sábado, noviembre 17, 2007

Las horas que aún conmueven al mundo.


Noventa Aniversario de la Revolución de Octubre

CRONICA DE LA INSURRECCIÓN DE OCTUBRE EN PETROGRADO

Al comenzar la última semana de octubre de 1917 (primera de noviembre en el calendario moderno), la situación en Petrogrado se precipitaba hacia un desenlace. En la superficie, la vida parecía seguir su curso normal; los edificios gubernamentales abrían sus puertas, las escuelas se encontraban en pleno funcionamiento, los teatros abiertos. “Todo era igual y ya nada era mismo”, dice Trotsky. Detrás de esa aparente normalidad, la revolución avanzaba hacia sus instancias decisivas. La tensión crecía. Después de la ruptura del Comité Militar Revolucionario con el estado mayor del gobierno, el dualismo militar había llegado a una situación insostenible. Luego de la exitosa jornada de asambleas y mítines que realizaron los bolcheviques el 22 de octubre, era claro además que el tiempo de las palabras, incluso de las manifestaciones, se había agotado.
Fue el gobierno de Kerensky el que precipitó el desenlace. En la noche del 23 de octubre (5 de noviembre) decidió tomar medidas inmediatas contra los bolcheviques. Las academias militares, último reducto de confianza del gobierno en la capital, recibieron la orden de ponerse en pie de guerra. Se convocó a algunas tropas estacionadas en los alrededores que eran consideradas leales. El crucero Aurora, cuya tripulación respondía por completo a los bolcheviques, recibió órdenes de alejarse de la capital y hacerse a la mar. Se dispuso que fueran levantados los puentes del río Neva, para evitar que las masas obreras de las afueras pudieran llegar al centro de la capital. A las cinco y media de la mañana llegó a la imprenta del periódico bolchevique un destacamento de oficiales, que destruyó varias máquinas, incautó miles de copias del periódico, que estaba listo para ser distribuido, y selló las entradas del edificio. Era uno de los últimos gestos de impotencia de la revolución…
Un par de obreros de la imprenta fueron hasta la sede del Soviet para informar la situación y fueron recibidos por Trotsky. Se decidió enviar batallones de regimientos de la guarnición afines al Comité Militar Revolucionario, quienes llegaron enseguida al lugar, expulsaron a las tropas del gobierno y pusieron en funcionamiento la producción. Con una escasa demora, Rabochii Put (El camino obrero), el periódico bolchevique, salió a la calle en la mañana del 24 de octubre. Era un primer golpe al ataque del gobierno. Segundo: el Comité Militar Revolucionario transmitió una contraorden al crucero Aurora; debía permanecer en las aguas del Neva, y ponerse en acción “en caso de ataque a la guarnición revolucionaria”. En pocas horas quedó claro que las medidas dispuestas por Kerensky sólo lograrían poner en marcha la insurrección, siempre bajo el manto de la lucha defensiva y la defensa de la “legalidad” soviética y de las tradiciones del doble poder. Todos los regimientos de la guarnición recibieron, durante la madrugada, órdenes del Comité Militar Revolucionario, que les reclamaban que tuvieran sus fuerzas listas para entrar en acción.

