Reencuentro con una familia palestina, 25 años después de que les arrebataran su tierra
Hace un cuarto de siglo presencié cómo Israel arrebataba su tierra a la familia palestina Khatib. Junto a un director de cine británico, filmamos a las excavadoras derribando el muro de la huerta y la casa de Mohamed y Saida Khatib y de su hijo Suleiman, y arrasando su campo de olivos, higueras, albaricoqueros y almendros, pegado al viejo gallinero de Saida.
“Es mío; fue de mi padre y del padre de mi padre”, me dijo entonces el anciano discapacitado Mohamed. “¿Qué se supone que debo hacer?” Su hijo de 35 años, maestro de escuela, iba a acudir a los tribunales israelíes para evitar este acto de pillaje, dijo. La tierra les pertenecía.
Todavía se puede ver en YouTube la patética esperanza que albergaba la familia, en el jardín de su casa, en la película que realicé en 1993:, Beirut to Bosnia: The Road to Palestine . Los canales de televisión Channel 4 y Discovery emitieron esta sórdida historia de desposesión dentro de una serie de tres episodios sobre las razones por las que los musulmanes habían terminado por odiar a Occidente. Creo que todos esperábamos, ingenuamente, que con nuestras cámaras, las entrevistas a Mohamed y Saida, y el cuarto de hora que dedicábamos a su lucha por conservar sus tierras de Jerusalén Oriental, conseguiríamos evitar el robo oficial de su propiedad.
Deberíamos haber sabido que era una falsa ilusión. Quizás esa sea la razón por la cual, a medida que pasaban los años y la colonia judía de Pisgat Ze’ev se expandía hacia el valle árabe de Hizme, preferí no regresar al asentamiento que rodeaba el hogar y la tierra de la familia palestina. Todavía podía ver desde la carretera principal la pista que llevaba hasta la casa, pero ya no se veía la construcción. Había demasiados tejados rojos, árboles jóvenes, carreteras asfaltadas y colonos judíos. La historia había terminado.
Hicimos lo que pudimos. El periodismo es una profesión transitoria. Tenía por delante guerras por cubrir –en Afganistán, Argelia, Bosnia— y los Khatib no eran los únicos palestinos que habían perdido sus tierras por el descomunal proyecto colonial de Israel en Cisjordania, la construcción de hogares para judíos y solo para judíos en tierras árabes. Además, otras guerras –Irak (de nuevo), Yemen, Libia, Siria—desviaron la atención de la tragedia palestina.
Pero coincidiendo con el 25º aniversario de aquel viejo film –y el 25º aniversario de los acuerdos de Oslo que, de no haber fallado, podrían haber salvado a los Khatib—yo estaba de vuelta en Jerusalén y no pude seguir ignorando la pista que conducía a la casa. Ni la ausencia del huerto, en medio de los modernos bloques de viviendas israelíes, en el que día tras día habíamos hablado con la familia (porque ese tipo de películas requiere muchas horas de rodaje).
“No conseguimos comer, ni beber ni dormir”, se lamentaba entonces Saida, cubierta con un pañuelo blanco a la sombra de los árboles. Todavía se la puede ver hoy en día, mientras protestaba frente a nuestra cámara. “¿Acaso nos metemos nosotros en casa de otras personas? Mi marido está lisiado y ambos somos viejos. Esto es una tiranía”.
Así que hace unos días volví a tomar el antiguo camino que lleva a la aldea de Hizme, convertido ahora en una carretera más ancha, con un enorme puesto de control israelí a la entrada y separado del asentamiento judío de Pisgat Ze’ev por El Muro, ese coloso de 8 metros de altura que deja una cicatriz de kilómetros a su paso por Cisjordania. Hizme, cuyas casas de piedra más antiguas tienen claramente más de doscientos años, era la aldea familiar de los Khatib, y yo tenía la sospecha de que la familia se habría mudado allí cuando le arrebataron su casa.
