martes, junio 02, 2015

Siempre nos quedará París



“Siempre nos quedara París”. Con estas palabras Humphrey Bogart se despide de Ingrid Bergman en ese gran alegato antifascista que es Casablanca.

Todas aquellas parejas que dejaron su candado simbolizando el amor que los unía en el Puente de las Artes, ya no podrán apelar al recuerdo. Ciertamente, el candado como símbolo del amor, habla a las claras de la unión basada en la entrega absoluta a un otro que se levanta como límite opresivo, en el encadenamiento, en la represión de los deseos y la libertad a cambio de la seguridad. Algo así pensé cuando transitaba sobre el bellísimo Puente de las Artes sobre el río Sena, luego de haber deambulado por los pasajes parisinos de Baudelaire y atravesado el patio majestuoso del Louvre para dirigirme al Museo de Orley a ver la muestra de los impresionistas, quienes -dicho sea de paso- tenían una visión más erótica que idílica del amor romántico que aquel que la ciudad de París sugiere representar.
Algo similar me había sucedido en el docker de Liverpool, donde se reproduce la costumbre de colgar los candados simbolizando el amor. Recuerdo que era una tarde fría y neblinosa y que una joven pareja musulmana caminaba tomada de la mano, ella con su cabeza cubierta, él unos pasos adelante y en ambos una mirada de enamorados que daba envidia. Sin embargo, recuerdo haber pensado en cómo era posible que aquel joven matrimonio podía considerarse dichoso, como aquella hermosa mujer viviría su entrega dentro de una lógica de sumisión y obediencia a Dios y a su hombre como sinónimo de lo fraterno. Después pensé que sus esperanzas de amor y las condiciones brutales que conllevan se diferencian más en la forma que en el contenido del amor predicado por el cristianismo con la cruz y la espada. Como así también que tiene muchos puntos de contacto con el laico contrato amoroso del matrimonio burgués.
Reconozcamos que en nombre del amor se han cometido los grandes crímenes y genocidios del cristianismo y se llevan a cabo diariamente femicidios, violaciones sistemáticas y naturalizadas, aberraciones de todo tipo. Y mientras París se proclama la capital del amor, los franceses blancos privilegiados miran con desprecio desde las puertas de los cafés a inmigrantes árabes y africanos que tienen garantizada su segregación y condiciones de existencia miserables que los empujan a los brazos del odio y de corrientes islámicas oscurantistas quienes les prometen que en la destrucción de todos los valores representados por Occidente encontrarán la reivindicación de su existencia.
Y este París, que en el racismo de sus élites deja entrever el triste pasado de los colaboradores de Vichy y entierra día a día los gloriosos días de la Comuna, para traer los aires de la soldadesca de Versalles, aplastando a sangre y fuego a los proletarios, erigiendo en las alturas de Montmartre la blanquísima Iglesia del Sagrado Corazón donde celebran el haber aplastado a la bestia impía enemiga del cristianismo y la burguesía.
En fin, siempre nos quedará París para soñar enamorados de la libertad humana y un amor fraterno, colectivo y entre iguales emancipado de las cadenas del patriarcado y el capital.

Facundo Aguirre

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