sábado, junio 09, 2018

La revolución rusa sigue viva en nuestra historia de cada día

No quisiera perder ni un minuto en responder al compendio de despropósito en que incurre en algunos de los textos pensados desde el estalinismo, personajes cada vez más solos, cada vez más ajenos a todo lo que ocurre. Me baste señalar la escolástica que supone afirmar “Trotski siempre un enemigo declarado de Lenin”, lo que supone, a) que Lenin es mayor que Jehová, y no una persona con sus problemas y contradicciones; 1/ b) que su autor dar por cierta las campañas de linchamiento y exterminio de los trotskistas (en la URSS cayeron hasta los familiares y amigos más próximos de cualquier sospechoso, ahí está El Vértigo, de Evgenia Ginzburg, una militante comunista de base que fue condenada por “conocer” a un presunto trotskista) sin preocuparse de verificar el menor detalle fuera de dichas campañas. La verdad es que resulta escalofriante, y al mismo tiempo, patético.
Pero ya que se está planteando una cierta controversia, creo que no está de más exponer cuatro notas que son productos de una bibliografía amplia y contrastada, las mismas que hoy podría publicar sin problemas en el órgano del PC francés, considerado como la “flor” del estalinismo, en tanto que el burdo catecismo antitrotskista de Egido y cia (que ya se ha ganado unos buenos comentarios razonados), carecen actualmente del más mínimo crédito fuera de los ámbitos enrocados en ser tan “leninistas” que ni tan siquiera se atreven a leer todo Lenin. Si lo hicieran se encontrarían muchas sorpresas. La primera sería sin duda, descubrir cuanta es su ignorancia, y cuan enorme es su oscurantismo.
Claro que después de todo, la práctica totalidad de los antiguos estalinistas fueron dimitiendo, y adjurando del dios que cayó.
La historia del primer encuentro entre Lenin y Trotsky comienza cuando éste último, se escapa de Siberia a continuación de una audaz fuga atravesando la tundra, siendo su siguiente aventura militante la propuesta de coaptación efectuada pro el propio Lenin para que Trotsky, alias “La Pluma”, reforzara con su juventud y su ímpetu consejo de redacción de la mítica revista Iskra (La Chispa), que, según un poema famoso, estaba destinada a iluminar la estepa con su fuego. Todo esto ocurría en los primeros años del siglo xx, un tiempo que, al decir de aquel joven era «únicamente el presente», un tiempo destinado a ser transformado por una marea revolucionaria orientada por las teorías marxistas, que se interpretaban como un primer paso para un desarrollo democrático, igualitario y consciente de una historia que hasta entonces se había hecho aplastando a los de abajo; para pasar de la prehistoria a la historia, al decir de Simone de Beauvoir.

