El exprimer ministro japonés Shinzo Abe, quien había dejado su cargo en 2020 en medio de problemas de salud, fue asesinado este jueves en la ciudad de Nara, durante un acto de campaña para las elecciones de senadores del domingo 10. Un exmiembro de las fuerzas de autodefensa, es decir las fuerzas armadas niponas, le propinó dos disparos fatales.
De los objetivos del crimen y del atacante aún es poco lo que se sabe, excepto que le dijo a los policías que lo detuvieron que se sentía agraviado por el exmandatario. Se desempeñó durante tres años en la marina y había trabajado hasta hace poco tiempo en una fábrica, antes de renunciar por cansancio.
El primer ministro en funciones, Fumio Kishida, que pertenece al mismo partido que Abe (el Partido Liberal Democrático, la fuerza hegemónica, que cogobierna junto a los budistas conservadores del Komeito), indicó que los comicios del domingo –que auguran una victoria del oficialismo frente al Partido Democrático- se sostienen.
En los medios, se ha insistido mucho con lo sorprendente que resulta el atentado en un país aparentemente exento de violencia política. Pero en un análisis más detenido, hay algo que está cambiando en Japón.
Shinzo Abe, famoso a nivel global por sus Abenomics, una política económica (frustrada) que buscaba dejar atrás una larga depresión por medio de medidas de estímulo a la burguesía y reformas antiobreras, fue también el promotor de un giro en la política exterior de Tokio.
En 2014, impulsó la reinterpretación de un artículo clave de la Constitución de posguerra, impuesta por Estados Unidos, que limitaba férreamente su política de defensa (“el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales”, enuncia la carta magna).
El cambio, apoyado por Washington, legitima el derecho de “autodefensa colectiva”, con lo que el país del sol naciente pasó a permitirse la ayuda militar a aliados en caso de agresión y la participación en operaciones de Naciones Unidas.
A la luz de estas modificaciones, Japón reequipó significativamente sus fuerzas armadas. En 2020, fue el décimo país con mayor gasto militar del mundo (Nippon, 26/5/21). Se viene dotando de misiles de largo alcance (de hasta 900 kilómetros) y portaaviones (después de más de 70 años).
Este reforzamiento se inscribe en las crecientes tensiones que surcan el Pacífico, donde Tokio mantiene litigios territoriales con China y Rusia. Pero más en general, se da en medio de la profundización de las tendencias bélicas a escala global. Japón es un firme aliado estadounidense. En su reciente gira por Asia, el líder de la Casa Blanca, Joe Biden, cosechó el respaldo de Corea del Sur y de Tokio en su cruzada contra Beijing y en el respaldo al régimen ucraniano contra Moscú. El actual primer ministro japonés, Kishida, promueve un masivo incremento del presupuesto de defensa.
El militarismo nipón augura tiempos violentos dentro y fuera de su territorio.
Para las masas japonesas, golpeadas por la crisis económica y la superexplotación laboral, se trata de oponerse a este militarismo imperialista y desarrollar una salida política de los trabajadores.
Gustavo Montenegro
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