sábado, septiembre 30, 2017

A 100 años del natalicio del excepcional músico salteño



Vamos pal’ norte, “Cuchi” Leguizamón

“Vibra en tus parches vino salteño (…) Alzá tus parches, vamos pal’ norte Cuchi Leguizamón”, le cantó Horacio Guarany, para quien Leguizamón era, nada menos, “el padre del carnaval”, esa ceremonia antiquísima que el sabio ruso Mikhail Bakhtin consideraba “sacrílega”, un acto de “rebeldía contra el mundo”. Era también amigo entrañable del enorme poeta Manuel Castilla, salteño como él, aquel que en uno de sus poemas mayores le dijera a su padre, jefe de la estación ferroviaria de Cerrillos: “Padre, ya no hay nadie en la boletería”.
Por esa costumbre de conmemorar los números redondos recordamos que hoy, hace 100 años, nacía en Salta Gustavo Leguizamón, a quien apodaron “el Cuchi” (“chancho”, en quechua) que no tiene en el norte argentino ningún sentido peyorativo o burlesco. Fue, seguramente, el mayor modernista del folclore argentino, tanto como Atahualpa Yupanqui fue el gran genio del folclore llamado “clásico”. O, por si alguien gusta de comparaciones odiosas, fue al folclore lo que Astor Piazzolla al tango: un gran hereje. Le alcanzó para eso con alterar maravillosamente ese orden de notas que va de la más grave a la más aguda (descendente) o viceversa (ascendente): el que quienes saben llaman “escala diatónica”.
Quizás una de sus mayores creaciones fue el Dúo Salteño, integrado por Patricio Jiménez y Chacho Echenique, que en verdad no era un dúo sino un trío porque el Cuchi lo acompañaba con el piano o, la mayoría de las veces, con la guitarra. El dúo de voces de Jiménez y Echenique constituía en cierto modo una melodía independiente de la que interpretaba Leguizamón, que le daba un simple sostén armónico a una suerte de canto a cappella. El vanguardismo en folclore, dicen los que conocen, consiste sobre todo en una reducción de medios, una especie de minimalismo musical.
Ese soporte le servía, por ejemplo, para explicar que la chicha y la albahaca calman las penas del carnaval, y las del duende enamorado que espera la ayuda del diablo “para trampearte el alma con mi gualicho”.
Fue amigo musical de figuras tan disímiles como los hermanos Jaime y Juan Carlos Dávalos, César Perdiguero, el poeta catamarqueño (y trotskista) Luis Franco, y les puso música a poetas tan opuestos como Pablo Neruda y Jorge Luis Borges. Fue músico ante todo y por sobre todo, pero también se le animó a la poesía en unas pocas composiciones como Zamba del carnaval, Zamba soltera y Chacarera del expediente.
Enamorado explícito y declarado de la baguala (un lamento también mínimo) le introdujo influencias jazzísticas y de músicos gigantescos como Johan Sebastian Bach, Gustav Mahler, Maurice Ravel, Igor Stravinski y, por sobre todos ellos, Beethoven, a quien llamó “el definitivo”.
Contaba que un día escuchó a un chico silbar por la calle un tema de él. “Le pregunté qué silba”, y el muchacho le contestó: “No sé; me gusta, por eso lo silbo”. Leguizamón concluía: “Ya ves, ésa es la función social de la música”. Por cierto no lo es. El arte, en una sociedad desgarrada, simplemente atroz, no puede limitarse al puro placer, aunque por supuesto también es eso. Pero no son esas las posturas que definen a Leguizamón. Tampoco que ejerció el derecho durante 30 años, ni que fue profesor de Historia y Filosofía, diputado provincial sin partido durante la presidencia de Arturo Illia y asesor del derechista gobernador salteño Juan Carlos Romero. Tampoco que, en el año 1985, tocó en el Festival por el Frente que organizó el Partido Obrero en el Luna Park. Nadie lo recordará por eso.
En cambio, con toda seguridad, dentro de muchos años algún chico silbará por las calles de Salta a ese duende enamorado que quiere entrampar corazones con gualichos prestados por el diablo. Y por una música que cambió la historia del folclore argentino.

Alejandro Guerrero

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