No tengo empacho alguno en declararme ateo, materialista y anticlerical. Soy ateo no por decepción, sino por convicción. Jamás esperé nada del mito, nunca creí en milagros, ni siquiera en algunos tan festivos y jocosos como ese que dicen obró Jesús de Galilea en una boda convirtiendo el agua en vino para regocijo de todos sin que el Espíritu Santo recibiese el preceptivo aviso: Ojalá él y sus seguidores se hubiesen dedicado exclusivamente a eso, a convertir el agua en vino, las balas en besos, la ambición en solidaridad, al menos en los cuentos, en los propósitos, en sus prédicas. No creo en Dios, ni creo que los hombres necesiten a Dios para nada, salvo los medrosos, los apocados, los que nada esperan de esta vida o los que sufren desgracia tras desgracia y en su desesperación se entregan al cielo con la esperanza del consuelo o de una vida mejor después de la muerte. A estos los respeto, los comprendo y los quiero. Nadie nace ciego por voluntad propia.
Sin embargo, estoy convencido de que Dios y sus amigos si necesitan a los hombres, desde el principio, desde que el Verbo se hizo carne, incluso desde antes, cuando el hombre desnudo veía salir el sol y llegar la noche, cuando contemplaba el furor de las tormentas y los vendavales, el desbordamiento de los ríos, el rugir de los volcanes, los deshielos y las sequías pertinaces, cuando el más fuerte, no el más evolucionado ni el mejor ni el más bueno, cambió el miedo humano a las leyes de la física, por el miedo a las fábulas imponiendo castigos y recompensas a capricho. No, no creo en Dios, me importa un bledo su existencia, inexistencia o evanescencia, su poder omnímodo, su maldad o su bondad, su infierno y su cielo, sus vírgenes y sus santos, sus iglesias, sus predicadores, su forma líquida, etérea, sólida, gaseosa, antropomorfa o mineral, lo que dicen que dijo a Moisés, a Abraham, a Mahoma o a Monseñor Escribá de Balaguer antes de subir a los altares o tener calle en Zaragoza: Si los hombres –unos pocos, quienes lo hicieron del barro- no lo hubiesen querido, Dios no habría nacido, ni las guerras, ni los cruzados, ni los alcabaleros, ni los diezmos, ni las tercias, ni las conquistas, ni los cristianos, ni los católicos, ni los presbiterianos, ni los taoístas, ni los budistas, ni los musulmanes, ni los judíos, ni la inquisición, ni los talibanes, ni la Santa Cruzada española, ni los adoradores del dinero, ni los gudaris sanguinarios, ni los torturadores de toda laya, ni los legionarios de Cristo, ni el Opus Dei, ni la madre que los parió.
Todo es obra del hombre, del hombre perverso, del hombre en estado de corrupción pura, que no es otro que aquel que promueve y otorga carácter inmutable a un sistema que se basa en la explotación del hombre por el hombre, que esparce la muerte por toda la faz del planeta con una sonrisa en los labios, que destruye la naturaleza a sabiendas de que no le pertenece, que inventa espejismos para dormir a los que han sido dormidos con tantos cuentos que ya no tienen resuello ni siquiera para bostezar y encuentran placer y consuelo en el sueño eterno de los espejismos inacabables, inabarcables, inaprensibles.
¿Qué aporta la idea de Dios a los seres vivos, inteligentes o no, racionales o no? ¿Qué les ha aportado además del miedo, de la esclavitud, de la explotación, de la guerra, de la muerte, de la extinción, del odio, de la intransigencia, de la violencia, del fuego, de la mentira esencial, de la castración mental, del arriba y abajo, del capitalismo salvaje y destructor, de la ceguera y la resignación? Nada, absolutamente nada. Cuando el hombre inventó a Dios, no lo hizo pensando en el bien de sus semejantes, sino en dominarlos, en ponerlos a su servicio, en atemorizarlos hasta extremo tal que difícilmente osaran contestar, desobedecer, rebelarse. Los hombres esclavos, los hombres castrados por siglos de terror, cegados por el invento divino y dirigidos por quienes llevaban a Dios en una mano y en otra la espada, construyeron pirámides descomunales en vez de casas decentes; saquearon campos infinitos cultivados por seres resignados para levantar templos inmensos que acrecentaran aún más el miedo a lo sobrenatural, a lo desconocido, a lo incierto; invadieron países, crearon imperios, saquearon suelos y subsuelos, blandieron la espada y la maza, el cañón y el misil, para defender los privilegios de los que eran enterrados bajo los altares; se batieron contra el liberalismo, contra la democracia, contra el socialismo, contra la emancipación del hombre, contra la libertad, contra la justicia, contra la igualdad, contra la fraternidad, contra la Razón.