El zarismo acondiciona la vida militante

Aunque su lucha contra el zarismo data de su época de estudiante, Trotsky no empezó a ser militante en sentido estricto hasta que fue requerido por Lenin para el comité de redacción de la citada revista, que, a su manera, era una especie de centro dirigente provisional de los marxistas rusos desde el exilio. Al encontrarse con Lenin, Trotsky era portador de una voluntad firme de establecer, de una vez por todas, las bases de un partido revolucionario centralizado, un instrumento capaz de estructurar una respuesta activa y concentrada contra el temible Estado zarista, frente al cual se habían estrellado diversas generaciones de revolucionarios sin pueblo, al tiempo que articulaba una respuesta obrera socialista anticapitalista que, en combinación con el proletariado mundial, se estaba desarrollando en Rusia descomponiendo las bases sociales de la autarquía y de sus beneficiarios. Estas propuestas daban un cuerpo programático y organizativo a un movimiento obrero que crecía día a día.
Algo más veterano, Lenin no dudó que Trotsky le serviría de apoyo en la lucha que estaba librando frente a los métodos más tradicionales de Georgi Plejanov, Vladimir Petrosov, Vera Zasúlich, Pavel Axelrod y Yuri Martov —más tarde líder de los mencheviques—, todos ellos personalidades de primer rango en el primer marxismo (y populismo; Vera además era un auténtica leyenda) ruso. No se trataba, por lo tanto, de un debate sobre mayor o menor democracia interna, ya que éste fue un criterio que nadie se cuestionó; todos admiraban el modelo socialista alemán. Recordemos que la historia del bolchevismo en la ilegalidad se puede seguir a través de sus sucesivos congresos y de sus numerosos debates entre tendencias; nadie fue nunca expulsado por sus diferencias, nadie dijo nunca que la minoría le “hacía el juego” al zarismo. Sin embargo, también era cierto que éste imponía en el interior unas condiciones en las que la supervivencia de una organización estable se hacía sumamente difícil sin unas buenas dosis de entrega y heroísmo. La dureza represiva convertía en trágica cualquier militancia, y al parecer de Lenin, para resultar efectiva, ésta tenía que ser algo parecido a una profesión, una actividad fundamentada en la dedicación rigurosa y en la defensa coherente de unos acuerdos programáticos y tácticos ampliamente debatidos mediante toda clase de reuniones, folletos, artículos y congresos.
Esta impresión de convergencia entre ambos se generalizó durante el congreso del Partido Socialdemócrata Ruso (POSDR) celebrado en Londres, de modo que se le colocó a Trotsky el apodo de «el garrote de Lenin». También existía la impresión de que el comité de redacción de Iskra era un bloque sin fisuras, y, de hecho, así fue en los temas de “principios”, de la primera fase del congreso: no hubo ninguna transigencia con las propuestas reformistas o revisionistas, que quedaron fuera del partido. Los diversos debates giraron en torno al dere­cho de autodeterminación de las nacionalidades opri­midas, a la compleja cuestión judía y el Bund (fracción socialista judía, muy afectada por los sucesivos pogromos animados por los desagües del Estado zarista) y en torno a la necesidad de incluir en el pro­grama la dictadura del proletariado en oposición a la dictadura burguesa (para Plejanov, la “suprema ley” era “la salud de la revolución”, y justificaba este argumento a la luz de la Revolución francesa, desde un punto de vista jacobino, tradición criticada no por su radicalismo, sino por no haber sabido integrar sus propias diferencias internas). Según Lenin, el socialista era un jacobino «armado» con la teoría marxista.
Todas estas impresiones se derrumbaron desde el momento en que lo que parecía un pequeño punto dividió al partido por la mitad. Después de la lucha contra el revisionismo, éste fue sin duda el «primer acto» de la escisión ulterior entre socialdemócratas, y con motivaciones que parecían ajenas a las que dividían a la derecha, al centro y a la izquierda en la Internacional Socialista. Sin embargo, en su sentido más profundo, ni el mismísimo Lenin lo comprendió du­rante aquella época. Para él se trataba de responder eficazmente a una situación nacional en la que la supervivencia de las agrupaciones era muy perentoria, y en la que el influjo de la opresión zarista (a través de los alcohólicos, de los torturados, de los agentes dobles, etc.) había destruido una y otra vez muchas organizaciones locales. Lo que ocurrió luego es que, en torno a este punto, se unieron otros nuevos factores como el del papel de la burguesía en la revolución a la luz de 1905, aunque su conexión con el debate internacional tardó en verse claro. Hasta 1914 por lo menos, los mencheviques apostaron por posiciones de izquierda dentro de la II Internacional, y durante la Gran Guerra, Martov y sus afines siguieron siendo internacionalistas; desde 1914, el “socialdemócrata” más conservador acabaría siendo Plejanov, pero ni siquiera Stalin se atrevió a cuestionar la importancia de su legado, de manera que su obra fue ampliamente editada en la URSS.

