Con menos prensa en su momento, pero con igual ferocidad, la dictadura cívico-militar argentina también tuvo su propia destrucción de libros. La más importante fue la ocurrida en junio de 1980, cuando se quemaron veinticuatro toneladas de libros y fascículos del Centro Editor de América Latina. No fue la única destrucción de libros de la dictadura. Como parte de un plan sistemático, ya se habían hecho otras quemas en Capital Federal, Córdoba, Rosario y Entre Ríos. A esos actos hay que sumar los libros que muchos arrojaron al fuego en sus casas por temor a represalias.
Ni los nazis, ni tampoco los golpistas argentinos, inventaron nada. Desde que el libro existe en cualquier formato (tablillas, papiros, pergaminos, papel) hubo siempre gente interesada en terminar con su existencia. No hay civilización que no haya destruido o sido víctima de la destrucción de sus escritos, no solo artísticos, sino también registros sociales, legales o históricos. Los interesados en hacer un recorrido por esta costumbre nefasta pueden consultar la muy documentada Historia universal de la destrucción de libros, del venezolano Fernando Báez. En su introducción, Báez afirma: “Un libro se destruye con ánimo de aniquilar la memoria que encierra, es decir, el patrimonio de ideas de una cultura entera. La destrucción se cumple contra todo lo que se considere una amenaza directa o indirecta a un valor considerado superior. El libro no se destruye porque se lo odie como objeto. La parte material sólo puede ser asociada al libro en una medida circunstancial”
Destruir libros es intentar borrar la memoria histórica y anticipa otras formas de destrucción social. Como escribió el poeta alemán Heinrich Heine en el siglo XIX: “Donde se queman libros terminan quemando personas”.
En estos tiempos, suprimir obras literarias o sociales parece ser un fenómeno lejano, que puede ocurrir en manos de grupos extremistas religiosos en la otra punta del planeta, o de algún fanático poseedor de un circo a contramano. Pocos sospechan que la destrucción de libros es algo cotidiano en la Argentina. Si el secreto del diablo es hacernos creer que no existe, el secreto del capitalismo es hacernos creer que son normales verdaderas atrocidades.
Antes que nada, una pequeña anécdota personal. Entre enero y marzo, los autores revisamos ansiosamente la casilla de e-mails con la esperanza de que lleguen las liquidaciones de libros del semestre anterior. Generalmente, los libros vendidos entre julio y diciembre se pagan en febrero o marzo, nunca antes. Y al precio vendido en su momento (nada de actualizar por inflación). Con cierta inquietud, noté que una de las editoriales en las que tengo obra publicada, no me había mandado la liquidación semestral. Envié un mail para saber la razón y la respuesta fue que, como los dos libros tenían los contratos vencidos, los habían sacado del sistema. Entonces les consulté qué había pasado con más de 7000 ejemplares que quedaban a julio del año pasado. Después de varios días de silencio, me enviaron la liquidación que, por error, no habían hecho. Tenía para cobrar un poco más de 700 libros vendidos. Pero el dato inquietante era que habían mandado a destruir 3700 ejemplares porque los contratos estaban vencidos y había pasado el tiempo de venta. Nunca me avisaron, obviamente, de que iban a “picar” libros, según la jerga del mundo editorial.
No nos detengamos en el hecho de que el autor no controla si realmente se picaron o si se vendieron y su liquidación “se perdió”, como hubiera pasado si no reclamaba. Vayamos al acto salvaje de destrozar libros. Porque esta editorial no es la única que lo hace, sino que todos los sellos importantes tienen esa costumbre. Se realiza cuando un contrato ya no tiene vigencia, pero también cuando quedan saldos grandes de ejemplares. A dos o tres años de aparecido el libro, lo habitual es que si hay en depósito, pongamos por caso, 4000 ejemplares, se destruyen unos 3000 y se deja una cantidad suficiente para atender los pedidos de librerías o de algún lector que osa comprar libros por fuera de las novedades. Esto no impide que después estos mismos libros se reimpriman o se vuelvan a editar en otra colección de la misma editorial. Porque no es nada personal con el libro. Se necesita espacio para los títulos más recientes. Es muy caro el costo de depósito. Mejor destruirlos y, si lo amerita por algún interés circunstancial, volver a imprimirlos.
En general, se le avisa al autor y se le permite llevar ejemplares. Ninguna editorial ofrece la posibilidad de donar esos libros a las miles de bibliotecas públicas que hay en la Argentina. Para eso habría que armar una logística que no están dispuestas a hacer. Porque regalar libros no es bueno para el mercado editorial. Destruirlos sí.
Seguramente hay datos estadísticos de cuántos libros se destruyen en la Argentina cada año por falta de espacio en los depósitos de las editoriales y distribuidoras. Esos miles de ejemplares no suelen generar preocupación, como si destruir ejemplares en nombre de Dios, de Alá, del Comunismo, o del Imperio Romano, fuera más grave que hacerlo porque el sistema capitalista necesitar generar nuevos consumos todos el tiempo.
No hay diferencia con lo que ocurre en otros ámbitos. Estados Unidos y la Unión Europea usaron como basurero a países africanos para sus vacunas contra el covid vencidas o a punto de vencer, en vez de donarlas con tiempo para su aplicación. El desierto chileno de Atacama se convirtió en un cementerio de ropa de marca jamás vendida, ni usada. El derroche de los que tienen y que jamás llega a los que nada poseen.
Quizás dentro de un siglo, lo que hoy nos parece normal para que funcione el mundo editorial, el negocio de la salud o la industria de la moda, sea observado con el mismo horror con el que nosotros vemos la quema de libros que hicieron los nazis hace noventa años.
Sergio Olguín
22 de abril de 2023 - 00:01
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