Son, según se estima, unos treinta y siete millones de hombres los que, de repente, de un día para el otro, tienen un motivo de preocupación que no esperaban. Ocurre que ha sido hackeado el sitio web de Ashley Madison, un portal cuyo acceso asumía un tenor iniciático y cuyo servicio no era otro que el de procurar una amante de ocasión al hombre que allí lo solicitara.
Son, según se estima, unos treinta y siete millones de hombres los que, de repente, de un día para el otro, tienen un motivo de preocupación que no esperaban. Ocurre que ha sido hackeado el sitio web de Ashley Madison, un portal cuyo acceso asumía un tenor iniciático y cuyo servicio no era otro que el de procurar una amante de ocasión al hombre que allí lo solicitara.
Los 9,7 gigabytes del archivo Big Torrent protegían bajo siete llaves de sofisticación tecnológica los datos personales de sus tantos y tantos usuarios, precisados de una extrema discreción, como del agua lo está el sediento o del aire el que se asfixia. Pues bien: también la computación cuenta con sus milagrosos Houdinis. No bastaron los cerrojos. Los datos fueron robados y ahora esos treinta y siete millones de hombres (unos tres cuartos de la Argentina, ocho veces el Uruguay, una vez y media Chile) se ven ganados por la zozobra.
El amor profundo y fiel, un desapego total por el erotismo de estreno, la carencia de tarjeta de crédito, la impericia para navegar en Internet: todo eso me mantuvo alejado de un sitio como el de Ashley Madison. Doy con la imagen de su portal tan sólo porque, al brindar la noticia, los diarios la reproducen. En ella puede verse medio rostro de una mujer con un dedo índice que le cruza verticalmente la boca. ¿Es una enfermera que pide silencio? Nada de eso. Es una amante que ofrece discreción. El anillo de su dedo anular es el sello mismo de la trampa. La figura se repite en la “o” de la palabra Madison, pues la letra se grafica por medio de un anillo nupcial. Se promete un ciento por ciento de discreción, se invoca un premio a la seguridad del sitio. Pero, ¿por qué habrían de quedar a salvo estos piratas, los del matrimonio, de esos otros, los informáticos?
El lema de Ashley Madison consta igualmente en el portal del sitio. Dice así: “Life is short. Have an affair”. Como sabiduría, debo decir, me resulta por lo menos dudosa, aunque está claro que unos treinta y siete millones de hombres razonaron distinto que yo. ¿La vida es corta? La vida es corta medida en cierta escala. Cuando se piensa en un viaje de un mes, cuando se abarca una carrera de cinco años, entonces sí, al regresar, al recibirse, suele tenerse esa impresión: que el tiempo pasó volando.
Pero no es así como suceden las cosas, sin embargo, para aquellos que se aburren. Para aquellos que se aburren, y precisamente porque se aburren, cada hora se hace un chicle, todo un día no pasa más, los fines de semana se vuelven interminables, las cenas no se acaban nunca. Para aquellos que se aburren, la vida se hace larga, muy larga, demasiado larga, larguísima. ¿Y no es el aburrimiento conyugal, el hastío agobiante del tedio de los encasoriados, lo que en una proporción casi absoluta decide la necesidad de un amante? Lo sabemos, por lo pronto, pues leímos Madame Bovary. Es la mujer, en este caso, quien precisa un amante y se lo procura; pero la clave del embotamiento vital queda de todas formas perfectamente demostrada. El drama de Emma es que se aburre. El tiempo no le pasa más.
Es quien siente que la vida se le hace larga, lenta y hueca y larga, y no que “la vida es corta”, quien sale a buscar una aventura: “Have an affair”. Aunque, a poco de pensarlo, lo que Ashley Madison proporcionaba era ni más ni menos que la supresión de la aventura: era la amante, el revolcón, el engaño artero, sin el componente de la aventura. Porque, ¿qué otra cosa es la aventura (remitámonos a Georg Simmel) sino la peripecia incierta, el asumir un peligro, el largarse sin saber? El servicio de Ashley Madison lo que daba era justo lo inverso: garantías y carencia de riesgos. Amantes, sí, pero sin aventura alguna.
Uno puede suponer, además, que un factor determinante para quienes se lanzan (o se aventuran, habría que decir, justamente) en una expedición extramatrimonial, es volver a la práctica activa de las artes de la seducción (remitámonos a Jean Baudrillard), esas que eventualmente la meseta de la rutina del amor estabilizado atempera o neutraliza. Es preciso advertir, no obstante, que bajo la mecánica estadística y cibernética instaurada por Ashley Madison, tampoco había para la seducción espacio ni necesidad. Más aún: el servicio prestado por Ashley Madison consistía, en rigor de verdad, precisamente en eso: el suministro de una amante, sin gastos de seducción.
Treinta y siete millones de engaños, cifra más, cifra menos, al parecer ya se han consumado. Pero la aventura, lo que se dice aventura, la aventura verdadera, empieza solamente ahora. No digo que haya sido ésa la intención de los que hackearon el sitio, por supuesto, pero qué importa: la contribución que han hecho a la condición de la zozobra en el mundo es ciertamente invalorable; un golpe neto, certero, decisivo, al sueño de la impunidad personal burguesa.
Martín Kohan
Escritor argentino
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