miércoles, mayo 23, 2012

La defenestración de Sartre y la exaltación del intelectual domesticado



No creo que pueda haber la menor duda de que el “estado mayor” de la mal llamada “revolución conservadora”, dedicó desde sus inicios una especial atención a tarea de denigrar y anular a Sartre y el arquetipo de “intelectual comprometido” que representaba. Esta decisión comportó básicamente dos medidas. Con la primera desplegó una campaña agobiante desde los medias achacando a Sartre los rasgos propios de un vulgar intrigante estalinista, con la otra operó desde los mismos medias una maniobra de sustitución creando la figura del “intelectual comprometido” pero con los que poderosos, haciendo que autores como Bernard Henri-Levy, Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, y una larga lista de creyentes en el Mercado movilizados como “creadores de opinión” dispuestos a afirmar bajo diversos formatos que Sartre se equivocó en todo al igual que el “Gran dinero” no se equivocaba en nada.
Una buen ejemplo de esta operación la podemos encontrar con ocasión del obituario de Claude Lefort (1924-2010), La Vanguardia de Barcelona (miércoles, 3-11-2010), le dedicaba obituario titulado “La voz antitotalitaria”, y venía firmado como “Redacción”. El breve texto comenzaba diciendo: “Cuestionar a Jean Paul-Sartre cuando ejercía de incuestionable Papa de la izquierda europea, significaba la excomununión fulminante”. Lo probaron albert Camus, y también Claude Lefort. “Si yo fuera patrón, sería lefortista” fue el anatema que lanzó Sartre, el filósofo que se atrevió a cuestionar el totalitarismo y la identificación automática del Partido Comunista con la clase obrera…”.
Las personas que lean algo así podrá pensar que Sartre no mandó fusilar a Lefort por alguna debilidad, pero que muy bien lo podría haber hecho. Sin embargo, el lector que quiera saber algo más podrá contrastar que las afirmaciones del diario barcelonés no responden para nada a la verdad, y que cosas así se escriben porque existe una consigna de colocar a Sartre donde nunca estuvo con la intención de denigrar un intelectual comprometido con causas que no son la de la corte. Sartre cierto, polemizó con Lefort, pero desde su propia revista, “Les Temps Modernes”, no le excomulgó, le rebatió con mayor acierto. No estuvo nunca en el Partido Comunista, y sí se le puede tachar de “compañero de viaje”, la verdad es que, al menos en algunos momentos claves como la fueron la crisis húngara de 1956 o la insurrección argelina, fue uno de lo más incómodo (1).
En un nuevo alarde de erudición, la nota del diario añade: “Incluso cuando fue trotskista (y lo fue hasta 1958), se atrevió a cuestionar la palabra de Trotsky y a reconocer la fiabilidad del libro Yo escogí la libertad, del ruso Victor Kravcheyenko”. Curioso desafío con el “padre” (que dicho sea de paso, se cuestionó a sí mismo en muchas ocasiones, y que debatió de tú a tú con todo el que se encartó), el libro de Kravchenko como se traduce en diversas obras, fue editado en 1946, cuando ya hacía seis años que Trotsky había muerto. Pero en realidad todos estos datos funcionan como relleno, como muestra de que sus redactores “saben” Lo que importa es el final, y el final deja lugar a dudas. Después de abandonar el marxismo, Lefort “veía la necesidad de que la democracia se reinventara constantemente, pues no garantiza espontáneamente ni la libertad ni la justicia”. De todo lo cual se desprende que esta operación –reinventarse-, es la que ha operado el neoliberalismo se respira intensamente, por más que en algunos apartados –como el del “Cultural” de los miércoles- haya harina de otro costal.
Semejante despropósitos es desde hace al menos tres décadas la pauta de “creadores de opinión”, editoriales y corresponsales como parte del ABC de la gente de orden, sobre todo entre los numerosos “arrepentidos” que pululan en los pasillos del poder, y su adopción se percibe en el último concejal de CiU o del PP, y se acepta en los medios postsocialistas, también forma parte del “libro de estilo” de la prensa, incluyendo no hay que decirlo de El País, que “representa” a la izquierda. La cuestión es que, matices aparte, se trata de proclamar el dogma de “no hay alternativas”, y que la pudieron representar en otra tiempo, están sujetos a una denigración que amalgama sin escrúpulos el estalinismo con toda la cultura socialista y antifascistas, la todos aquellos que cuando Franco nos felicitaba cada año, eran tildados de “compañeros de ruta” o de “tontos útiles”.