Desconfianza hacia los veteranos acartonados

Por todo ello, el dilema entre el partido de los revolucionarios o el partido con todas las tendencias, fracciones y simpati­zantes que era común en la II Internacional, confundió a muchos de los protagonistas asistentes al citado con­greso. Para sorpresa de los presentes, Georgi Plejanov se situó —por poco tiempo— al lado de Lenin, mientras que Martov encon­tró en Trotsky a su mejor aliado. Pese a que la pro­puesta de los bolcheviques de dirigir ellos —ya que eran la mayoría— el comité de redacción de Iskra sin el viejo equipo era totalmente legítima, Trotsky entendió que esto significaba un menosprecio indignante hacia la “vieja guardia” marxista, y que le correspondía a Lenin la responsabilidad de una ruptura. Se opuso al cisma so­bre la base de esta concepción, y su lema en el congreso sería semejante al que repitió más tarde insistentemente: “¡No dirigir, sino servir! ¡No escindir, sino unir!»; algo que sobre el papel parecía incuestionable. Pero un cuarto de siglo más tarde, en Mi vida, Trotsky justificaba así su posición: “Yo me consideraba centralista, pero no cabe duda de que, en aquel período, no veía en absoluto hasta qué punto un centralismo cerrado e imperioso era necesario al partido revolucionario para conducir a millones de hombres al combate contra la vieja sociedad […]. En la época del Congreso de Londres de 1903 la revolución era todavía a mis ojos una abstracción teórica en su mayor parte. El centralismo leninista no se justificaba todavía para mí como una concepción revolucionaria, clara y definida, de manera independiente”.
En esta fase, Trotsky se mantendrá al margen de las fraccio­nes y sin intentar crear ninguna organización propia, aunque sí establecerá diversos agrupamientos inesta­bles con tránsfugas de ambas formaciones opuestos a la ruptura. En algunos momentos, el rigor de la crítica leninista irá dirigida con­tra los bolcheviques “conciliadores” (partidarios de un acuerdo con los mencheviques), que se aproximan a sus posiciones, y atacará a Trotsky, justamente por considerarle el más consecuente “conciliador” que prepara el camino de la integración en el menchevismo. En 1910, Trotsky consigue fraguar un pacto entre los dos grupos, a condición de que los mencheviques expulsen a su tendencia “liquidacionista” y proliberal (los que recha­zaban el trabajo clandestino y delegaban en los liberales el protagonismo en la lucha política) y los bolchevi­ques hagan lo propio con su tendencia llamada ultimatista (los que repudian todo trabajo legal). Pero los primeros no cumplirán lo pactado, y Trotsky, que se puso de su parte, quedó desautorizado.
Deutscher afirmará lo siguiente sobre este lejano debate: “Porque, en un sentido, esta controversia podía ser considerada como un conflicto entre los partidarios de la disciplina y los defensores del derecho de oposición. Trotsky tomó partido contra los primeros. Lo cual le arrastró hacia el camino de las inconsecuen­cias manifiestas. Él, el campeón de la unidad, cerró los ojos en nombre de la libertad de oposición, ante la nueva división del partido provocada por los men­cheviques. Él, que glorificaba la clandestinidad con el celo digno de un bolchevique, tendió la mano a los que querían liquidar la clandestinidad, calificándola de molesta y peligrosa. En fin, el enemigo mortal del liberalismo burgués hizo frente común con los partidarios de la alianza con el liberalismo en contra de los adversarios feroces de esta alianza”. 2/.
Ulteriormente, Trotsky consideró sus críticas al bol­chevismo como “el principal error de su juventud”. Las expresó básicamente de una manera muy semejante a la efectuada por Rosa Luxemburgo, cuyo enfoque partía de un rechazo del “aparato” burocrático-parlamentario de la socialdemocracia alemana, a la que oponía la espontaneidad de las masas, y un partido forjado en el mismo proceso revolucionario. Anotemos que Rosa fue catalo­gada sumariamente como “trotskista” por Stalin a mitad de los años treinta, una acusación con la que, entre otras cosas, se sentenció a muerte a buena parte del Partido Comunista polaco…Por su parte, Trotsky consideraba que el esquema leninista suponía una desviación jacobina, y por lo tanto contraria al pensamiento marxista clásico que confiaba plenamente en la capacidad autoemancipadora del proletariado. Acuñó la acusación de lo que calificó de “sustituismo” (o sea de sustituir la iniciativa de las masas, un criterio que también compartía Rosa Luxemburgo), y lo dirigía contra los criterios leninistas, que, en su opinión, se traducían en la siguiente lógica fatal: el partido sustituye a las masas, la organización del partido (un pequeño comité) comienza por sustituir al conjunto del partido; después, el Comité Central sustituye a la organización y, finalmente, un dictador o un líder máximo, a dicho Comité.