La insurrección en marcha

Esa misma mañana, ya el 24 de octubre (6 de noviembre), once miembros del comité central bolchevique se reúnen de emergencia en el Smolny. Lenin seguía oculto en el barrio de Viborg y no estaba presente. Tampoco Zinoviev. Stalin permanecía en la redacción del periódico. Kamenev propuso que ningún miembro del CC saliese del instituto Smolny en las horas siguientes sin una autorización expresa. La moción fue aprobada. Los dirigentes bolcheviques decidieron también asignar una serie de responsabilidades concretas para llevar a cabo las tareas de la insurrección. Dzherzhinsky fue nombrado responsable del contacto con los obreros de correos y telégrafos; Bubnov con los ferroviarios; a Miliutin se le pidió que dirigiese las cuestiones relativas al abastecimiento de víveres. A propuesta de Trotsky, se resolvió organizar un estado mayor “de reserva” en la fortaleza de Pedro y Pablo, en caso que el Smolny fuera atacado y los dirigentes detenidos.
A pesar de estas disposiciones, todavía no se hablaba en público de las medidas concretas de la insurrección. La prensa bolchevique de ese día llamaba a los trabajadores a esperar al congreso de los soviets, que comenzaba al día siguiente. En un discurso ante los delegados bolcheviques que habían llegado de todo el país, el 24 por la tarde, el propio Trotsky decía que los hechos de la madrugada eran “actos de defensa” y que la “actitud a adoptar ante el gobierno provisional” dependía únicamente de que éste no intentara atacar al soviet.
Mientras tanto, el intento del gobierno de controlar los puentes sobre el Neva fracasaba rotundamente. En algunos de los puentes, las tropas enviadas por el gobierno ni siquiera intentaron llevar a cabo sus órdenes, ante la evidente superioridad numérica de las fuerzas revolucionarias. En otros hubo algunas escaramuzas, pero al anochecer estaba claro que los puentes estaban bajo el control del comité militar revolucionario. Otros puntos estratégicos importantes fueron ocupados por esas horas. Pestkovsky, comisario del comité militar revolucionario, tomó el control de la central telegráfica, a pesar de que entre sus trescientos obreros no había un solo bolchevique. Alcanzó con que dos soldados revolucionarios, con armas en la mano, se pusieran al lado del conmutador de la central. Cerca de las ocho de la noche, otro comisario bolchevique, llamado Stark, acompañado solamente por doce marinos armados, tomó el control de la agencia telegráfica del gobierno. Faltaba el asalto final a la sede del gobierno, que se alargaba penosamente.

La noche final

Lenin esperaba con ansiedad, aún oculto en la casa de una obrera del barrio de Viborg. Durante todo el día, Lenin mantuvo contacto con el instituto Smolny: envió varias veces a Fofanova, la dueña de casa, a la sede del soviet para llevar y traer mensajes. Pidió permiso al comité central, varias veces a lo largo del día, para ir al Smolny, arriesgándose a aparecer en público antes de la toma del poder. El pedido fue rechazado. Al anochecer, Lenin estaba irritado. Luego de recibir una nueva nota del comité central, negándole el permiso para ir a la sede del soviet, Lenin le decía a la dueña de casa: “No los entiendo. ¿A qué le tienen miedo?”1. Cerca de las 6 de la tarde del día 24 (6 noviembre) escribió una nota dirigida al comité de Petrogrado del partido y a los comités regionales. La nota, que Lenin pidió que fuese entregada a su mujer, Krupskaia, “y a nadie más”, reclamaba la acción inmediata. “La situación es crítica en extremo. De hecho está absolutamente claro que cualquier demora en la insurrección sería fatal”, escribía. Exigía tomar medidas inmediatamente. “Todos los distritos, todos los regimientos, todas las fuerzas deben ser movilizadas y deben enviar delegaciones al comité militar revolucionario y al comité central bolchevique con el reclamo de que bajo ninguna circunstancia debe dejarse el poder en manos de Kerensky y compañía hasta el 25. El asunto debe ser decidido sin demora esta noche, esta misma noche”2.
Ya era entrada la noche, cuando Lenin no pudo contenerse y, violando lo dispuesto por sus compañeros del comité central, tomó un tranvía y se dirigió al instituto Smolny. Se encontró con un edificio en actividad febril, el auténtico corazón de la insurrección. Eran las 2 de la mañana del 25 de octubre (7 de noviembre). A esa hora comenzaron las operaciones principales para rematar la tarea. Pequeños destacamentos militares formados previamente con núcleos de obreros o marinos armados, ocuparon simultáneamente o de un modo sucesivo, bajo la dirección de los comisarios, las estaciones, la central de alumbrado público, los arsenales y almacenes de víveres, el Banco de Estado y las grandes imprentas, y se reforzaron los retenes del edificio de Telégrafos y de la central de Correos”3. Todas las órdenes emitidas por el Comité Militar Revolucionario se cumplían sin discusión. La disciplina de la guarnición, totalmente quebrada después de tres años de guerra imperialista, se restablecía ahora, pero en función del objetivo de la insurrección obrera.
Es difícil medir las fuerzas implicadas en la toma de la capital. Trotsky recordaría años más tarde que “el investigador, al querer establecer la sucesión de los episodios tácticos, tropieza con una gran confusión, que las reseñas de los periódicos acaban de acentuar. A veces uno tiene la sensación de que apoderarse de Petrogrado en el otoño de 1917 fue más fácil que restaurar ese proceso catorce años después”4. En cualquier caso, las fuerzas que participaron activamente no fueron muy numerosas: varios miles de guardias rojos y marinos y una veintena de compañías militares. Pero era decisivo el hecho de que el conjunto de la guarnición estaba del lado de la insurrección. Las escasas fuerzas leales al gobierno no tenían posibilidad de resistir.