Quizás el teórico más autorizado (y refinado) de este nuevo paradigma sea el antiguo comunista François Furet, celebrado autor de El pasado de una ilusión subtitulado Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, y cuya premisa primordial es que existe una simetría entre los diversos totalitarismos. La historia del siglo XX se establece inicialmente a partir del “auge” de los “totalitarismos”, estableciendo un paralelismo entre los “extremos” que se distinguen por encima de cualquier otra consideración, por su oposición a la democracia liberal que se sitúa por encima de cualquier duda, una argumento que se refuerza mediante una maniobra de gran calado: ocultando el historial imperial y colonial, y el pequeño dato de que cataclismo histórico inaugural del silo XX fue la Primera Guerra Mundial, junto con el imperialismo, la madre de todos los fenómenos totalitarios ulteriores (2).
Desde esta regla de tres debidamente reforzada como normativa de obligado cumplimiento sobre el que se ha impuesto la narración “liberal superadora de los totalitarismos de un oro signo”, y sobre el que se legitiman consensos políticos que deja al margen todo lo que no sea centro derecha-centro izquierda (y de los que serían claros exponentes la Transición española y el berluconismo italiano), De ella se deduce que la intelectualidad de izquierda fue de una manera u otra cómplice del estalinismo. Con este término que puede abarcar a no importa que icono revolucionario comenzando por Lenin, se ha dicho que Trotsky hubiera sido todavía peor que Stalin (Robert Conquest, Robert Service, Stanley Payne), hasta el “Che” y Rosa Luxemburgo. La lista llega hasta también Tomas Münzer, Savonarola, todos ellos crucificados como “totalitarios”, y no descarta ni al mismísimo Akenaton (3)…De hecho toda “utopía” que tratara de ofrecer otra salida a una realidad opresiva que los intelectuales domésticos nunca abordar desde la verdad concreta, o sea desde lo que Ignacio Fernández Castro llamaba “la demagogia de los hecho”: el hambre, la miseria, el desastre climático, la opresión de cada día, etc. Desde una óptica de compromiso boca abajo –la libertad identificada con el juego político imperante en los países dominantes-, no es otra el relato de Mario Vargas Llosa en El paraíso en la otra esquina, y el nudo de su discurso en Estocolmo por un premio Nobel literario merecido que ha servido de legitimación para clamar contra el “imperio de mal”, “y calificar de “dictaduras” las demcracias que se someten al “consenso de Washington”.
Es cierto que, en su momento, todos los discrepantes mencionados fueron arrojados a las tinieblas, y que suscitaron una reacción furiosa por parte de de los intelectuales “orgánicos” y de los “compañeros de viaje”, y son conocidos los ejemplos, el rechazo de Gide durante el Congreso de Escritores Antifascistas en Valencia en 1937, con toda la oleada de fanatismo del que fueron víctimas todas las oposiciones comunistas, y singularmente el POUM, al que se le amputaba reuniones con Franco a través del hijo de León Trotsky, el “Gran Satán”. Aquel fue un contexto der “medianoche en el siglo”, y la acusación contra el “trotskismo” se extendió hasta los liberales que se negaron a prestarse al juego. Pero la regla general dentro de la izquierda tradicional fue la de aceptar la situación en la medida en que les convenía, al fin y al cabo, Stalin disparaba contra lo que más tarde será llamados “gauchistes”. Así, León Blum se negó a condenar los “procesos de Moscú”, Negrín y Prieto argumentaron que la URSS les daba armas y el que el POUM solamente les daba problemas con la revolución, Rooselvelt patrocinó la película “Mission to Moscow” (USA, 1943), que explicó los “procesos” como una acto de limpieza de la “quinta columna” compuesta por la mayor parte de la vieja guardia bolchevique (y de una lista interminable de comunistas extranjeros exiliados en la URSS, entre ellos, casi la totalidad del Partido Comunista polaco) y por lo menos hasta Potsdam, incluso los “tories” fueron “prosoviéticos” (4)
Pero la escuela neoliberal aplica a la historia la misma lógica que con los negocios: todo tiene un precio, y todos estos detalles pueden ser dejado de lado. El precio era la necesidad de acabar de una vez por todas con la “amenaza comunista”, pero también con la “idea negativa” del antifascismo. Esta idea será ahora juzgada desde un nuevo rasero según el cual el totalitarismo comunista habría extendido su influencia vistiéndose con los ropajes del defensor de la democracia, supone darle la vuelta a los hechos, por dos razones, primera, porque el antifascismo fue una convicción generalizada en diversas tendencias socialistas y democráticas, especialmente, las que habían sido testigo “privilegiados” del ascenso fascista.
