Sorn Nita camina descompasada, casi a golpes, como si su cuerpo, agotado de tanto arrastrarse arriba y abajo en la máquina de coser, se rebelarse contra lo que está por venir. Otro día más de trabajo, como todos desde que cumplió 13 años, en las fábricas de Phnom Penh. A ella le tocan los pantalones y los vaqueros. «Como esos que llevas tú», me dice. Al rematar la jornada, como tantas otras veces después del atardecer, volverá a casa echando cuentas del dinero que le queda para la semana. Los 100 euros mensuales no le llegan para pagar la renta, el transporte y la comida. Es la condena común. Algunas compañeras de la fábrica ya han comenzado a prescindir de lo único imprescindible de lo que pueden prescindir: la comida. Así es como las mujeres del textil de Camboya comienzan a debilitarse. De pura hambre.
Son las doce del mediodía y los alrededores de la factoría de Compress Holding, en la comuna de Chak Angre, son un hervidero de mujeres que atestan las mesas metálicas del pequeño comedor que a todas horas instalan en la explanada polvorienta que da acceso a la fábrica. Los platos de habas con arroz, a 5.000 KRH, algo menos de un euro, pasan de una mano a otra, como las prendas durante la confección. En la primera de las mesas, la más próxima a la fábrica, ya han terminado el almuerzo. Algunas mujeres saborean unas piezas de fruta. Parecen plátanos. Del otro lado de la explanada, un grupo de chicas rebusca entre la mercancía del puesto de ropa. Son prendas hechas en Vietnam o en China. Las únicas que pueden comprar. Las que ellas fabrican jamás las podrán vestir.
En la última de las mesas, la del tambaleo armónico a cada movimiento, Sorn Nita apura una taza de sopa. Antes de apartarla, le da dos buenas cucharadas. Dentro de la fábrica hace mucha calor. En unos minutos deberá volver a ponerse manos a la obra: hay que acabar la producción a tiempo para el envío. En factorías como esta de la periferia de Phnom Penh, la capital de Camboya, se confecciona la ropa de las principales multinacionales del sector: Inditex, C&A, H&M, N Brown Group, Tchibo, Next, Primark o New Look. Cerca de 475.000 personas, un 90% mujeres, trabajan en los 558 centros del textil registrados legalmente en el país, una cifra a la que habría que añadir otras 200.000 que lo hacen en los talleres clandestinos —semejantes a los que proliferaron en la costa de A Coruña en los 80 con el crecimiento de Zara— y en las industrias auxiliares.
La Unión Europea y Hong Kong son los principales mercados de un sector que le genera 5.000 millones de dólares anuales a la economía de un país en el que la renta per cápita no supera los 750 euros. «Hay 10 millones de personas en Camboya—del total de 15 millones de habitantes— que viven en la pobreza, con menos de 2 dólares al día», remarca Sokny Say, secretaria general del Free Trade Union of Workers of the Kingdom of Cambodia (Ftuwkc). Las familias del textil forman parte de este grupo. Con un sueldo de 100 dólares mensuales, muchas mujeres tienen que sacar adelante sus hijos. «Yo vivo endeudada», reconoce Long Chenda. A sus 36 años, esta mujer de rostro curtido y discurso latente vive al día, sin más futuro que lo que le permita el cuerpo. «Mi marido me dejó hace seis meses. Desde entonces nunca tengo dinero en el bolsillo». Más de la mitad del salario se va en los gastos de la casa, por lo que tiene que arreglarse con menos de 50 dólares para alimentar su familia. «Siempre tengo que andar pidiendo dinero para poder comprar comida», repite buscando con la mirada la complicidad de la media docena de compañeras que se agrupan tras ella.
