Santiago de Cuba, ciudad rodeada de montañas y con calles inclinadas. Lugar donde el sol duele en la espalda y no se diferencia el verano del invierno. Es fin de año y los olores se confunden con el macho asado (cerdo) y la yuca con mojo. Ahí está la calle Zamorana, que se inicia o termina junto a la Sierra Maestra y que su color bien pudiera ser verde. Las casas, como todas las de la ciudad, tienen la arquitectura típica de los países caribeños, con una planta única o dos pisos. Quizás los techos varían porque los hay de tejas de dos aguas y de placa cementada. Y allí está la ventana. Ese marco, donde una niña, de siete años, divisa a los barbudos caminando con sus ropas raídas y sus fusiles en la espalda, protegidos con el collar de la Santa Ana, agotados por las caminatas, con el hambre escondida en sus costillas pero con la sonrisa del triunfo.
Una niña, parada hoy, 50 años después, con los recuerdos latiendo. Comprende, entonces por qué los vecinos visitaron a la familia Marañón, quienes perdieron a cuatro de sus hijos junto al Ejército Rebelde, y celebraron con júbilo aquella victoria lograda el 1ro de enero.
Su casa en la calle Zamorana no se abrió en 1959. Ella, hija de un sargento del ejército de Batista caído en combate, no pudo mezclar su deseo de saber el significado de la palabra Revolución y mucho menos mencionar el nombre Fidel Castro. Sólo escuchó el rumor de los vítores y suspiró por un futuro desconocido.
A esa ventana llegaron los jóvenes alfabetizadores con los textos y las proclamas. Luego, su madre hizo el mismo relato: cómo trabajaba en condiciones infrahumanas en el taller de costura sin derecho a vacaciones o licencia de maternidad. Allí parió a sus hijos y con la leche desbordándose de sus pechos se iba a la fábrica para no perder el trabajo y su pequeño quedaba al cuidado de la hija mayor, de sólo 13 años, que a su vez lavaba y planchaba por unos centavos a los vecinos del barrio.
Esa casa despidió a los hijos que marcharon a una beca otorgada por el gobierno y se hicieron médicos, licenciados y veterinarios, y fueron a vivir a La Habana y otros lugares. También fue la cobija para el enfermo y el sitio ideal para celebrar bodas y recibir a los recién nacidos. El lugar, fue el motivo de reunió para festejar la llegada de un año nuevo ó los sucesos acaecidos en el ámbito doméstico. Las paredes dan su testimonio de los debates políticos, esos que comparan el presente con el pasado e indican cómo asumir el futuro.
A la ventana, testigo del antes y el después, se le debe cambiar el marco porque la madera no tiene color y el comején la ha llenado de hendidura. Ya no ofrece seguridad a la casa porque puede ser derribada de sólo tocarla. Pero cambiarla significa perder la historia.
Cincuenta años han transcurrido y hoy, una mujer adulta, decidirá el cambio.
Nuria Barbosa León, periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
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