Allí localicé al hermano de Suleiman, Ahmed, con quien nunca me había encontrado. Él telefoneó a Suleiman, que no había emigrado a Europa o Estados Unidos, como me temía, sino que vivía en un apartamento abarrotado, con su esposa y cinco hijos, distante apenas unos tres kilómetros. Así que fui con el coche hasta allí y en la calle estaba Suleiman, ahora con 60 años y más entrado en carnes, pero con el mismo marcado acento al hablar inglés y la misma cordialidad que tenía cuando nos invitó a su parcela hace un cuarto de siglo.
Se había convertido en un hombre más triste, pero mantenía la vaga esperanza –muy vaga—de que la querella legal de su familia contra Israel pudiera reabrirse. ¿Acaso su familia no había expresado su disposición a quedarse dentro del asentamiento judío? ¿Acaso no les habían dicho que su tierra hacía falta para construir una carretera (para “uso público”), y no para hacer casas para los colonos? Los abogados de la familia les habían fallado, me dijo. Pero nunca habían aceptado ninguna compensación. “Eso significaría que habíamos vendido nuestra tierra y por tanto que les había cedido el derecho a quedársela”.
Al principio no pregunté a Suleiman por sus padres, aunque suponía lo ocurrido. Poco después de que les filmáramos, los israelíes regresaron a casa de los Khatib. Era octubre de 1993. La policía se presentó con funcionarios del Ayuntamiento de Jerusalén –con jurisdicción ampliada para incluir la aldea de Hizme–, soldados y excavadoras. “Esa mañana yo estaba dando clases y mi familia me llamó para decirme que los israelíes estaban allí con un gran despliegue de fuerzas. Entonces me di cuenta de que todo había terminado. Tras demoler la casa, estaban destruyendo los campos, los muros, incluso los árboles, el corral de los pollos, las palomas... No dejaron nada. No dejaron piedra sobre piedra. Incluso se llevaron nuestro equipaje en los camiones, la comida, la ropa, las mantas... todo”. Los siguientes días, los Khatib vivieron en una tienda, en medio de la destrucción.
Pues sí, Mohamed y Saida habían fallecido y estaban enterrados en Hizme. Mohamed murió hace dos años y Saida en 2002. “Nunca olvidaron su tierra”, me dice Suleiman. “Siempre se lamentaron de lo sucedido. Teníamos la esperanza y la fe en el Señor de que la situación pudiera cambiar y regresar a nuestra tierra. Mi padre solía traer el agua en burro desde la aldea de Hizme –ya viste todos los árboles que teníamos– ... pero no podemos luchar contra un Estado como Israel. Se supone que tiene leyes y tribunales, pero son para su propio beneficio, no para defender los intereses de otros”. Durante el resto de su vida, me cuenta Suleiman, su padre se negó a comer almendras o uvas, porque no procedían de sus campos.
Así que, una mañana soleada y calurosa Suleiman y yo regresamos al lugar donde estuvo su hogar. Nos detuvimos en el viejo camino que llevaba hasta la casa, bloqueado ahora por unos grandes bloques. Suleiman los cruzó cautelosamente y echó a andar por una elegante carretera asfaltada que atravesaba una urbanización de chalets con césped, árboles, tejados rojos y aparcamientos para los residentes. Nadie se fijó en él –solo vimos a un hombre en toda nuestra visita–, que caminaba cada vez más confiado entre las casas de los colonos.
“Es la primera vez que vengo desde que construyeron todo esto”, comentó mirando por encima de un muro bajo, hacia el lugar donde se situaba la propiedad de su familia. “Es una sensación extraña. Viendo todo esto no es posible imaginar lo que había aquí. Creo que nuestra tierra empieza por ahí”, dice señalando un lugar algo más al sur. “Los colonos no conocen su historia. No saben lo que la gente sufrió aquí antes de su llegada”.
Suleiman sigue mirando por encima del muro. “A lo mejor, si podemos echar un vistazo desde aquí... Ese árbol alto está en nuestra tierra. No dejaron nada de lo nuestro... los muros, los árboles... no dejaron nada”.
