Los medios de prensa al servicio del capital y los políticos de la clase dominante, que se ocupan ahora del juicio a Fujimori y de los temas de la violencia, suelen hablar acerca de la “Guerra Interna” cuando aluden a fenómenos que ocurren en el interior de un país, o a hechos a los que buscan atribuirles una connotación especial, como el ascenso de la protesta social o el incremento de la resistencia de los trabajadores y el pueblo a la política oficial.
Se refieren en el fondo a la lucha por preservar un determinado “orden social”, o enfrentar asuntos que algunas veces escapan a su control, o van más allá de sus reales posibilidades operativas, como “el terrorismo”, o el narcotráfico.
Pero hablar de este modo es desvirtuar la definición misma de la Guerra Interna, considerada por el Derecho Internacional como un acontecimiento excepcional en el que surgen dos frentes regulares, a veces -incluso- dos gobiernos contrapuestos que luchan entre sí en el territorio de un mismo país. Formalmente, entonces, la Guerra Interna admite la existencia de frentes formales y hasta de ejércitos -o facciones de los mismos- que se disputan un control territorial en el marco de una contienda por la conducción del Estado.
Ocurre en algunos casos que asoman en el escenario político dos caudillos, que se proclaman mandatarios de un país, y que libran entre ellos una confrontación incluso armada por ejercer su dominio sobre el territorio.
En estos casos, estamos ante el sentido verdadero de la expresión “Guerra Interna”.
En algunas etapas casi remotas de nuestra historia, tuvimos en el Perú esa experiencia, cuando los años del Primer Militarismo después de la Independencia, o en los años de la Confederación Perú-Boliviana, o cuando Ramón Castilla y el General José Ignacio de Vivanco se disputaban el Poder central. Incluso en los años posteriores a la Guerra del Pacífico, cuando los enfrentamientos entre Cáceres y Piérola. Pero fue ésa, una etapa superada en nuestra historia.
Sin embargo, en los últimos años en el escenario latinoamericano han existido en determinados países acontecimientos que podrían ser clásicamente considerados como expresiones de “guerra interna”. Sucedió, por ejemplo, en El Salvador, cuando diversos grupos armados crearon un movimiento de alcance nacional –El Farabundo Martí para la Liberación Nacional- y enfrentaron con las arnas al gobierno nacional. También puede hablarse de “guerra interna” aludiendo a un fenómeno anterior -el colombiano- donde un ejército regular -que responde al poder del Estado- se enfrenta a un ejército popular organizado, que son las FARC, y al que no puede vencer no obstante una guerra que lleva más de cinco décadas.
Pero ocurre de una manera muy frecuente que, desvirtuando el sentido del fenómeno, se atribuye este concepto a la agudización de las contradicciones de clase que se presentan en la sociedad de nuestro tiempo. En esa circunstancia, para aplastar la resistencia obrera y popular, el Poder del Estado suele levantar la monserga aquella de “la guerra interna”. Con tal propósito, atribuye al pueblo comportamientos que no tiene, y eleva sus luchas a nivel de una contradicción armada, solamente con la idea de aplastarla con mayor prontitud y violencia. Recurre, entonces a teorizar en torno a esta majadera versión, dándole el carácter de una lucha “anti subversiva”.
Gracias a tal procedimiento, la “guerra interna” queda convertida en el método de la clase dominante orientado a perpetuar su dominio y favorecer, por esa vía, los designios del Gran Capital.
En otras palabras, la “guerra interna” asoma como el procedimiento del que se valen los poderosos para evitar el hundimiento del sistema de dominación vigente, como ocurre en diversos países en el mundo contemporáneo.
Es gracias a este mecanismo que la mal llamada “guerra interna” se libra en el interior de cada país no entre dos fuerzas equivalentes que disputan el Poder, sino entre el capital financiero, que pugna por perpetuar su dominio, y los pueblos que luchan por liberarse, o incluso sólo por mejorar sus condiciones de vida y de trabajo aún dentro del sistema de dominación capitalista. Parte de esa “guerra” vienen a ser así las huelgas obreras, las protestas regionales y las movilizaciones sociales a las que se reprime brutalmente con una dolorosa secuela de destrucción y muerte.
Los gobierno que asi proceden, se justifican aludiendo que “luchan contra la subversión”, es decir, que hacen una “guerra interna” contra los que quieren cambiar las cosas en provecho de las grandes mayorías.
Si damos una mirada a la historia, recordamos que la distorsión a la que aludimos, no es nueva. El búlgaro Stambolov que gobernara su país en la última década del siglo XIX fue el precursor de los diversos métodos de exterminio, típico de la así llamada guerra interna. Continuadores en esa política fueron Alexander Tzhankov, Primer Ministro de Bulgaria en los años del fascismo y luego del golpe de estado que derrocara al gobierno de la Unión Agraria Búlgara, y su ministro de Guerra, el siniestro general Valkov, gestor de las “operaciones secretas”, que hoy los peruanos conocemos “en vivo y en directo” trasmitidas por la televisión en el marco del juicio a Fujimori y su escuadrón de muerte.
