En vísperas de un nuevo aniversario de la Noche de los Lápices importa refutar a Victoria Villaruel, candidata a vicepresidenta de Javier Milei, que promueve un discurso que reivindica la última dictadura militar. Es fundamental que los propios jóvenes salgan a enfrentar esta ofensiva, porque lo que anticipa es un Estado totalitario y represor por encima de cualquier tipo de libertad.
Sin ir más lejos, se conmemora como la Noche de los Lápices a un operativo represivo llevado adelante por el último gobierno de facto que secuestró y torturó a 10 pibes que eran parte de centros de estudiantes en La Plata, que venían de conquistar el boleto educativo, un derecho para poder estudiar, luchaban por defender la educación pública contra los efectos de la descentralización presupuestaria llevada adelante por el gobierno de Onganía, que transfirió los establecimientos escolares nacionales a las provincias sin el correspondiente presupuesto; una política que luego completó Menem y nos trajo al crítico estado actual de las escuelas.
Los cuatro sobrevivientes son Gustavo Calotti, Pablo Díaz, Patricia Miranda y Emilce Moler, mientras que Claudio de Acha, María Clara Ciocchini, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Daniel A. Racero y Horacio Ungaro continúan desaparecidos y aún hoy no se sabe dónde están.
La dictadura hizo el trabajo de detectar, mediante un operativo de inteligencia y espionaje, quiénes eran los dirigentes y activistas en los colegios para ir a buscarlos y detenerlos, muchos de ellos continúan desaparecidos y aún hoy no se sabe dónde están. Los testimonios dan cuenta del terror y el horror que sufrían los adolescentes, quienes no sabían si esa misma noche no iba a tocarle la puerta un oficial del Ejército para llevárselo o si mañana iban a volver a ver a su compañero del colegio. Sí, el Ejército reprimiendo a pibes de entre 14 y 18 años por ser parte de centros de estudiantes. Este accionar por parte de un Estado es un claro ataque a la libertad de todo tipo, empezando por la de libertad de expresión, y la de protestar y organizarse para defender su derecho a estudiar.
Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes, dio su testimonio de su paso por el centro de detención: “Me dijeron que me iban a pasar por la máquina, yo creía que era la máquina que veíamos en las películas, esas que se movían cuando uno decía una mentira”, explicó. Pero no, lo que le pasaron por todo el cuerpo fue la picana. “Me decían que abriera la mano cuando tuviese un nombre, pero el dolor era insoportable, abría la mano a cada instante, pedí que me mataran”, relató (Infobae, 16/9/22).
El nombre de Victoria Villarruel aparece en las anotaciones que el genocida Miguel Osvaldo Etchecolatz realizó durante el juicio que lo condenó como responsable de crímenes de lesa humanidad, entre los que se encuentran los secuestros y desapariciones de La Noche de los Lápices. Él fue quien diseñó y organizó los grupos de tareas encargados de secuestrar y torturar a estudiantes secundarios para imponer un mensaje aleccionador a los jóvenes y extender el terror hacia quienes continuaran resistiendo y se solidarizaran con su lucha. Por entonces era una de las cabezas de la Policía Bonaerense que regentaba el circuito Camps de centros clandestinos de tortura y exterminio.
El operativo fue coordinado por la Jefatura de la Policía bonaerense y por el Batallón 601 del Ejército. Abundan los testimonios que afirman haber visto a Etchecolatz, para entonces comisario, merodeando los pasillos de los Centros Clandestinos de Detención, participando de las torturas y de las detenciones junto a comandos operativos. Es la misma Bonaerense que hoy es protagonista del gatillo fácil que se lleva la vida de los pibes pobres de los barrios, y cómplice del delito organizado, como el narcotráfico, que se vale de la situación de miseria de los pibes para transformarlos en sus soldados.
