El general Joseph Vitel, comandante de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en Medio Oriente, dijo ayer que el gobierno ruso desempeña en Siria un papel extremadamente desestabilizador y no es capaz de acabar con el conflicto o no quiere hacerlo, y abundó: Diplomática y militarmente, Moscú desempeña a la vez el papel de pirómano y el de bombero, atizando las tensiones en todas las regiones de Siria, defiende soluciones diplomáticas paralelas a las iniciativas occidentales y trata de debilitar el rol de la ONU y de limitar los avances de la influencia estadunidense.
De todos esos asertos, el último es indudablemente cierto: en efecto, el territorio del martirizado país árabe es, además de escenario de confrontación entre facciones locales y regionales, un teatro de operaciones en la nueva rivalidad entre Washington y Moscú, y los gobiernos de ambas potencias intentan acotar la influencia de sus rivales. Fuera de eso, los señalamientos de Vitel retratan mejor el papel de Estados Unidos en la crisis siria que el de Rusia.
Desde 2011, cuando estalló una rebelión civil contra el régimen de Bashar al Assad, Washington se alineó con lo que llamó oposición moderada y cuando esa revuelta transitó al ámbito de la confrontación bélica, el gobierno estadunidense se apresuró a enviar armamento y asesoría a las diversas facciones rebeldes, varias muy cercanas al fundamentalismo armado del Estado Islámico (EI). De hecho, parte del armamento que la Casa Blanca hizo llegar a los supuestos moderadosacabó en manos de esa formación, como funcionarios estadunidenses reconocieron posteriormente.
Como botón de muestra basta recordar el bombardeo que la fuerza aérea de Washington realizó contra el aeropuerto de Deir Ezzor, en septiembre de 2016, cuando se encontraba bajo control del ejército sirio; a raíz de ese ataque terminó en manos del EI. Sucesos como el referido se han producido por docenas en los siete años que ya dura el conflicto.
Más aún, la intervención militar directa de Estados Unidos y de sus aliados occidentales en el territorio sirio es anterior a la rusa; la segunda fue, de hecho, respuesta a una petición de ayuda emitida por el acosado gobierno de Al Assad.
Sería ingenuo desconocer que las dos partes referidas, además de Arabia Saudita, Turquía, Israel, Irán y media docena de estados europeos, han buscado obtener beneficios geoestratégicos con cargo al sufrimiento de la población siria. Pero las acusaciones del militar estadunidense a Moscú son un ejemplo deplorable de la hipocresía y la doble moral que caracterizan desde siempre el discurso oficial de Estados Unidos.
Otra expresión de esa inmoralidad es la adopción, por parte de la administración de Donald Trump, del relato sobre la supuesta interferencia rusa en procesos electorales de Europa, América Latina y del mismo Estados Unidos, pese a que el beneficiario de esa injerencia habría sido el propio Trump. Sin reparar en la incongruencia, en días recientes el secretario de Estado, Rex Tillerson, recorrió varios países de América Latina pregonando su preocupación por la presunta intromisión de Moscú. Tal vez ese alto funcionario desconozca el dato, pero la labor injerencista en procesos políticos de otros países –europeos, africanos, asiáticos y latinoamericanos– ha sido santo y seña documentado de la política exterior de la Casa Blanca.
Volviendo al drama de Siria, resulta necesario que todas las potencias extranjeras abandonen su intervencionismo militar en ese país y se limiten a propiciar una solución negociada entre las múltiples facciones locales en disputa, única manera posible de acabar con esa dolorosa guerra y lograr una paz duradera.
Editorial de La Jornada
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