Fueron ellos los impulsores de una idea que luego se extendió por diversos países. En el país balcánico se decía: “no es posible matar a la mitad de Bulgaria. No se podría hacerlo sin dejar huella. Hay que acabar con los que piensan, con los inteligentes, con los audaces, con los que se atreven…”. Y así fueron 30 mil búlgaros asesinados estableciéndose por primera vez en el mundo el concepto de “detenido-desaparecido” que se hizo tan común en nuestro continente en los años de la Operación Cóndor, y que conoció la variante peruana en el periodo de la violencia, que dejara una secuela de 70,000 personas, entre muertas y desaparecidas.
Si se tratara de ubicar antecedentes de este proceso de violencia que remece las bases mismas de la sociedad peruana, podríamos encontrarlos fácilmente en el escenario internacional: el asesinato de Matteotti, por parte de los grupos fascistas italianos en 1924; pero también en el caso de Antonio Gramsci, encarcelado y condenado según los requerimientos del régimen italiano de Mussolini que, con absoluto descaro, sostuvo: “hay que impedir que este cerebro piense, por lo menos veinte años”.
¿Cuáles son los rasgos de esta “guerra interna” en nuestro tiempo? Básicamente cinco: se trata de una guerra no oficial, no declarada; de una guerra no convencional; de una guerra en la que nos se pueden dejar ni huellas, ni rastros; de una guerra contra el pueblo; y de una guerra que no conoce fronteras.
Realmente la organiza el Estado, porque no puede librarse a sus espaldas, o sin su participación. Pero lo hace de manera de no dejar huellas visibles de su accionar. Sólo la investigación minuciosa de los hechos podría, después, hacer luz acerca de la autoría de determinados crímenes y dejar pistas que conducirán a los responsables verdaderos de la acción.
Es sabido que para llevar a la práctica una “guerra” de esta naturaleza, se requieren diversos elementos: presupuestos especiales, información, vitualla, armamento, vehículos, centros clandestinos de reclusión e incluso aparatos especiales de tortura. Pero, sobre todo, Impunidad.
En su libro “Muerte en el Pentagonito”, el periodista Rcardo Uceda describe de manera detallada los mecanismos de impunidad que puso en marcha el estado Terrorista en los años de Fujimori para aseg8rar la impunidad de los integrantes del Grupo Colina y otros destacamentos operativos entonces vigentes: Doble documentación personal, presupuestos especiales, falsas identidades, nombramientos en el exterior, procesos amañados y hasta una ley de “amnistía” o “indultos” fueron manejados en la coyuntura por los artífices de la violencia en el periodo.
Y es que, en efecto, los Estados deben asegurarles absoluta discreción y protección a los actores de una guerra de este tipo, para que sus crímenes no se conozcan. Y, si ello ocurriera, garantizarles que no caerá sobre ellos sanción ni responsabilidad alguna. Y que, en el extremo, ellos serán beneficiados por procedimientos formales porque el Estado “no puede castigar a los suyos”
Para que la población no haga finalmente resistencia a esos procedimientos, los medios de prensa se encargarán, en su momento, de atribuir a los grupos operativos que cumplen tales funciones, un fin altruista: “defendieron la democracia”, “combatieron al terrorismo”, “nos salvaron de la barbarie”, dirán como un modo de justificar acciones punibles.
Los teóricos de esta guerra ya se tomaron la libertad de fundamentarla arguyendo que su propósito era “la destrucción física de las organizaciones mediante la eliminación individual de sus miembros”, tal como lo disponía la “orden de batalla” dictada por la Junta Militar argentina al tomar el control del país el 24 de marzo de 1976.
En esa línea el general Iberico Saint Jean buscó que despejar dudas respecto a la orientación final de la masacre: “primero mataremos a todos los subversivos; luego mataremos a todos sus colaboradores; luego a sus simpatizantes; luego a quienes permanezcan indiferentes y, por último, mataremos a los indecisos”. Pero dirán, por cierto que actuaron por “salvar el orden” y “librar a la sociedad, del caos”
Las versiones que casi cotidianamente nos brindan ahora los integrantes del Grupo Colina, que operaron aquí en la última década del siglo pasado, se inscriben en esa orientación macabra.
Fueron la expresión escrupulosa, fría y peruana de “la guerra interna”. Pero no fue “Colina”, el único Grupo Operativo encargado de aplicar esa modalidad operativa. Antes funcionó el Comando “Rodrigo Franco”, y después varios otros, como el Grupo Escorpio, o el Grupo Júpiter. Todos ellos estuvieron digitados por una misma mano y tuvieron como tarea un mismo propósito: aniquilar -es decir, destruir físicamente- todo vestigio de resistencia a sus políticas.
La expresión “Guerra Interna”, en ese marco, no resulta sino una frase que encubre una política de crimen y exterminio.
Gustavo Espinoza M. es miembro del Colectivo de Nuestra Bandera
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