El 25 de octubre

“El miércoles 7 de noviembre (25 de octubre)”, cuenta John Reed, el insuperable cronista de la insurrección, “me levanté muy tarde. La fortaleza de Pedro y Pablo disparaba el cañonazo de mediodía al tiempo que yo bajaba por la Nevski (avenida principal de Petrogrado). Hacia un día frió y húmedo. La puerta del Banco del Estado estaba cerrada y guardada por algunos soldados con bayoneta calada.
-¿A qué bando pertenecen ustedes? -les pregunté- ¿Al del gobierno?
-¡Ya no hay gobierno! —me contestó uno de ellos con una risa irónica. ¡Gracias a Dios!”5
A las diez de la mañana, el comité militar revolucionario lanzó una proclama, que fue pegada en las calles de la ciudad: “El gobierno provisional ha sido derribado. El poder ha pasado a manos del Comité Militar Revolucionario”. Por esas horas, Kerensky conseguía obtener un automóvil y salía de Petrogrado, dejando a sus ministros a cargo del gobierno. Todavía faltaba, sin embargo, apoderarse del Palacio de Invierno, el cuartel general del Ejército, la sede del Preparlamento. En pocas horas debía abrirse, en el Smolny, el segundo congreso de los Soviets. Había que terminar de coronar la insurrección.
Cerca del mediodía le llegó el turno al Preparlamento. Los diputados estaban preparándose para la sesión del día, cuando comenzaron a rodear el edificio las tropas enviadas por los insurrectos. “No tardó en detenerse en la puerta un automóvil blindado. Los soldados de los regimientos de Lituania y de Keksholm y los marinos de la Guardia entraron en el edificio y formaron en dos filas a lo largo de la escalera (…) El jefe del destacamento propone a los reunidos que abandonen inmediatamente el palacio”, relata Trotsky6. Poco después todos los representantes habían abandonado el palacio. No hubo detenciones. Trotsky señala que no pocos de ellos se convirtieron en dirigentes de la contrarrevolución y organizadores de la guerra civil.
Las calles estaban tranquilas. Por la mañana, pocos se atrevían a salir a la calle en los barrios de la burguesía. Pero los que lo hacían notaban que no había combates, ni manifestaciones de obreros en el centro de la ciudad. Aquello no parecía lo que se suponía que era una insurrección. Sin embargo, se podía advertir el movimiento de patrullas armadas, grupos de guardias rojos, instituciones ocupadas: evidentemente “la cosa había empezado”. El comité militar revolucionario controlaba la ciudad. Había centinelas y patrullas por todas partes. A las dos y media de la tarde del 25 de octubre, se abrió una sesión extraordinaria del soviet de Petrogrado, donde Trotsky anunció que “el gobierno provisional había dejado de existir”. Mientras hablaba, apareció en la sala Lenin, que reaparecía ante las masas después de meses en la clandestinidad. La multitud le tributó una ovación cuando subió al estrado y Trotsky le cedió la palabra “¡Viva el camarada Lenin, otra vez con nosotros!”
Pero entrada la tarde del 25, la inauguración del segundo congreso de los soviets de toda Rusia, que debía sancionar la insurrección victoriosa, se demoraba hora tras hora. Todavía el Palacio de Invierno, sede del gobierno, seguía en manos de las pocas tropas que aún respondían a Kerensky.