La socialdemocracia y los “aparatos”

En esta época Trotsky también desconfiaba del tipo de partidos socialistas como el alemán, en el que el aparato subyugaba la iniciativa de la base militante y de las masas en general. Para él, Lenin no sólo dominaba del aparato “profesional”, sino que incluso doblegaba más sus propias concepciones impidiendo el libre juego de un amplio abanico de tendencias. Creía que, en la revolución que se aproximaba, las diferencias quedarían atrás como asuntos mezquinos y el protagonismo central que Lenin le confería al partido pasaría a un segundo plano, ya que “la voluntad subjetiva del partido […] no es sino una fuerza entre mil y está muy lejos de ser la más importante”. La clase obrera, que era “capaz de ejercer su dictadura sobre la sociedad, no tolerará un poder dictatorial sobre ella”; unos argumentos que, a la luz del tiempo, cobrarán un sentido claramente profético desde el momento en que en medio de la guerra civil, el leninismo, con el concurso de Trotsky, tendió a favorecer más la acción de Estado que la participación de las masas.
Después de todo, las experiencias de las luchas sociales le acercaron hacia el bolchevismo (que también conoció su propia evolución), lenta pero firmemente. El camino se ha ido allanando después de sus sucesivos fiascos con­ciliadores y de la aclaración que se va operando entre el internacionalismo intransigente de los bolcheviques y el reblandecimiento de los mencheviques ante el patriotismo de la mayor parte de la socialdemocracia internacional. “El leninismo —dirá— es la única salida para los auténticos internacionalistas”. Los aspectos que facilitaban esta adhesión fueron, en opinión del propio Trotsky, los siguientes:
Las limitaciones que percibe, después de la revolución de febrero, en la capacidad autoemancipadora de las masas, que, si bien han sido capaces de derrocar el zarismo, apoyan las tendencias reformistas de menche­viques y eseristas (socialistas revolucionarios que, a su vez, se muestran dependientes de la burguesía liberal);
La revolución no había soldado las diferencias, sino que las había incrementado más (de un lado el partido de la reforma, del otro, el de la revolución, aunque en medio queda también alguna gente: sobre todo eseristas y mencheviques de izquierdas, y por supuesto, los anarquistas, aunque éstos quieren ir mucho más allá, a la disolución del Estado);
Los bolcheviques habían superado sus estreche­ces sectarias y se mostraban capaces tanto de ser la parte más avanzada dentro del movimiento real como de rectificar sus esquemas y adoptar abiertamente la tesis de que la revolución por hacer era la socialista;
Su oposición al régimen leninista del partido se de­bía, escribió Trotsky al final de su vida, a que “no había comprendido que, para alcanzar la meta revolucionaria, es indispensable un partido sólidamente soldado y cen­tralizado”. Ahora bien, en 1917 aceptó “completamente y de todo corazón los métodos leninistas del partido”. Pero matiza que estos métodos no son los expuestos en ¿Qué hacer?, cuyo carácter es unilateral y, por consiguiente, estrecho, muy propio de las condiciones en que se desenvuelve el exilio; el propio Lenin lo reconoció más tarde. Es más, considera que sus críticas, desarrolladas por Trotsky en su obra Nuestras tareas políticas, no estaban desencaminadas.
Si bien eran injustas con Lenin, no lo eran con el aparato bolchevique formado por los comitard (“hombre de comité”), de los que Nadia Krupskaya habla despectivamente en sus memorias (y que, en las diversas etapas en que ocuparon cargos de responsabilidad, se distinguieron muchas veces por su rigidez formalista, sobre todo los que estaban por las tareas más internas).

