en los asuntos de la polis.
Del conjunto de la correspondencia ahora conocida, ya considerable, sale un Gramsci siempre en polémica con el tipo de separación entre lo público y lo privado que es típico de la cultura moderna, burguesa. El Gramsci de los últimos años de cárcel, tal como se nos muestra en las cartas a Julia y Tatiana Schucht, parece un hombre cuyo estado de ánimo oscila continuamente entre "el lobo sentimental" y el "oso de las cavernas", para decirlo con dos expresiones que él mismo empleó mucho. Es un Gramsci sugestivo y conmovedor en sus contradicciones y ambigüedades: volitivo, polémico, puntilloso, con una punta de pedantería autoconsciente, con gran capacidad para el autoanálisis, desconfiado hasta la neurosis, sentimentalmente contenido, pero que intenta al mismo tiempo rehacer el mundo primitivo de los sentimientos propios para adaptar este mundo al de una violinista rusa a la que ama y al de una profesora de ciencias naturales, hermana de la anterior, que fue casi su único contacto con el mundo exterior durante diez años largos.
El análisis psicológico permite particularizar el carácter de la tragedia. Ya no se trata de la anécdota que se convierte en categoría. Se trata de la tragedia personal del hombre político comunista llamado Antonio Gramsci. A través de la correspondencia, en páginas a veces bellísimas, que conmueven hasta la formación del nudo en la garganta, nos encontramos con la siempre vieja y nueva dignidad del hombre que acepta peligros y persecución, hasta la muerte, por un ideal (éste fue el principal aspecto de las Lettere subrayado por Croce, con razón). Descubrimos ahí la veracidad del intelectual que sigue pensando con la propia cabeza en las condiciones más adversas, aislado en la cárcel y orientándose parcialmente contra los propios amigos naturales, cuya línea política, por lo que sabemos, ya no aceptó nunca desde l929. Nos impresionamos con la dignidad del varón que, en l932, convencido de que aún habrá de estar muchos años más en la cárcel y consciente del deterioro que ésta, la cárcel, le está produciendo, comunica a la cuñada su decisión de dejar a Julia, su compañera (con dos hijos suyos, tan sola como él y enferma en Moscú) en libertad, sugiriéndole inopinadamente que rompa los lazos afectivos con aquel "lobo sentimental" condenado a veinte años de cárcel que es él mismo. Una decisión, ésta, por otra parte, indicadora de la complicación de los sentimientos afectivos del individuo, que, con el triste bagaje de la educación sentimental de los varones de entonces (¿y de siempre?), no encuentra las palabras adecuadas para expresar lo que siente sin herir (y él no querría herir), por lo que, así, se va ovillando en un mar de sospechas y de confusiones que tornó su humor, antaño alegre, en sarcasmo irascible, o en irritabilidad multiplicada, además, por el dolor y por el sufrimiento que le producen la enfermedad.
En esta correspondencia de Gramsci hallamos también el desesperado intento del padre que apenas conoce a sus dos hijos por influir en la educación de los mismos, desde lejos, tratando de salvar la censura carcelaria, buscando desesperadamente las palabras para anudar lazos con dos niños que se están formando, en la URSS de los inicios del estalinismo, en una cultura muy distinta de la que él mismo había aprendido en la isla de Cerdeña a principios de siglo.
En las Cartas de la carcel encontramos, por último, luminosas indicaciones para entender pasos polémicos de las notas teóricas contenidas en los Cuadernos y para explicar la evolución del programa intelectual de Gramsci en aquel tremendo laboratorio de las ideas que trató de construir en la cárcel de Turi de Bari y en la clínica de Formia. Por ellas conocemos, por ejemplo, la dificultad que Gramsci tenía para trabajar "desinteresadamente", en la acepción que el término suele adoptar en la vida académico-científica.
Es cierto que en una célebre carta a la cuñada Tatiana, en la que comunica su plan de estudios en la cárcel, Gramsci manifestó precisamente la intención de aprovechar la circunstancia desfavorable para hacer algo intelectualmente für ewig. Pero sería demasiado ingenuo tomarse esta declaración al pie de la letra. En la alusión a Pascoli (y a Goethe) que acompaña tal declaración hay, sin duda, una nota de humor negro, de autoironía sobre el propio destino, a la que nuestro hombre fue haciéndose cada vez más aficionado.
Por lo demás, el estilo de Gramsci, el talante de Gramsci, no era el del estudioso desinteresado que se pone a escribir "para siempre", para la eternidad, sino que era más bien el propio de un hombre polémico, que ama y practica el discurso dialógico. En una carta menos citada que la anterior, pero, en mi opinión, más representativa de ese carácter discutidor hasta lo puntilloso ya observado por Gobetti, y que se acentuaría en la cárcel, el propio Gramsci lo ha escrito redondo:
Toda mi formación intelectual ha sido de tipo polémico. El pensar desinteresadamente me es difícil, quiero decir el estudio por el estudio. Sólo a veces, pero muy raramente, me ha ocurrido meterme en un determinado tipo de reflexiones y encontrar, por así decirlo, en las cosas en sí el interés para dedicarme a su análisis. Ordinariamente me es necesario ponerme en un punto de vista dialógico o dialéctico, pues en otro caso no siento ningún estímulo intelectual. No me gusta tirar piedras al vacío, quiero sentir un interlocutor o un adversario concreto. Incluso en la relación familiar quiero dialogar.