El círculo de la deuda
El caso de Long Chenda no es diferente al de muchas otras mujeres de su tiempo. En 2013, estudios realizados por diferentes ONG e instituciones internacionales establecieron el sueldo mínimo que debería percibir un trabajador del textil para cubrir los costes básicos de la vida en Phnom Penh entre 157 y 177 dólares mensuales. Es el llamado «minimum wage», que llenó de protestas las calles de la capital nos últimos años. «Lo que reclaman es el mínimo para poder vivir», afirma Sokny Say. En diciembre del pasado año, el Gobierno camboyano, que es quien fija de hecho los salarios a través del Labour Advisory Committee —en el que también están representados la patronal y los sindicatos—, decidió incrementar los sueldos en el sector de 95 a 100 dólares, lo que no contentó a los trabajadores, que mantuvieron las manifestaciones. La represión gubernamental desembocó en los primeros días de enero de 2014 en un fuerte enfrentamiento en el que cinco manifestantes perdieron la vida y otros 40 resultaron heridos. Además, 23 personas, entre ellas importantes líderes sindicales, fueron detenidas en una campaña de «violencia e intimidación» denunciada por las organizaciones de derechos humanos. «Pese a todo, nuestras demandas siguen vigentes. Si no hay protestas, no hay aumentos», insiste Sokny.
La marea rosa del textil volvió a recorrer el centro de Phnom Penh en octubre de 2016 para quejarse por el retraso en la decisión sobre el salario de 2015. «El Gobierno tiene miedo de que si los sueldos suben demasiado, muchas empresas decidan llevar la producción a otros países asiáticos como Laos, Vietnam o Indonesia», explica Phoak Kung, analista del Cambodian Institute for Cooperation and Peace. A pesar de los incrementos logrados en los últimos años, las mensualidades en el textil en Camboya son aún más bajas que las de otros países de la zona como Indonesia o China. «Trabajamos para conseguir salarios decentes para el textil en toda Asia. Así, las marcas estarán menos tentadas de buscar mano de obra barata en cualquiera parte de la región», explica el secretario general de IndustriALL, uno de los sindicatos más involucrados en el sector, Jyrki Raina.
Las organizaciones de trabajadores creen que las multinacionales tienen margen suficiente para mejorar los jornales, toda vez que sólo en el primero semestre del 2013 la facturación del textil en Camboya se incrementó en un 32%, hasta los 1.558 millones de dólares. «Preferimos que las compañías que no puedan pagar un salario mínimo se vayan del país. Nosotros sólo le daremos la bienvenida a las empresas que vengan a invertir con buenas intenciones», afirma la responsable del sindicato Ftuwkc.
La subida de los sueldos es imprescindible para romper el círculo de las deudas que atrapa los trabajadores del textil. Con los 250 dólares mensuales que una familia puede llegar a reunir —150 dólares es el salario medio entre los empleados de la construcción, por los 100 del textil— muchas se ven obligadas a recurrir a préstamos que acaban por ahogar sus escasos ingresos. «Trabajamos sin parar casi hasta morir y ni así podemos hacerle frente a los gastos. Yo aún le debo parte de la renta de este mes al casero», apunta Sorn Nita, quien desde hace unos meses vive con su marido en un pequeño piso en las afueras de Phnom Penh por el que paga 50 dólares. «Me gustaría tener un hijo, pero no podría mantenerlo».
En muchos casos, las mujeres que trabajan en las fábricas de Phnom Penh proceden de zonas rurales, en las que aún residen sus familias. Son el único sustento que les queda. Por ello tratan de ahorrar todo lo que pueden para enviar una remesa mensual que alivie la economía familiar. «Mis dos hijos viven en la provincia de Prey Veng. Intento enviarles dinero en cuanto puedo», explica Chem Cahaicin. Ella, de 32 años, lleva ocho en las fábricas de la capital. Su cuerpo es testigo de la dureza de esta labor, aunque ella nunca pierde la sonrisa . «Lo hago por los niños». Con todo, lo peor para estas mujeres es enfermar. «En muchos casos no tenemos dinero para pagar los tratamientos», señala Long Chenda. Así que tienen que endeudarse de nuevo en un círculo que se vuelve infinito.
