La función social del escritor: ocuparse de lo que le concierne, adelantarse a su época, criticar, mostrar el mundo que le ha tocado en suerte vivir.
Yo sé quién soy es una frase de El Quijote, significa la esencia misma de lo quijotesco que es tener una fe inquebrantable en sí mismo.
Mediante una llamada telefónica se me comunicó el año pasado que un ensayo mío que integraba un libro colectivo había resultado rechazado por una editorial académica. La evaluación de “alguien” concluyó que el trabajo era “no científico”. Si ese ensayo no hubiera recibido una mención especial en un concurso del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), mi reacción hubiera sido de mucha vergüenza. Tampoco soy partidaria del pavoneo y la desmesura; solo recordé la frase del Eclesiastés: “quién añade ciencia, añade dolor”. Sonreí ante tal decisión, comprendí que todo lo profundo necesita una máscara.
Mucho después de lo sucedido en la década del setenta del pasado siglo, denominado Quinquenio Gris leí Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat. Esta publicación de 1968, recibió un Premio de la UNEAC. Es absurdo que a esta obra se le añadiera una declaración que hoy produce pena. En ese tiempo estudiaba en secundaria y estaba lejos de constatar cómo unos seres humanos pueden juzgar de manera injusta a otros desde el poder, aunque ya para ese tiempo algunas palabras comenzaban a tomar preponderancia en los predios juveniles: combatividad y lucha ideológica, sin que la mayoría supiera exactamente a qué se referían. Escribir constituye un acto de fidelidad, requiere sacar algo de sí mismo. Cuando se exterioriza una supuesta verdad no es andar con cascabeles.
Recuerdo una vez que publiqué en la revista Palabra Nueva y me encontré con una antigua compañera de estudios. Lo primero que me dijo fue que me había “leído”. Inmediatamente me arrojó a la cara: ¿cuánto te pagan? Sentí que la ríspida pregunta era una acusación: “mercenaria”. Todo lo contrario fue mi visita a esa redacción. El entonces director me pidió que colaborara con ellos: sus temas de ética nos interesan profesora. Salí contenta de allí, ya para mí la filosofía no resultaba un esfuerzo solitario que nacía y terminaba conmigo.
Hace un tiempo seleccioné un tema de discusión para mis estudiantes: la vulgaridad, palabra inventada por Germaine de Staël (1766-1817). Les pedí que me llevaran ejemplos de chabacanería en la música. Uno de ellos pasó su móvil. Los jóvenes se reían, dudaban. Me pusieron al día de lo que se escucha en una guagua, en el barrio, en cualquier fiesta. Parece que la vulgaridad no es problema ideológico. Cómo enseñarle a mis alumnos que la virtud suprema es la elegancia, cómo transmitirles, acusados ellos mismos de “estar perdidos”, que la moral es un estilo de vida, si incluso la vieja profesora es sospechosa de “un no sé qué”.
Una de las frases más tristes de la historia del pensamiento es la pronunciada por el filósofo Baruch de Spinoza (1632-1677): «No hay fuerza intrínseca de la idea verdadera». Lo que quiere decir que la verdad es siempre débil. Los intelectuales deben alertar de los peligros del abandono del arte de la convivencia: el civismo. Si no damos importancia a la convivencia entre los cubanos, a esa corrupción larvaria, donde te roban en cualquier establecimiento público, si estimulamos a los niños a menear sus cinturas en las escuelas, estamos por el camino de la lógica indigente, esa lógica que hizo que algunos, para vergüenza nacional, les robaran a los muertos y agonizantes del avión caído el pasado 18 de mayo.
El creador y la formación del público, de Julio Cortázar, fue presentado en La Habana en la década del sesenta del pasado siglo. Fusionó la palabra intelectual con la de creador. La misión del creador Cortázar la ve bastante confusa. Por una parte, distingue al creador que cumple una obra solitaria (hacer un libro, una escultura, una pintura, componer música, etc.) y explica cómo ello está al margen de cualquier formación. Entiende formación más como alienación que como un auténtico enriquecimiento cultural. Por ejemplo, en una sociedad capitalista existe la tendencia al consumismo, a uniformar a un público, a un conformismo estético. En el socialismo, Cortázar advierte que se puede manifestar una supuesta «creación» con una visión maniquea, desconfiada de toda visión abierta. Se impone una seriedad puesta como una peluca, un vocabulario en el que las palabras terminan huecas en discursos, ensayos, artículos. El público receptor recibe esa «formación». Este autor advierte que cualquier creador debe ser un toque de alarma, una persona que arroja una piedra ante un agua estancada. No necesariamente el público tiene que comprenderlo. La Biblia, El segundo sexo, Ulises, son obras que trascendieron no porque grandes masas los leyeran, sino porque abrieron otros caminos.