Furet y cia escamotean deliberadamente el dato de que, al menos en Europa Occidental, no había manera de combatir al fascismo rechazando la aportación de la creciente militancia comunistas y de la propia Unión Soviética que era, el primer objetivo del programa de expansión fascista. Esta fuera de toda duda de que la alianza entre la cultura democrática europea y el comunismo fue producto del peligro fascista, y por lo tanto, la opción de “mirar hacia otro lado” en relación a la noche estalinista fue tan fuerte como lo fue entonces la amenaza fascista. Existían además otros motivos, a añadir, sobre todo el desprestigio del sistema capitalista que pasaba por su mayor crisis, una crisis que estaba en el fondo del desconcierto de las clases medias y de sectores proletarios desclasados que serían atraídos por las promesas fascistas. Igualmente se cuestionaba la política de “apaciguamiento” de los líderes políticos británicos y franceses (del Frente Popular), y que está en la base de un hecho como la cuantiosa presencia de artistas e intelectuales británicos combatiendo por la República española.
La historiografía neoliberal escamotea estos factores y pone el acento en la extraordinaria capacidad de propaganda del estalinismo, de la que el suizo Willi Münzenberg como “maestro de ceremonias”. Tal interpretación, aparte de dejar de lado lo antes dicho, también olvida que los “cantos de sirena” de la propaganda comunista oficial eran visto, no por lo que realmente estaba sucediendo en un país ignoto, sino por otros espejos. Había uno que permitía que el imaginario de la revolución de Octubre pudiera ser fácilmente idealizado incentivado por la literatura, y sobre todo el cine. Los que veían películas como El acorazado Potemkin o como Octubre, creían ver en la URSS una enmienda a la totalidad del capitalismo, un sistema desprestigiado por una montaña de motivos. También los hubo que interpretaron el estalinismo como una fase de institucionalización revolucionaria inevitable (Otto Bauer). De hecho, no fue otro el argumento de la escuela eurocomunista, muy pródiga en los años setenta.
Hubo dos espejos más. Uno se derivaba de la desconfianza natural contra hacia la denigración constante que 1917 había conocido en la prensa conservadora desde el primer día, una denigración no muy diferente a la que padecían los revolucionarios de todo pelaje en sus respectivos países. La leyenda del bolchevique con el cuchillo entre los dientes metido bajo la cama de un probo burgués, era una canción repetida hasta la saciedad. Finalmente, todo esto transcurría casi en la misma generación que había tomado como bandera la defensa de una revolución victoriosa cuyo perfil crecía –paradójicamente- después de cada derrota (China 1927, Alemana-Austria 1933-34, España…), derrotas en las que tuvieron una influencia nada desdeñable las exigencias de la política nacionalista exterior de la URSS, y a la cual se obligaba a ser instrumento la Internacional Comunista, atravesada desde principios de los años treinta por toda una cohorte de “especialistas” que velaban por la aplicación de los dictados de Moscú con un discurso según el cual toda crítica a la URSS, o al sector dirigente de tal o cual partido, era darle munición al enemigo, servir a los intereses del Capital con el que, llegado un momento se pactaba. Todavía quedan “auténticos comunistas”, personajes para los que cualquier crítica a la Cuba de Fidel o la Venezuela de Hugo Chávez, no pueden ser más que maniobras del imperialismo.