La toma del Palacio de Invierno

El plan original de los bolcheviques consistía en ocupar el palacio durante la madrugada, como lo habían hecho con el resto de las instituciones fundamentales del poder en la capital. Los responsables de la operación eran Antonov-Ovseenko, Podvoisky y Chudnovsky, que estaban en permanente contacto con el cuartel general de la insurrección en el instituto Smolny. Pronto se hizo claro, de todos modos, que el plan que habían trazado era demasiado complejo para ser rematado durante la noche: por la mañana, como vimos, el palacio seguía ocupado por el gobierno provisional. Cuando se lanzó la proclama, a las diez de la mañana, que anunciaba la caída del gobierno provisional, los dirigentes en el Smolny exigieron a Antonov y Podvoisky la toma inmediata del palacio. Podvoisky anunció que todo estaría resuelto a las doce del mediodía.
Sin embargo, las cosas se complicaban. Pasó el mediodía, y el palacio seguía en manos del gobierno, que había conseguido incluso reforzar su defensa con la llegada de algunos batallones de oficiales. El cerco no estaba bien organizado: todavía era posible para las fuerzas leales a Kerensky llegar hasta el palacio y reforzar sus posiciones. Los marinos del Báltico no llegaban aún. Podvoisky avisó al Smolny que la toma del palacio se fijaba “de modo definitivo” para las tres de la tarde. Pero también pasó esa hora, sin novedad. Se fijó un nuevo plazo para las seis de la tarde. Tampoco se cumplió; después de las seis Podvoisky y Antonov dijeron que ya no les pidieran nuevos plazos. El asunto no se veía bien. El congreso de los soviets debía haberse abierto a primeras horas de la tarde, y se estaba demorando para contar con el hecho consumado de la caída del palacio. La demora podía debilitar la insurrección.
Finalmente, al anochecer, llegaron los barcos de la marina del Báltico, que fueron saludados con euforia por los sitiadores del palacio. Antonov fue a recibirlos y les dijo simplemente: “Ahí tenéis el palacio de Invierno… hay que tomarlo”. Las fuerzas militares de los revolucionarios ya eran más que suficientes: todos los accesos al palacio fueron cortados, el sitio se hizo total. Poco más tarde, fue tomado el edificio del estado mayor central.
La situación del gobierno dentro del palacio se hizo insostenible. Con el paso de las horas, los oficiales que participaban en la defensa, completamente desmoralizados, abandonaban el edificio. Permanentemente entraban bolcheviques y soldados revolucionarios, circulaban por el palacio, hablaban con los que se encontraban adentro. Había tiroteos, pero cada vez era menor la capacidad de defensa del gobierno. De repente, empezó a escucharse el ruido de la artillería del Aurora, anclado a pocos metros del palacio. La mayoría de los disparos eran sin munición, pero provocaban el pánico entre los defensores del palacio. Aumentaba el número de desertores.
Había que precipitar el final. No se podía esperar más. Finalmente, a las dos de la mañana del día 26 de octubre, las fuerzas revolucionarias tomaron el palacio. “Los ministros”, relata Trotsky, “querían rendirse con dignidad, y se sientan alrededor de la mesa, como si estuvieran reunidos. El comandante de la defensa había rendido ya el palacio después de obtener la promesa de que se respetaría la vida a los junkers, condición fácil de cumplir, puesto que nadie se proponía atentar contra ellos. Antonov se negó a establecer negociación alguna respecto a la suerte del gobierno. Se procede al desarme de los junkers, apostados en las últimas puertas vigiladas. Los vencedores irrumpen en el aposento en que se hallan los ministros (…)
—En nombre del comité militar revolucionario —dijo Antonov—, quedáis detenidos como miembros del gobierno provisional.
El reloj señalaba las dos y diez minutos del 26 de octubre”7.