Trabajar hasta la muerte
Con las primeras luces del día, un ejército de furgonetas oxidadas va repartiendo a los trabajadores por las fábricas que salpican la periferia de Phnom Penh. Uno tras otro van entrando en las factorías, muchas de ellas anónimas —como ya ocurría con los talleres de la Costa da Morte—, para cumplir con su jornada. Aunque la legislación camboyana establece un máximo de ocho horas diarias, seis días a la semana, con un máximo de dos horas extraordinarias por día —lo que hace un total de 60 horas semanales—, la realidad es que esta nunca baja de las diez horas. «Hay veces que empezamos a las siete de la mañana y no rematamos hasta las siete y media de la tarde», explica Sorn Nita. En este tiempo, sólo tienen un descanso de una hora para comer. Incluso para ir al baño tienen que pedir permiso. «Levantarse para ir al servicio está mal visto», señala Chem Cahaicin. «Te hacen sentir culpable», añade Long Chenda. Los sindicatos se quejan del trato que las empresas le dispensan a los trabajadores, así como del incumplimiento de las mínimas condiciones laborales. «Es una manera de presionarlos », denuncia la secretaria general del sindicato Ftuwkc.
—Exactamente, ¿cuál es tu labor en el proceso de confección?
—Yo llego a mi sitio, me siento en la silla y coso, uno tras otro, pantalones y vaqueros. Así, como esos que llevas tú— dice Sorn Nita, señalándome.
Eso es lo que Sorn Nita viene haciendo los últimos dos años, desde que entró en Compress Holding —una de las factorías más grandes, en la que trabajan alrededor de 1.600 personas—. Durante los diez anteriores pasó por fábricas más pequeñas como Tack Fat y Tak Son. La situación es similar en todas. Los dueños tienen que cumplir con los acuerdos firmados con las multinacionales —siempre con unas exigentes condiciones en tiempos y calidades de las que depende la renovación del contrato—, lo que se traduce en una fuerte presión para los empleados. «Si no consigues la producción estimada, el responsable del grupo —unas 65 personas, habitualmente— te llama a una sala y te pide explicaciones por lo sucedido. Si no los convences, te dan un aviso. Y se vuelves a fallar te amenazan con el despido», relata Long Chenda.
—¿Hay castigo si no cumplís con la producción?
Las tres trabajadoras que aún permanecen sentadas en el improvisado comedor a las puertas de la factoría se quedan en silencio. Pese a su valentía, aún hay cuestiones que suscitan los miedos de una sociedad que apenas consiguió olvidar las barbaridades del régimen de los Jemeres Rojos. «¿Castigos? Por supuesto que existen», aclara después Sokny Say en su pequeño despacho de la calle 360 del centro de Phnom Penh. «Les mandan pasar de pie toda la jornada, con las manos en la espalda; o escribiendo en la pared ‘Lo siento, no volverá a ocurrir’; y a veces las sacan fuera, al sol, y las obligan a pasar allí el día para que sientan vergüenza delante de sus compañeros», asegura la sindicalista, que no para de gesticular mientras escenifica los castigos a los que son sometidas las trabajadoras.
La inseguridad laboral —alrededor del 90% de los empleados del textil tienen contratos temporales de corta duración, según un informe de la International Trade Union Confederation (ITUC)— dificulta la afiliación sindical y, como consecuencia, también la demanda de avances en las condiciones laborales. Esta situación es especialmente lastimosa en el caso de las mujeres, el 90% de la mano de obra, a menudo amenazadas en el caso de quedarse embarazadas, lo que provoca que muchas de ellas se vean obligadas a abortar. «No podemos seguir en estas condiciones», insiste Sokny, una de las voces más críticas con el Gobierno y con las grandes multinacionales. La exigencia de los capataces se acrecienta cuando llegan los períodos de mayor consumo en los países desarrollados, especialmente durante las semanas previas a la Navidad. Ahí se produce lo que algunos expertos llaman «los incentivos de la muerte»: los empleados del textil necesitan tanto el dinero que trabajan hasta la extenuación. «En la temporada alta trabajamos todos los días, de lunes a domingo, durante 14 horas», asegura Sorn Nita, que lleva más de una década dándole forma a la ropa que ni siquiera sueña con poder vestir.