No, Dios no existe, pero ha sido, es muy rentable para la “buena gente”, para los que no tuvieron ni tienen reparo alguno a la hora de clavar mil puñales en la espalda del prójimo, y del mundo entero, con tal de quedarse con la hacienda, con tal de que los otros aprendan como fueron, son y serán las cosas. Dios no existe, pero de su nombre y en su nombre viven miles de cuervos negros y de todos los colores, cuervos con tirabuzones, cuervos tonsurados, cuervos rapados, cuervos con turbante, elegantes cuervos con traje de Armani, cuervos que disponen la vida y la muerte, que juegan con la enfermedad, que reparten el pastel quedándose con la mayor parte de él. Y por eso, y por otras muchas cosas que contar no quiero, soy materialista, porque creo que ningún hombre debe ser menos que otro, que todo ser humano debe poder satisfacer sus necesidades fuera de la esclavitud, con un trabajo digno, limitado, seguro y adecuado a su personalidad que le permita vivir en libertad, cultivar su sustancia intelectual, sensorial y sentimental, educar a sus hijos en el saber humanista, en la solidaridad, en el amor a la naturaleza, en el desprecio hacia los explotadores, los estraperlistas y los carroñeros; porque creo que la vida no es una carrera de locos que corren hacia ninguna parte, que no estamos aquí para competir unos contra otros, a costa de otros, sino para disfrutar de la belleza y paliar el dolor, propio y ajeno, para mandar al carajo los escritos sagrados y sus amenazas insolentes y despiadadas; porque creo en la justicia terrenal, en una justa y obligada distribución de la riqueza que posibilite a todos, morenos o blancos, negros o amarillos, arios o gitanos, capacitados o discapacitados, tontos o listos, guapos o feos –ningún mérito tiene lo que viene con uno al nacer- ser felices sin aspirar a tener más de lo que la decencia y la buena educación aconsejan; porque pienso que las flores no se cortan, se miran, y si se cortan para hacer un bonito ramo de flores, no se entregan a los muertos, sino a los vivos; no se ofrecen a los santos a cambio de una parcela en la tierra o en el cielo, sino a un amigo o a un desconocido que pasa por nuestro lado. Soy materialista, en fin, porque estoy plenamente convencido, tanto como el más ciego de los creyentes, de que es aquí, debajo del sol, las estrellas y las nubes, junto al mar y las montañas, rodeado de árboles y animales, donde el hombre tiene su casa, su única casa, una casa de la que apenas ha construido los cimientos, una casa que no le pertenece y que ha de cuidar con todo el esmero del mundo para legarla más bella a quienes la habiten después. No hay oraciones que valgan, no sirven los sermones ni las parábolas mansas, la tierra nos llama, nos llaman los hombres que pasan hambre y necesidad, apelan a nuestra conciencia los desheredados, los desplazados, los marginados, los que nunca supieron del esplendor sobre la yerba ni la gloria de las flores. Es aquí, en el solar que piso, que pisamos, donde podemos construir el paraíso, sólo hace falta poner manos a la obra, prescindiendo para siempre del mito, de quienes lo inventaron y sustentan para que todo siga igual, como Dios manda.
Y por eso, y termino pacientes lectores, soy anticlerical, porque como decía el olvidado Atahualpa Yupanqui Dios es un capitalista al que gusta lo fastuoso y comer en la mesa de los ricos, al igual que a sus discípulos, predicadores y seguidores. Porque las iglesias, del tipo que sean, siempre estuvieron con los poderosos, siempre contra la libertad, siempre contra todo signo de progreso, siempre contra la voluntad del pueblo, contra su soberanía, contra su felicidad, amparando a explotadores, genocidas y tiranos; porque el clero dejó para ese Dios que inventó lo del más allá y decidió, sin ninguna duda, que su reino si era de este mundo, únicamente de este mundo y que este mundo era de su exclusiva competencia.
Cada vez que oigo a un cura inmiscuirse en las cosas que incumben a las personas normales, meter su hocico en lo temporal, intentar obstruir las leyes que el pueblo se quiere dar para mejorar su existencia o ponerle un final digno, pienso que no estamos tan lejos del hombre de Atapuerca, que hemos evolucionado poco, muy poco. Si fuese de otro modo, hace ya tiempo que la casta clerical habría desaparecido por su propio peso, por el peso de su patética y cruel historia.
Pedro L. Angosto | Para Kaos en la Red
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