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1. Alexander Rabinowitch, The Bolsheviks Come To Power
2. Citado en Rabinowitch, op.cit.
3. ídem
4. ídem
5. John Reed, Diez días que estremecieron al mundo
6. Trotsky, op.cit.
7. Trotsky, op.cit.

EL CONGRESO DE LA DICTADURA SOVIÉTICA

Mientras se remataba la toma del Palacio de Invierno, en el Instituto Smolny se abría finalmente el segundo Congreso Panruso de los soviets. El primer congreso se había reunido en junio, cuando los bolcheviques aún eran minoría. El Comité Ejecutivo Central panruso de los soviets (CEC), que había sido elegido entonces, se mantenía por lo tanto todavía en funciones, dominado por los socialistas revolucionarios y los mencheviques. En los meses previos a octubre, los bolcheviques habían ganado la mayoría en los soviets de barriada, de soldados, de obreros y de las principales ciudades. Pero el CEC seguía en manos de los conciliadores. El segundo congreso panruso, máxima autoridad soviética, debía cambiar esta situación, poner fin a la política de conciliación con la burguesía y el gobierno provisional y tomar el poder en sus manos. Junto a los socialistas revolucionarios de izquierda, afines a la insurrección, los bolcheviques contaban con mayoría. Durante semanas, todos los partidos se venían preparando para el acontecimiento. La insurrección, de hecho, giraba en torno a la convocatoria del Congreso.
E l 25 de octubre, por la noche, el periodista y socialista norteamericano John Reed llegó hasta el Smolny y se abrió paso entre la muchedumbre para llegar a la sala de sesiones. Así relataba el escenario que se presentó ante sus ojos:
“El salón no tenía otra calefacción que el calor sofocante de los sucios cuerpos humanos. Una densa nube azul del humo de los cigarrillos de esta multitud se elevaba y permanecía suspendida en la pesada atmósfera. A veces, uno de los dirigentes subía a la tribuna y rogaba a los camaradas que no fumasen. Entonces todos, incluso los fumadores, gritaban: ‘No fumen, camaradas’, para continuar fumando mucho más. Petrovski, delegado anarquista de las fábricas de Obújovo, me hizo un lugar a su lado. Sin afeitar, sucio, se caía de cansancio, llevaba trabajando tres noches seguidas en el Comité Militar Revolucionario. En la tribuna habían tomado asiento los jefes del antiguo Comité Ejecutivo Central, dominando por última vez a estos soviets turbulentos, a los cuales dirigían desde el comienzo de la revolución, pero que ahora se habían alzado contra ellos. Así terminaba el primer período de la revolución, que estos hombres habían tratado de mantener dentro de las vías de la prudencia. Faltaban los tres principales: Kerenski, que corría hacia el frente a través de las ciudades de provincia, donde la agitación comenzaba a ser inquietante; Cheidse, la vieja águila maltrecha, que se había retirado desdeñosamente a sus montañas de Georgia, donde había de atacarlo la tisis; y, por último, Tsereteli, noble carácter, quien afectado también peligrosamente por la enfermedad, debía de todos modos gastar aún su hermosa elocuencia en una causa perdida. Gots, Dan, Lieber, Bogdanov, Broido, Filipovski, se encontraban presentes, con las facciones pálidas, los ojos hundidos, desbordantes de indignación. A sus pies hervía y se estremecía el segundo Congreso de los Soviets de toda Rusia, mientras sobre sus cabezas el Comité Militar Revolucionario forjaba el hierro puesto al rojo vivo, manejaba con decisión los hilos de la insurrección, golpeaba con vigoroso brazo... Eran las diez y cuarenta de la noche.” 1