Al mediodía, los alrededores de la factoría Compress Holding se convierten en un comedor improvisado para los trabajadores
En 2014, más de 1.000 personas, casi 200 más que en todo el 2013, se desmayaron mientras trabajaban en las fábricas del textil en Camboya, según datos del Departamento de Salud Laboral del Gobierno recogidos por el diario Cambodia Daily. «Los desmayos masivos son comunes en las fábricas», subraya el responsable de IndustriALL. En un mismo día se llegaron a registrar 140 desvanecimientos en tres factorías diferentes del distrito de Dangkao, de Phnom Penh. «Es algo que pasa todas las semanas», afirma Long Chenda. «Es verdad, de media hay cuatro o cinco desmayos cada mes», corrobora Chem Cahaicin. En 2014 tres trabajadores murieron en las fábricas del textil en Camboya tras repetidas jornadas extremas de trabajo. Uno de ellos, Vorn Tha, de 44 años, murió en la factoría New Archid, que confecciona ropa para H&M, después de trabajar durante días desde las siete de la mañana a las diez de la noche.
Morir de hambre en el trabajo
La pobre alimentación de los empleados, unida a la excesiva carga laboral, el uso de productos químicos y las altas temperaturas que se alcanzan en los talleres, está detrás de esta cruenta realidad. En su informe de 2014, Better Factories, un programa de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) creado en el 2001 para mejorar las condiciones laborales en las factorías del textil en Camboya, señala que sólo el 18% de las fábricas cumplen con la limitación de dos horas extraordinarias al día; el 35% con los consejos relativos al calor en el centro de trabajo ; y más de la mitad no tienen agua y jabón suficientes.
Pese a todo, lo que realmente está causando los desmayos y las muertes es el hambre . Literalmente. «Trabajamos sin parar, hasta casi morir», repite Sorn Nita. Con 23 años, apenas pesa 46 kilos y ya no mueve con la lozanía de tiempo atrás. Su cuerpo comienza a enterarse de lo que significa el paso del tiempo. En Camboya esa es la marca que señala la entrada en la edad adulta. Un informe de la ONG británica Labour Behind the Label (LBL) afirmaba en 2012 que las mujeres que trabajan en las fábricas de Camboya injerían una media de 1.598 calorías al día, la mitad de la cantidad recomendada para una mujer que realice una actividad industrial. Una dieta completa, de alrededor de 3.000 calorías diarias, supondría un coste mensual de más de 75 dólares, tres cuartas partes del salario mensual que perciben. «Con los 100 dólares es muy difícil vivir en Camboya. Por eso es tan importante lograr el salario mínimo de 177 dólares», repite Sokny una y otra vez. Al dejar de comer, los trabajadores van quedando sin fuerzas, «hasta que enferman o caen desmayados», explica la sindicalista. «Muchos están enfermos, sin fuerza, y se derrumban mientras trabajan», corrobora Sorn Nita. «Si lo que tienen no es serio ni siquiera los envían al hospital. Los mandan de vuelta al trabajo», añade Chem Cahaicin. Para los empleados del textil, enfermar es casi como una sentencia, una vuelta más en la soga de las deudas.
La hora del almuerzo está a punto de finalizar y con ella nuestra charla. Una cría se afana por recoger los restos de arroz que sobraron de algunos platos, mientras su hermana limpia las mesas del comedor. Mañana habrá que montarlo de nuevo. En el mundo del textil en Camboya el tiempo no tiene estaciones, es más bien una puntada continua que va descosiendo los cuerpos hasta que los hace desfallecer. En la entrada de la factoría, un grupo de mujeres apura una botella de agua. La polvareda de unas motos las hace toser. Unos metros más atrás Sorn Nita se agarra del brazo de su madre, Sun Samnang. Ella fue quien le enseñó el oficio. Chem Cahaicin y Long Chenda caminan a un lado .
—Una última cosa —les digo antes de despedirme—. ¿Vosotras que le pedirías al futuro?
Silencio.
—Que nuestros hijos no tengan que trabajar en estas fábricas.
Pablo L. Orosa
Luzes
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