Es verdad que –en aquellas circunstancias- fueron pocos los antifascistas dispuestos a denunciar los “procesos de Moscú” o la campaña contra el POUM. No lo fueron ni tan siquiera los que como André Malraux, que sabían lo que estaba sucediendo desde el asesinato de Kirov, y que se consoló declarando que, al final de cuentas, el estalinismo no acabaría con el legado comunista al igual que la Inquisición no lo había hecho con el catolicismo, una idea que merece todo un tratado ya que, como sugiere magistralmente Fiodor Dostoievski en el capítulo sobre el Gran Inquisidor y Jesús de Los hermanos Karamazov, la Inquisición estaba dispuesta a crucificar de nuevo a Cristo, una hipótesis ilustrada por Nikos Kazantzakis en su novela Cristo de nuevo crucificado…Lo que sí era cierto es que la inversión del cristianismo fue un proceso ambivalente que se prolongó durante siglos, en tanto que la Inquisición estaliniana había emergido como producto del abismo en que había quedado la atrasada Rusia después de la guerra civil, y se imponía en apenas una década como un extraño maridaje entre lo que quedaba de la revolución y el pasado zarista, y todo ello en medio de la medianoche del siglo, entre dos guerras mundiales que otorgaran pleno sentido a la palabra barbarie.
Sin embargo, no es cierto que no existiera una resistencia. Existió y se dio desde la irreductible Oposición de izquierdas y otros grupos menores en la URSS, una epopeya ocultada, pero de una grandeza que supera todo lo imaginable (5). Igualmente se dio desde segmentos minoritarios de la izquierda crítica, a los que el estalinismo amalgamó sumariamente como “trotskistas” cuando en sentido estricto, esto fueron un sector más o menos influyente. En la lista de crítica hay que citar también movimientos como el POUM que preconizaba la “democracia obrera” desde su fundación en 1935, a los socialistas de izquierda que en un principio oscilaron por prudencia, pero que acabaron comprometidos con el POUM y denunciando la rama estaliniana, a los anarquistas y sindicalistas revolucionarios más lúcidos como Camillo Berneri o los que animaban en Francia el grupo “Revolution Proletarianne”. A los surrealistas con contadas excepciones como las de Louis Aragon, Paul Eluard o Luis Buñuel. Estos ya en 1936, denunciaron los procesos de Moscú como “una abyecta puesta en escena policíaca”. En el medio intelectual agrupado en Nueva York alrededor de la Partisan Review sobre el cual Trotsky ejercía una influencia muy fuerte, y que obtuvo la relevante solidaridad efectiva del filósofo (“liberal” a la americana) John Dewey.
La lista se irá incrementando en el curso de las sucesivas manifestaciones de crisis del estalinismo. Se pueden citar numerosos casos de disidencia entre cuadros e intelectuales comunistas o afines, muy reconocidos. Nombres claves que en un momento otro fueron rompiendo con el estalinismo, como fue el caso de Gustav Regler, comisario político de la XII Brigada Internacional en España y autor de unas memorias que son un “ajuste de cuenta”, de Paul Nizan que había aceptado el pacto nazi-soviético pero que no aceptó la sumisión de la dirección de su partido (PCF) a su traducción en los inicios de la ocupación alemana y que fue objeto de una miserable campaña en la que fue tratado como “traidor”, y que fue un motivo de las intensa desconfianza de Sartre hacia el PCF incluso en sus momentos más “prosoviéticos”, aquellos en los que proclamó que no se podía hablar de los campos de trabajo para no desencantar a los obreros de la Renault. La lista prosigue con Manes Sperber, con incondicionales de los años treinta como lo fueron Arthur Koestler o Willi Münzenberg que ya no pudieron asimilar el pacto germano-soviético. Habría que sumar un cierto número de comunistas españoles desde 1940, por ejemplo José del Barrio, estalinista furibundo que durante el mayo del 37 se prestó a bombardear los barrios obreros de Barcelona, y que en el exilio acabó siendo acusado de “trotskista”. También lo sería años más tarde Jesús Hernández por su opción “titoista”, y luego Fernando Claudín y Jorge Semprún, entre muchos otros que se atrevieron a discrepar. Igualmente se podrían hablar de antiestalinistas convencidos que siguieron trabajando en “el Partido” por respeto a su militancia de base, y aquí tenemos, entre otros, el caso, entre otros, de Manuel Sacristán.