Es la suma de este talante dialógico, polémico, y de un estilo tan veraz como directo lo que, si hay suerte, puede hacer de Gramsci una de las lecturas de interés por los jóvenes de los próximos años. Se ha dicho a veces en estos últimos tiempos que el gramscismo lleva camino de convertirse en el marxismo del final del siglo XX. Y es posible que así sea. Uno compartiría sin más tal afirmación si no fuera por las reticencias que obligatoriamente producen hoy en día frases que recuerdan otras que dieron lugar a dogmatismos. Lo seguro, en cualquier caso, es que los Cuadernos y las Cartas de la cárcel quedarán en la historia del pensamiento como un documento, veraz en el concepto, auténtico en la forma, de la ética de la resistencia. Gramsci selló este documento con palabras escritas a la madre:
Nunca hablo del aspecto negativo de mi vida, ante todo porque no quiero ser objeto de compasión. He sido un combatiente que no ha tenido suerte en la lucha inmediata. Y los combatientes no pueden ni deben ser compadecidos cuando han luchado, no empujados por la obligación, sino por haberlo querido ellos mismos así, con plena conciencia.
Cuando Gramsci escribió estas palabras a la madre eran tiempos difíciles para los partidarios de la igualdad social y de la libertad política que, además, luchaban por ambas cosas; tiempos de los que el poeta Bertolt Brecht dejó dicho a los por nacer que, en ellos, "no pudimos ser amables". Sin duda, se refería Brecht a los espíritus moralmente fuertes que animaron la ética de la resistencia frente a la barbarie en los años treinta. Y en este sentido la reflexión de Brecht vale también, y sobre todo, para Gramsci.
Fue Togliatti, quien al forjar la imagen del mártir antifascista, recordó esta negativa de Gramsci a ser objeto de la compasión de otros, y quien, en algún momento, opuso esta imagen del héroe (que no quiere ser compadecido y que se resiste a solicitar cualquier medida de gracia del Dictador) a la del otro fundador del partido comunista de Italia, Amadeo Bordiga, el cual, por aquellas fechas en las que Gramsci agonizaba, ejercía de ingeniero después de haber abandonado momentáneamente toda actividad política.
Es comprensible que Gramsci no quisiera ser objeto de compasión. Los hombres que se consideran fuertes (y hay numerosas cartas de él que hablan en tal sentido) no suelen hacer mucho aprecio de la piedad cuando el objeto de consideración son ellos mismos. Y menos cuando escriben a la madre desde la cárcel. Pero el hombre Gramsci, minado por la enfermedad, y confuso a veces por los efectos de lo que llamó la "carcelitis", no siempre pudo componer la figura como lo hace en esta carta a la madre. En otras cartas dirigidas a Tatiana Schucht, la persona que tenía más cerca, fuera de la cárcel, y la que, por tanto, más podía hacer por él en aquellas circunstancias, no sólo se quejó amargamente de su suerte, de aquel destino trágico suyo, sino que a veces llegó a acusar a su corresponsal, injustamente, de no entender lo que él estaba sufriendo por la enfermedad y por la soledad sentimental y política.
Por suerte para quienes le conocieron y le trataron, el Gramsci íntimo no era sólo rigor moral y sarcasmo apasionado; fue también una persona a veces tierna y desvalida, aunque, eso sí, seguía parapetándose cas siempre, como durante su infancia en la isla, "tras una máscara de dureza o una sonrisa irónica". Tal vez por ello, a pesar de ser, como somos, gentes de otra época, gentes para las que la noche oscura del fascismo es sólo recuerdo del pasado o temor de futuro, las Cartas de la cárcel siguen haciendo en nosotros el efecto de la catarsis. Pero no querría terminar sin hacerme, sin haceros, otra pregunta: ¿tampoco ahora, en la nueva fase de la historia de Europa que nos ha tocado vivir, hay que compadecerse del hombre Gramsci? ¿Acaso hay que seguir oponiendo sin matices, como lo hizo Palmiro Togliatti, sus palabras a la madre, su gesto heroico en la cárcel, a la contrafigura de Amadeo Bordiga?
Creo que, desde la perspectiva actual, desde lo que hoy sabemos de la historia del comunismo, la respuesta a esta pregunta tiene que ser negativa. Y no sólo porque ahora conocemos mejor la ambivalencia o contradictoriedad del carácter de aquel Antonio Gramsci que escribe a la madre que no quiere compasión. Ni tampoco porque ahora sabemos más acerca de los razonables motivos por los que Amadeo Bordiga (injustamente expulsado del partido comunista en l930) quedó fuera de la política en los "años de hierro". Hay un motivo aún más fuerte que el mejor conocimiento que hoy podamos tener de los protagonistas de aquella historia a la vez tremenda y moralmente sugestiva: la necesidad de reconsiderar a fondo lo que ha sido la educación sentimental, la relación entre sentimientos privados y razón política, en el movimiento comunista y, más en general, en la ya la larga lucha de los humanos en favor de la emancipación.

Francisco Fernández Buey

31 de diciembre del 2000

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