Una vez, uno de mis estudiantes me pidió formar parte de un panel que se llamaba “La batalla de los intelectuales”. Me quedé perpleja, la palabra batalla no me gusta y estimo que la tarea intelectual no debe estar vinculada con un lenguaje bélico.
El discurso de la intensidad
Hay una idea que Cintio Vitier subrayaba con énfasis: la capacidad histórica de un país no se debe a su extensión sino a su intensidad. El discurso de la intensidad se hizo ser humano, se llamó José Martí. También está presente en el diálogo entre el cubano y su paisaje.
Cuba nace como nación de una revolución. La actual, para que sea verdaderamente martiana debe convertirse en un estado nacional pensante. Revolución y reflexión es todavía el reto en Cuba. Es constante la identificación entre revolución y nación. Se traducen como una misma cosa. Tal vez de esa fusión naciera el síndrome del secreto, que resulta ridículo. Por otra parte, las noticias son cada vez más vacías y no logro descubrir si esto es consecuencia del nivel de alejamiento de la realidad por parte de los funcionarios, indiferentes con ese “cubano de a pie”, —como se nombra al pueblo— que al mismo tiempo se halaga, mientras esté siempre a la espera, tranquilo, y agradezca por todo, o es por puro cinismo del que habla.
En Los pasos recobrados, Alejo Carpentier (1904-1980) explica la función social del escritor: ocuparse de lo que le concierne, adelantarse a su época, criticar, mostrar el mundo que le ha tocado en suerte vivir. En el Papel social del novelista argumenta la necesidad de entender el lenguaje de ese mundo. No se trata de leer la prensa y sacar de ella un lenguaje literario, de percibir lo que nos concierne y seleccionar los diferentes compromisos que nos solicitan. Existen peligros en esos compromisos —advertía— porque hay malos compromisos, el compromiso en falso, el compromiso forzado por determinadas circunstancias. Podemos equivocarnos y dejar toda una vida intelectual en manos de un compromiso. Los intelectuales tienen que aprender a decir sí y no. Es importante hablar con una voz colectiva y a su vez tener derecho a hablar con una sola voz. No es la incondicionalidad a ciegas, sino la del diálogo.
En 1995 asistí a un encuentro en Puerto Rico. Al final de las intervenciones, se paró un cubano residente en esa isla y preguntó qué hacíamos los intelectuales que vivíamos aquí, en postura de franco reproche. No le contesté en público, porque era muy humillante revelar las peripecias a las que fui sometida por ese viaje. “Todos juntos me acosan” (Job, 16,10).
Yo firmo
Tengo ante mí un texto de Fina García Marruz: El libro de Job. Una joya de los intelectuales de “aquí”. Comparo la pregunta del cubano de Puerto Rico a la que le hicieron los amigos de Job cuando este protestó a Dios por su infortunio. Este dolor de familias separadas, de vivir siempre sacrificados, lo puede entender quien lo vive.
Me fui de la vida laboral oficial con apenas nada, triste, decepcionada. Mis lamentaciones no fueron solo personales, aunque tengo derecho, como Job, a la angustia. No obstante, sé quién soy. Cada cosa se esfuerza, cuanto está en ella, por perseverar en su ser. Perseveremos. La escritura es firma. Yo firmo, porque puede intentar ser —como el amor — otra no fuerza desarmante.
Termino como concluyó Arrufat su poema aplastado y reaparecido. Esta es la respuesta a los intelectuales cubanos, los de aquí y los de allá, repleta de esperanza de paz: “Estamos tristes y alegres al vernos/ otra vez . Pero no nos avergonzaremos/ mañana de abrazarnos y comer el cordero.”
Teresa Díaz Canals, profesora y ensayista cubana
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