Por otro lado, en los años treinta existieron liberales de izquierdas tan consecuentes como Lázaro Cárdenas, el único demócrata consecuente que ayudó a la república española y que abrió las puertas, o como algunos representantes del socialismo liberal italiano, de manera que en el curso de su intervención en el Congreso por la Libertad de la Cultura, en 1935, Gaetano Salveminj en la época exiliado en Estados Unidos, expresaba sus reservas: “Yo no tendría el derecho de protestar contra la Gestapo y la Ovra fascista —afirmaba, si intentara olvidar que existe una policía política soviética. En Alemania hay campos de concentración, en Italia hay islas transformadas en lugares de detención, y en la Rusia soviética está Siberia”. Otro de sus portavoces más cualificados, Carlo Rosselli oponía contra el socialismo basado en la razón de Estado, un antifascismo que propugnaba la autogestión y un comunismo “libertario” no una nueva forma de “culto del Estado” (estatolatria). En su obra A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945), Enzo Traverso ofrece un buen número de ejemplos en este mismo sentido (6)
Todo este discurso neoliberal se ha desarrollado en contraposición de una historiografía marxista que había ganado la batalla de las interpretaciones en los años sesenta-setenta a través de una larga lista de autores que incluye a Isaac Deutscher, E. H. Carr o Moshe Lewin, como parte de una escuela –en debate por supuesto- que aportaron una mirada que situaba “el siglo soviético” en un cuadro más completo: en le da la historia de las revoluciones, y en todo lo que se logró a pesar de los pesare. Nos devuelve a la Rusia de Stalin, y explica el porqué este modelo acabó imponiéndose en la URSS, y desde ahí al movimiento comunista internacional, y en los países que llegaron al “socialismo” bajo el mandato de un partido comunista siguiendo las pauta estalinianas…Sobran ejemplos en la historia de revoluciones que se adelantaron a su tiempo, y que por lo mismo, acabaron agotadas en su esfuerzo (7).
La revolución rusa emergió como una única salida frente a una “democracia” que estaba mostrando incapaz de firmar la paz, de asumir la reforma agraria, y las exigencias de autodeterminación de países como Finlandia y Polonia. Inicialmente, su ideario se estableció en la Constitución de 1918 que se hacía bajo los principios democráticos ampliados por el inicio de un proceso socialista…Todo esto es ya parte de la batalla de la historia. En esta batalla, la derecha neoliberal trata de reafirmar su consigna intensada: toda revolución lleva inexorablemente la tentación totalitaria en la que han acabado metiendo las conquistas sociales de lo que se ha llamado el “Estado del Bienestar”. Desde la izquierda insumisa se trata de diferenciar el trigo de la paja, lo que le era propio con todas sus contradicciones, y lo que la negaba en nombre de la clase obrera y del socialismo. El socialismo del siglo XX –obligatoriamente- tendrá que desarrollarse sobre bases antijerárquicas. Nadie deberá hablar en nombre de “los nuestros”, ni sustituir a los movimientos de bases. La libertad será la libertad de los otros, y los dioses de referencia serán los más heréticos.
Para denunciar la barbarie reaccionaria tenemos que saber enunciar las que se han producido en nuestro nombre por más que en su lógica interna, hay que hablar de procesos reaccionarios. El estalinismo fue el producto de la antigua cultura prerrevolucionaria bajo el formato de la revolución. Y desde estas lecciones, que es tan el combate por la historia. Al decir de Soren Kierkegaard, necesitamos del pasado para comprender el presente, pero necesitamos el presente para cambiar el futuro.
Pero ya se sabe, todo comienza hoy.