Una autocrítica

Al decir de Ernest Mandel: “Antes de 1917, Trotsky cometió un error desastroso. No solamente no se unió a los bolcheviques, lo que fue el mayor error de su vida, sino que llegó a construir una organización de cuadros sólidos para defender su propia línea. En consecuencia, entró en la Revolución rusa de 1917 con un programa excelente, con un pequeño número de cuadros brillantes y algunos miles de simpatizantes, el grupo de los «interdistritos» —Mezhrayozniki—, es decir, unas fuerzas organizadas tan reducidas que no tenían ninguna probabilidad de construir un partido revolucionario de masas que hubiera podido influenciar de manera decisiva el curso de los acontecimientos”.
Creo que vale la pena recordar que Trotsky escribió una memorable evocación de sus peripecias en Londres, en un texto, Lenin y la antigua Iskra, que serviría como pórtico a su recopilación sobre Lenin (1924), que debía preceder a una bio­grafía más voluminosa, un proyecto que pudo cumplir solamente en su primera parte, El joven Lenin (Fondo de Cultura Económica, México, 1972, tr. de Ángela Muller). Esta recopilación, entre otras cosas, pone nuevamente de manifiesto que Trotsky era capaz de trazar semblanzas, de reconstruir ambien­tes, de dar viveza a un relato con la inclusión de breves anécdotas, así como de ofrecer con vigor y elegancia su propio punto de vista. En el libro se incluyen además otros diez capítulos bajo el título de En torno a Octubre, el último de los cuales se refiere a la visión que sobre Lenin tenían los niños, así como una serie de apéndices más circunstanciales. Es una de sus obras maestras. Ofrece una amplia semblanza y una extensa colección de recuerdos de años decisivos, escritos con gran distancia en el tiempo durante una enfermedad de su autor, y según confesión propia sin más ayuda que la de su propia memoria.
Este Lenin no era el que ahora aparece como el ”verdugo de la democracia” (una democracia que no existió nunca como alternativa real en 1917; así lo reconoció el líder cadete, Miliukov), sino que aquí aparece un Lenin risueño, alegre, decidido y fascinante. Es un hombre sencillo que camina junto a Trotsky por la noche, de re­greso de una opéra comique. A Trotsky le hacían un daño atroz las botas que el propio Lenin le había regalado, y Lenin bromeaba, pero “bajo sus bromas se ocultaba, sin embargo, la compasión de quien comprende muy bien la molestia ajena”. Es un Lenin que corre como una exhalación para no llegar tarde a una reunión y se ríe a carcajadas cuan­do alcanza la tribuna a la hora prevista… Por encima de estas anotaciones está la calidad excepcional del personaje y de sus circunstancias históricas, y el relato directo, de primera mano, de acontecimientos de primera magnitud, que luego han sido más o menos falseados por la novela, el reportaje fácil o una amputación histórica que llega al extremo de titular Lenin tuvo la culpa un documental televisivo sobre la historia de la revolución. La maniobra es sencilla: se trata de atribuir a Lenin toda la responsabilidad del curso revolucionario, medir éste por su evolución burocrática y destruirlo por su jacobinismo durante la guerra civil, en especial por su actitud en la ejecución de la familia del zar.

