Cuando se cumplen treinta años de la cumbre de Ginebra, se constata que el mundo ha evolucionado hacia un caótico y peligroso desorden multipolar
La dramática serie de atentados de París tiene lugar en la fase de los Imperios Combatientes. El concepto designa lo que ha venido después de la guerra fría, aquél conflicto Este-Oeste que creíamos lo peor posible. Su eje central es la tensión entre la tríada occidental, que incluye a Japón además de los Estados Unidos y la UE, y los llamados BRICs, las potencias emergentes.
Esto de ahora es peor porque es mayor. No implica solo a dos imperios del Norte, con sus respectivos vasallos del Sur como comparsas, sino que afecta a más centros y geográficamente más dispersos. También es mayor el número de esos centros en posesión de armas de destrucción masiva. Ya no son solo aquellos dos viejos conocidos con uno de ellos, Estados Unidos, inventando nuevas tecnologías militares (el submarino y la aviación estratégicos, los misiles intercontinentales y sus sucesivos desarrollos con múltiples cabezas, los misiles nucleares tácticos de crucero, la militarización del espacio) y el otro, la URSS, poniéndose al día siempre por detrás y con la lengua afuera a costa de la penuria de su población. Ahora la dialéctica deviene multiplicación. Es peor, también porque el cambio de la fase bipolar a la actual multipolar facilita disparates.
Los catorce años de la llamada “guerra contra el terror” han sido un enorme desastre. El intento de alterar el estado de cosas en Oriente Medio comenzó en 1990, en el mismo momento en que Moscú comunicó a Washington que se retiraba del campo de batalla y que el Pentágono creyó que podría en solitario con el peso del mundo. El atentado neoyorkino que la inauguró y pretextó era un claro subproducto de la guerra fría. Bin Laden era resultado de la cocina contra la URSS en Afganistán, un producto que adquirió vida propia. Esos catorce años produjeron más de un millón de muertos, extendieron el terrorismo y la violencia, crearon millones de refugiados y desplazados, y desestabilizaron aún más, o simplemente disolvieron países enteros. El Estado Islámico nace de diversas fuentes, pero su partida de nacimiento es incomprensible sin atender al hecho central: que Estados enteros como, Afganistán, Iraq, Libia y Siria, han sido disueltos y que todos ellos están situados en, o alrededor de, la primera zona energética del mundo en una época en la que el carácter limitado de esos recursos convierte la disputa por ellos en asunto particularmente crucial de la disputa entre imperios.
La aparición de China como potencia emergente aspirante a gran potencia, la recuperación de un orden elemental en Rusia y la afirmación de nuevos sujetos imposibles de ignorar, en Asia (India), África (Sudáfrica) y América Latina (Brasil), ha cambiado esa disputa. Eso no es todo, pero si es la esencia de esta fase de los Imperios Combatientes. Los términos y polos de esa disputa por recursos han cambiado y de momento se está dando lugar a una situación en la que la afirmación del caos, el Imperio del Caos, es el principal dato. Europa, con Francia en el centro, debería evitar implicarse en esto pero la política de la OTAN-UE, heredera inercial de la fase anterior, le arrastra a ello.
Washington, que ha contribuido sobremanera a fomentar una guerra de religión en el mundo musulmán y ha fortalecido a Irán sin quererlo, ha completado el desastre con una nueva aventura en Siria. Con el apoyo y el dinero de los amigos del Golfo, que son versiones monárquicas parecidas al régimen que propicia el Estado Islámico con sus propias agendas y objetivos regionales, se fomentó la caída del régimen de Damasco, como se había hecho antes con Sadam Hussein en Iraq y con el Coronel Gadafi en Libia. En este caso se trataba de restar otro régimen laico hostil en la región, debilitar a Irán, su aliado, y también a China de la que ese país es gran suministrador energético. Al mismo tiempo, después de ampliar la OTAN en Europa del Este, en violación del acuerdo de París de noviembre de 1990, se continuaba metiéndole el dedo en el ojo al oso ruso en el Báltico, en el Cáucaso y en Ucrania, lo que acabó con un zarpazo. La primera respuesta militar a un avance occidental en Europa. Lo mismo ha ocurrido en Siria, con la participación militar rusa. Y algo muy semejante a un cerco militar está ocurriendo alrededor de China. En el mundo ya hay tres focos de tensión y contacto militar directo entre EE.UU, Rusia y China: Ucrania, Siria y el Mar de China. Por todas partes el Imperio del Caos prefiere optar por la presión militar hegemónica en lugar de reconocer la nueva lógica multipolar y abrirse a un juego diplomático multilateral.
El miércoles 19 se cumple el treinta aniversario de la cumbre de Ginebra entre Ronald Reagan y Mijail Gorbachov. Su resultado fue inaugurar un consenso sobre la invencibilidad (e imbecilidad) de una guerra nuclear que dio sólidos argumentos y perspectivas a importantes negociaciones de desarme posteriormente malogradas. Recordar aquella ocasión perdida es fundamental. Porque solo la diplomacia, y nunca la guerra entre potencias de la destrucción masiva, resolverá en el mundo esta inquietante fase de los Imperios Combatientes que amenaza con hacer saltar el siglo con otra gran guerra.
Rafael Poch
La Vanguardia
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