“El poder está en nuestras manos”

La apertura del Congreso, pautada para las dos de la tarde, se había ido postergando hora tras hora, dado que los bolcheviques pretendían rematar la toma y ocupación del Palacio de Invierno antes de iniciar las deliberaciones. Pero la toma del Palacio no finalizaba y la situación no podía alargarse más. Los dirigentes conciliadores, que tenían la responsabilidad de inaugurar el Congreso en su carácter de autoridades salientes, abrieron la sesión cerca de las once de la noche.
Dan hizo sonar la campanilla. “Se hizo el silencio, instantáneo, imponente, turbado tan sólo por los empujones y las discusiones que había en la puerta.
— El poder está en nuestras manos — comenzó, con un acento de tristeza. Tras una pausa continuó, bajando la voz:
— Camaradas, el Congreso de los Soviets se reúne en circunstancias tan desacostumbradas, en un momento tan extraordinario, que comprenderán por qué el Comité Ejecutivo Central no considera necesario abrir esta sesión con un discurso político. Lo comprenderán mejor todavía si tienen en cuenta que yo soy miembro del buró del CEC y que en este mismo momento nuestros camaradas de partido se encuentran en el Palacio de Invierno, bajo el bombardeo, sacrificándose para desempeñar las funciones de ministros que les han sido confiadas por el CEC... Declaro abierta la primera reunión del Segundo Congreso de los Soviets de diputados obreros y soldados.” 2
En medio de la agitación, se realizó la elección de la mesa. La composición de este Congreso era muy diferente a la del Congreso de junio. “Los galones de oficial, las gafas y las corbatas de los intelectuales ya casi no se veían, dominaba el color gris en las vestimentas y en los rostros (...) Rostros rudos, mordidos por la intemperie, pesados pies cubiertos de sabañones, dedos amarillentos de fumar tabaco ordinario, botones medio arrancados, correas colgando, botas gastadas y sucias sin lustrar desde hacía tiempo. Por primera vez, la nación plebeya había enviado una representación honesta, sin disfraz, hecha a su imagen y semejanza” 3 .
De los 650 delegados presentes, los bolcheviques y sus aliados sumaban casi 400. Respetando el criterio proporcional, según la cantidad de delegados, la votación dio como resultado una mesa compuesta por catorce bolcheviques, siete socialistas revolucionarios, tres mencheviques y un internacionalista del grupo de Gorki. Pero los socialistas revolucionarios de derecha y del centro anunciaron inmediatamente que se negaban a formar parte de la mesa. Los mencheviques tomaron la palabra para decir lo mismo. Incluso los mencheviques internacionalistas (el grupo de Martov) plantearon que ellos no podían participar. En medio de gritos y agitación general, se nombró a los bolcheviques que integrarían la mesa. Se desató entonces una ovación y subieron a la tribuna de la presidencia Trotsky, Kamenev, Lunacharsky, Kollontai y otros bolcheviques. Comenzaba el Congreso de la insurrección soviética.

¿Un gobierno de toda la “democracia soviética”?