El Lenin de Trotsky

La obra conoció una importante edición en castellano —en una traducción directa del ruso efectuada por José Laín Entralgo— publicada por Ariel (Barcelona, 1972; al parecer la traducción anónima de 1927 era bastante mala), y resulta sumamente representativa de la «buena prensa» que comenzaba a tener Trotsky (Lenin ya la tenía) en la época. Cuenta con un extenso prólogo del presidente de la Real Academia de la Historia, el antaño muy conservador Jesús Pabón, acerca de la figura de Trotsky, y está escrito desde unos supuestos ideológicos muy diferentes. La edición comprende también un epílogo de Íñigo Moreno de Arteaga, marques de Aula, sobre las peripecias de Trotsky en España (se ofrece la traducción de Nin publicada en Ed. España, Madrid, 1929, que apareció con un prólogo entusiasta del socialista Julio Álvarez del Vayo), y , al margen de sus prejuicios, ofrece detalles de interés, como la visita frustrada a José Ortega y Gasset, a la sazón simpatizante del PSOE, y quien observó a Trotsky desde la mirilla de su casa pero —en un gesto que no dejó de resultar simbólico— no le abrió la puerta. Observando, por un lado, el atraso de la humanidad natural del pueblo, y, por otro, el atraso de las masas trabajadores, Trotsky se interroga sobre las “palancas” que serán necesarias para cambiar tal situación; en aquella época, Ortega escribió que todo lo que el pueblo no cambia hay que cambiarlo de nuevo, una frase que Trotsky habría seguramente citado a gusto.
Finalmente se ofrece una traducción de Pere Gimferrer de la célebre reseña del mismo libro que escribió André Breton (en colaboración con Paul Éluard), tan trascendental en la evolución política del movimiento surrealista. Breton y Éluard conocieron trayectorias muy diferentes en sus relaciones con el movimiento comunista: mientras que Breton siempre denunció el estalinismo, Éluard lo justificó con un comentario que manchará para siempre su biogafía. El contraste tuvo su momento más conocido ante la detención del surrealista y trotskista checoslovaco Zavis Kalandra. La anécdota sería citada por la arrepentida Rosa Montero desde una de sus tribunas en El País, como un ejemplo más de la abyección en la que cayeron los intelectuales “comunistas”. Como sí Zavis Kalandra no hubiese sido “un comunista”, y como sí la figura de Eluard (o de Neruda) pudiera medirse exclusivamente por su relación el comunismo tal como lo soñaron, o lo vieron en oposición al “mundo libre”, como si una señora instalada que mira hacia otro lado cuando la barbarie se hace en nombre de la “mundo libre”, pudiera erigirse en juez sin necesidad de dar cuenta de sus propias vigas en los ojos.
Creo que la parte más oscura en la biografía de Trotsky es la que sigue a la guerra civil, cuando escribe Terrorismo y comunismo, y trata de aplicar los métodos de la guerra a una sociedad que…se ha descompuesto casi totalmente. Pero esta es ya otra historia, la del Testamento de Lenin, y sobre la cual, quizás sea mejor hablar otro día.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Notas

1) El lector que no quiera acceder a ningún libro sospechoso de infiltración trotskista puede empero consultar dos obras, la primera podría ser Los bolcheviques, en la cuidada edición de Georges Haupt y Jean-Jacques Marie, que recoge las autobiografías de los dirigentes más reconocidos del PCUS, publicadas por la Enciclopedia Granat en Moscú, en 1925; pero si aún así temen que pueda introducir conocimientos impuros en la fe inquebrantable, pueden consultar las memorias de Nadia Krupkaya, la compañera de Lenin, quien antes de morir pudo publicar en Moscú Mi vida con Lenin, de la que existen dos ediciones con algunas variaciones, la de Madrágora (Barcelona, 1976), y Recuerdo de Lenin (Fontamara, Barcelona, 1976).
2) Ediciones Espartaco internacional ha traducido y editado el informe de Trotsky para el II Congreso de la Socialdemocracia rusa, Informe de la Delegación Siberiana, que sintetiza sus planteamientos contrarios a Lenin. Consta también de unos apéndices en los que Trotsky precisa su evolución ulterior en polémica con autores como Marceau Pivert.

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