El primer juicio contra Etchecolatz se llevó adelante en 2006. Durante ese proceso Jorge Julio López, testigo clave, fue desaparecido por segunda vez. Un mensaje que ponía en evidencia la continuidad del aparato represor, con 9.000 efectivos de la Bonaerense que habían actuado en la dictadura y continuaban en funciones. La impunidad que impuso el Estado, entonces bajo los gobiernos kirchneristas, fue total. La causa por la segunda desaparición de Julio López nunca pasó de fojas cero, a pesar de haberse dado en el marco de un juicio federal.
Era el testimonio más crudo de una democracia que había heredado del aparato genocida gran parte de sus funcionarios y sus leyes. Por eso las presiones en favor de la impunidad fueron siempre una constante. Lo vimos con Macri cuando intentó favorecer a los genocidas condenados con el beneficio del 2×1 que habilitaba la reducción de penas, o con la prisión domiciliaria. La defensa de los militares que protagonizaron las épocas más oscuras de nuestro país fue una política de Estado, desde las leyes de Obediencia Debida y Punto Final hasta los indultos, y solo la lucha popular y de los organismos de derechos humanos logró que se realizaran algunos juicios y se condene a varios represores. Villarruel quiere absolver a los genocidas, poniéndolos en lugar de víctimas, para reinstalar a las Fuerzas Armadas como fuerza de choque.
Es algo que la juventud no puede permitir, siendo que fue uno de los principales blancos del gobierno militar. Además de la persecuciones, las torturas y las desapariciones, la dictadura también oprimía a los jóvenes mediante la imposición del dogma oscurantista de la iglesia católica, institución cómplice del genocidio que Milei quiere seguir financiando a costa de recortar la educación, justamente porque es una aliada del disciplinamiento.
El testimonio de Pablo Díaz arrojó luz sobre el punto cuando recordó el papel jugado por el capellán de la Bonaerense, el cura Christian Von Wernich, en los interrogatorios: “Una noche nos juntaron a algunos chicos. Vino un hombre y me dijo: ‘Mirá, yo soy el sacerdote de acá, va a haber fusilamientos, ¿querés confesarte?, ¿querés decirme algo?’. Yo le decía: ‘¿dónde estoy?, por favor, no me maten’. Le pedía que avisara a casa, el me decía: ‘¿en qué andabas?'” (Ídem).
Avalada por la iglesia, la dictadura perseguía a todo aquel que pudiese presentar un atisbo de homosexualidad, travestismo o transexualismo, sobre los que también hay ríos de tinta escritos por parte de las víctimas a modo de testimonio. También fue el caso de las mujeres, sobre las que recayeron viejos preceptos de vestimenta, sobre todo en las escuelas, y a quienes se las ubicó como simples incubadoras a las que luego les arrebataban los hijos.
Hoy la juventud se encuentra a la vanguardia de la defensa de la libertad sexual y de género y por la defensa de los derechos de las mujeres. Sobre esta base viene rompiendo con los dogmas impuestos, ganando derechos como el aborto legal o el matrimonio igualitario. Es imposible que estos principios se emparenten en algún momento con una defensa cerrada del negacionismo que, como su palabra lo indica, niega el terrorismo de Estado que no solo se llevó la vida de 30.000 personas, y consecuentemente de todas sus familias, sino que avanzó contra todos los tipos de libertad que puede tener un ser humano, pero sobre todo contra la juventud que se caracteriza por su rebeldía y es el principal motor de cualquier alzamiento popular.
En tanto, los reclamos que levantaban los estudiantes de La Noche de los Lápices siguen más vigentes que nunca. La responsabilidad de continuar su legado está presente en defender a la educación del ataque de los gobiernos, los cuales proponen reventarla a fuerza de ajuste presupuestario o programas de vouchers privatizadores. Es por eso que los jóvenes de este país tienen que enfrentar la ofensiva negacionista en las calles o oponerse al reforzamiento del aparato represivo, es la única forma de defender sus derechos y la libertad que les corresponde para pensar, protestar y organizarse, pero también para vestirse como quieran y vivir una sexualidad libre.
Camila García
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