Tras la lectura del orden del día, pidió la palabra Martov, aquel viejo compañero de Lenin en los comienzos de la socialdemocracia rusa, dirigente histórico del partido menchevique, jefe ahora de su fracción internacionalista. Mientras tanto, comenzaban a sonar más fuerte los cañonazos del crucero Aurora.
“¡Comienza la guerra civil, camaradas! — dijo Martov— . La primera cuestión debe ser el arreglo pacífico de la crisis. Por razones de principio tanto como por razones políticas, debemos comenzar por discutir con urgencia los medios de impedir la guerra civil. Están matando a nuestros hermanos en las calles. (...) Es preciso que creemos un poder reconocido por toda la democracia. Si el Congreso quiere ser la voz de la democracia revolucionaria, no debe cruzarse de brazos ante la guerra civil, so pena de provocar el estallido de una peligrosa contrarrevolución... Una solución pacífica sólo es posible mediante la constitución de un poder democrático unido... Debemos elegir una delegación que negocie con los otros partidos y organizaciones socialistas...” 4 .
La propuesta de Martov de formar un gobierno soviético compuesto por todos los partidos que integraban el Congreso (es decir, desde los conciliadores hasta los bolcheviques) contó con la aprobación de un amplio sector de delegados. Sujánov y otros cronistas relatan que la propuesta fue aplaudida por la mayoría de la sala. Los socialistas revolucionarios de izquierda y otros pequeños grupos se mostraron de acuerdo. Todos ellos pensaban que los bolcheviques se manifestarían en contra. Sin embargo, Lunacharsky pidió la palabra y declaró que los bolcheviques no tenían nada que objetar a la propuesta de Martov. La moción fue aprobada.
Era un momento crítico. Durante meses los soviets, dominados por los conciliadores, habían cedido el poder a la burguesía y al gobierno provisional, negándose a tomar el poder en sus manos. Ahora, cuando los bolcheviques contaban por primera vez con una mayoría, se planteaba formar un gobierno unitario de todos los “partidos soviéticos”. Es decir un gobierno de conjunto de los bolcheviques con aquéllos que habían apoyado al gobierno de coalición con la burguesía. En otros términos, cuando todavía se estaban combatiendo en el Palacio de Invierno, Martov proponía un acuerdo entre los sitiadores y los sitiados. Aún así, los bolcheviques decidieron no rechazar la propuesta. Las tradiciones del poder dual, las antiguas consignas, los viejos planteos todavía pesaban en la conciencia de las masas revolucionarias. Había que procesar esa experiencia. Y los acontecimientos se desarrollaban de modo tal que el proceso sería muy rápido.

Se retiran los conciliadores

En efecto, la actitud que tomaron los conciliadores estuvo lejos de aceptar el “compromiso”. “Tan pronto como los bolcheviques apoyaron la formación de un gobierno democrático de coalición, una sucesión de oradores, todos representantes del antiguo bloque dominante de los socialistas moderados, salió a denunciar a los bolcheviques” 5 . Uno tras otro, fueron subiendo al estrado voceros de los mencheviques y socialistas revolucionarios, denunciando el “golpe de Estado” bolchevique. La mayoría de ellos eran oficiales del frente, y a pesar de su alto rango decían defender la postura de los soldados de las trincheras.
“Los políticos hipócritas que dominan esta asamblea — gritó uno de ellos, un capitán menchevique llamado Jarash— nos han dicho que debemos arreglar la cuestión del poder. Bien, esta cuestión se está arreglando a espaldas nuestras, antes incluso de que se abra el Congreso.” Lo siguió otro oficial, también menchevique: “Los socialrrevolucionarios y los mencheviques rechazan toda participación en este movimiento e invitan a todas las fuerzas públicas a que se opongan a toda tentativa violenta de toma del poder”. Un representante de los socialistas revolucionarios, en el mismo sentido, dijo: “en el frente, al cual voy a regresar, todos los comités consideran que la toma del poder por los Soviets, tres semanas antes de la reunión de la Constituyente, ¡es una puñalada asestada por la espalda al ejército y un crimen contra la nación!”. Entre los gritos de la mayoría de la asamblea, que lo acusaba de mentiroso, continuó: “Terminemos aquí esta aventura, abandonemos todos este salón por el bien del país y de la revolución”.
La situación se volvió tensa en extremo. Los delegados conciliadores eran interrumpidos por los gritos de la masa de soldados y obreros, que los acusaba de kornilovianos, de hablar en nombre del Estado Mayor, de traicionar a la revolución. Cuando consiguió hacerse oír, Jinchuk leyó la declaración de los mencheviques: “la única solución pacífica consiste en entrar en negociaciones con el Gobierno Provisional para la formación de un nuevo gabinete que tenga el apoyo de todas las capas de la sociedad”. Según Reed, “durante varios minutos le fue imposible continuar”. Cuando pudo seguir, anunció que los mencheviques se retiraban del Congreso.