Notas

--1) La “Respuesta a Claude Lefort” que le dedicó Sartre apareció en “Les Temps Modernes” nº 89, abril de 1953, y está incluida en Situations VII, Problemas del marxismo 2, editadas en castellano por la prestigiosa Losada (creada por republicanos españoles), Buenos Aires, 1966, en traducción de Josefina Martínez Alinari. Estas obras de Sartre se vendían en las trastiendas de las librerías comprometidas contra el franquismo, y fueron material de formación para mucha gente. La crítica de Lefort apreció en “France Observateur”, y ya quisiéramos que hoy en día que debates como estos pudieran publicarse en la prensa democrática realmente existente.
--2) Tengo en mi mesa un trabajo académico sobre “La primavera republicana al Penedés, 1913-1936”, un folleto editado en el marco del valioso proyecto “Tots els noms” que coordina el Institut d´Estudis Penedesencs, que merece todo nuestro apoyo. Aún y así, abro en el primer apartado dedicado al “Context europeu i mundial”, dicho contexto queda precisado que hay dos ideologías “contràries a la democracia liberal: el feixisme i el comunismo (… Feixisme i comunismo disposovan, a mes, de sengles experiencias pràctiques: des del 1917 el bolxevics tenia el poder a l´URSS i, des del 1922 Mussolini exercia de dictador feixista a Italia”, y ahí queda eso, repetido hasta la saciedad hasta en los medios en los que –en principio- tendría que reinar cierto pensamiento crítico.
--3) Durante todo estos años, especialistas de la prensa diaria se han hecho eco del acoso y derribo de todo estos personajes como pioneros de un “totalitarismo” que querían poner el mundo boca abajo en nombre de “igualitarismos milenaristas”, pero la palma en lo que se refiere a buscar las huellas de Hitler y de Stalin amalgamados, la tiene hasta el momento el egiptólogo Nicholas Reeves (Rochdale, 1956), autor de Akenaton, falso profeta de Egipto (Oberón, Madrid, 2002). Reeves es autor de un buen número de las obras sobre el antiguo Egipto más sugerentes de los últimos tiempos, incluidas Todo Tutankamón (Destino) y Los grandes descubrimientos (Crítica), y se empeña en buscar las similitudes entre el pasado y el presente, logrando al menos que su obre fuese más reseñada que los son habitualmente este tipo de trabajo.
--4) En el “cero” que acompañó las ediciones de las dos primeras obras citadas de Orwell, intervinieron tanto afines al Partido Comunista británico como laboristas reconocidos –desde el Labour surgieron algunos de los teóricos más entusiastas de la URSS, tal el caso de la pareja formaba por Sidney y Beatriz Web, muy reconocidos entonces-, y circunstancialmente, por los conservadores comenzando por Churchill. El cineasta Anthony Asquith, hijo de un ex primer ministro conservador, realizó en 1943, The Demi Paradise, cuya temática resulta ser algo así como el revés de la Ninotchtka (USA, 1939), de Lubistch, con un ingeniero soviético (Laurence Olivier) que lo sabe hacer todo y que además enamora a una conservadora muchachita británica.
--5) En una situación como la que se vivió en la URSS en el periodo que va entre el asesinato de Kirov y la ocupación alemana, la resistencia a una enfermedad como lo fue el estalinismo, se constituyó en una auténtica odisea, cuyo alcance solamente se ha empezado a conocer en toda su amplitud entre nosotros gracias a obras literarias como los Relatos de Kolimá, de Varlam Shalámov cuyo seis volúmenes está editando Minúscula, o de trabajos dei investigación como el Pierre Broué, Comunistas contra Stalin (Sepha, Málaga, 2009).
--6) Traverso ha trabajado especialmente sobre estas cuestiones, y tanto en esta como otras de sus obras más señaladas han sido editadas por la Universitat de València: Totalitarisme: història d´un debat (2002), Els usos del passat: història, memoria i politica (2006),.
--7) El ejemplo de la revolución de los jacobinos negros en Haití, bajo el liderazgo de Toussaint-L´ Overture, que tras derrotar a los esclavistas locales, a franceses, británicos y españoles, acabó siendo sometida por el agotamiento y por unos impuestos imperiales que dejaron a este pequeño país en la más absoluta miseria y dependencia. Sobre esta historia existe una obra clásica, Los jacobinos negros, de C.L. R. James (Fondo de Cultura Económica, 2006).

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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