Cambia el clima

Después de las intervenciones de los oficiales conciliadores, comenzaron a tomar la palabra soldados rasos de los regimientos del frente, muchos de ellos bolcheviques. El clima de la asamblea cambió por completo. Karl Peterson, un soldado joven de la infantería letona, fue el más recordado. “Habéis escuchado — dijo— , las declaraciones de los dos delegados del ejército; esas declaraciones hubieran tenido algún valor si sus autores hubiesen sido realmente representantes del ejército”. En medio de una ovación, continuó, “los soldados letones han repetido muchas veces: ‘¡Basta de resoluciones, basta de palabrerías! ¡Actos! ¡Queremos el poder!”. ¡Que los delegados impostores abandonen el Congreso! El ejército no está con ellos’...”.
La intervención de los soldados rasos transformó el clima de la asamblea. Relata John Reed: “Los aplausos estremecieron el salón. Al comienzo de la sesión, asombrados por la rapidez de los acontecimientos, sorprendidos por el estruendo del cañón, los delegados permanecían indecisos. Por espacio de una hora, desde la tribuna les habían asestado martillazo tras martillazo, soldándolos en una sola masa, pero aplastándolos también. ¿Sería posible que estuviesen solos? ¿Se había alzado Rusia contra ellos? ¿Era cierto que el ejército marchaba sobre Petrogrado? Luego había venido este soldado joven de mirada límpida y, como a través del fulgor de un relámpago, habían reconocido la verdad. Sus palabras eran la voz de los soldados; los millones hormigueantes de obreros y campesinos en uniforme eran hombres como ellos, que pensaban y sentían como ellos”.

“¡Al basurero de la historia!”

Los delegados de la derecha abandonaron el Congreso. Al hacerlo, dejaban tecleando en el vacío la propuesta presentada por Martov, que ya había sido aprobada, de llegar a un compromiso entre todos los partidos soviéticos. Pero Martov insistía, denunciando la insurrección como “algo realizado únicamente por el partido bolchevique” y reclamando la suspensión del Congreso hasta llegar a un acuerdo entre “todos los partidos socialistas”.
Era preciso responder; Trotsky fue el encargado. Su discurso, histórico, marcaba el punto de inflexión en el Congreso de la insurrección proletaria.
“Lo que ha sucedido — dijo Trotsky, con el rostro pálido y un tono frío y despectivo— es una insurrección y no un complot. El levantamiento de las masas populares no necesita justificación. Hemos dado temple a la energía revolucionaria de los obreros y soldados de Petrogrado. Hemos forjado abiertamente la voluntad de las masas para la insurrección y no para un complot. Nuestra insurrección ha vencido y ahora se nos hace una propuesta: renunciad a vuestra victoria, concluid un acuerdo. ¿Con quién? Pregunto: ¿con quién debemos concluir un acuerdo? ¿Con los miserables grupitos que se han retirado de aquí?... Pero si ya los hemos visto de cuerpo entero. No hay nadie ya detrás de ellos en Rusia. ¿Con ellos deberían concluir un acuerdo, de igual a igual, los millones de obreros y campesinos representados en este Congreso, a quienes aquéllos, y no es la primera vez, están dispuestos a entregar a merced de la burguesía? No, ¡aquí el acuerdo no sirve para nada! A los que se han ido de aquí, como a los que se presentan con propuestas semejantes, debemos decirles: Estáis lamentablemente aislados, sois unos fracasados, vuestro papel ya está jugado, dirigiros allí donde vuestra clase está ahora: ¡al basurero de la historia!...” 6

Notas

1 y 2. John Reed, Diez días que conmovieron al mundo.
3. León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa.
4. John Reed, idem.
5. Alexander Rabinowitch, The Bolsheviks come to Power.
6. León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa

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