Suelo pensar que la expropiación y el coraje van de la mano en la mente de quienes han sido expulsados de sus tierras. Pero no es así. La expropiación es el final; el coraje, me temo, puede ser tan patético como irrelevante. “Me duele verlo así ahora, en este estado”, confiesa Suleiman. “[Los colonos] están viviendo con todo lujo sobre las ruinas de otras personas. No conocen nuestra historia, no saben lo que había antes aquí. Es una historia triste. Cuando demolieron nuestra casa, incluso si era para “uso público”, como dijeron, deberían haber tenido en cuenta nuestros sentimientos, nuestra humanidad. Aplanaron el terreno, como si no tuviera árboles, muros, nada. Tu película es lo único que queda para recordárnoslo. Gracias por traerme aquí. Es la primera vez, ¡como si no fuera mi tierra! Ahora es para los extranjeros. ¿Qué podemos hacer? Me duele todo lo que ocurrió”.
Suleiman trabaja ahora como traductor a tiempo parcial para el periodico Al-Quds Al-Arabi (“Jerusalén Árabe”). Ha dado educación a sus hijas y sigue dispuesto, dice, a luchar en los tribunales por recuperar su tierra. Me pregunto si es un deseo realista. Le digo repetidamente que debe encontrar los títulos de propiedad del periodo del mandato otomano y británico, que recuerda haber leído antes del desahucio de la familia. Tampoco sabe nada de los grupos israelíes que se oponen a los asentamientos judíos en Cisjordania. No le digo lo que temo que va a pasar: que jamás recuperará su tierra.
Siguiendo con nuestra visita, nos dirigimos a otro lugar cercano a los bloques. “Esta carretera también lleva a nuestra tierra, creo. ¿Ves aquellos árboles verdes a lo lejos? Creo que señalan el final de nuestra parcela. Allí estaba. ¿Recuerdas las excavadoras yendo hacia allá?
Claro que sí. Las excavadoras salen en aquella vieja película. Las conducían palestinos, lo recuerdo, pues los árabes todavía ayudaban en la construcción de las colonias que les quitaban sus tierras. Pido a Suleiman que identifique el país que tiene enfrente, cuando mira al lugar donde estaba la casa de su familia. “Es Palestina, aunque tenga edificios israelíes”, me contesta. “Todas estas casas que ves están en tierras de Hizme y de Beit Hanina. Tengo la sensación de estar viviendo en el extranjero... pero en el mismo distrito. Esperamos, si Dios quiere, que la situación cambie, que todo cambie, que la tiranía cambie...”. En ese momento me doy cuenta de que Suleiman utiliza la misma palabra, “tiranía” que usaba su madre hace tantos años.
¿Y en qué estaba pensando, aquí, en la colonia de Pisgat Zeev, en esta parcela de tierra que es/fue parte de Hizme? “Me siento, confuso”, dice. “A veces pienso que no hay nada que pueda hacer porque, ya sabes, este Estado, Israel, se fundó sobre las tierras de otros, no solo sobre la de nuestra familia. Y no es fácil recuperarlas de un Estado o un gobierno como este. Todavía siguen anexionando tierras”.
Es verdad. Y este no es el momento ni el lugar para hablar del sufrimiento de los judíos, o de los judíos ortodoxos israelíes que creen que Dios –y no un tribunal– les dio el derecho sobre las tierras de miles de palestinos árabes, incluyendo a los Khatib. Ni de la partición propuesta por la ONU que los árabes nunca aceptaron. Ni sobre el voto de esa misma organización que dio lugar al Estado de Israel. Ni de Trump. Oslo se cierne sobre nosotros como una sombra. ¿Llegará a existir un Estado palestino? “No, no lo creo. Cuando las conversaciones de Oslo... en aquella época lo imaginábamos, pensábamos –eso pensábamos– que llegaríamos a verlo. Pero después de todo este tiempo, la situación es cada vez peor...”
Y ahí da inicio a un monólogo que he escuchado muchas veces, aunque su repetición no le quita un ápice de sinceridad. Los palestinos seguirán luchando por su tierra, aunque el mundo no les preste atención. Probablemente es cierto. Israel no podría robar tierras palestinas sin el apoyo de Estados Unidos y la apatía de Europa. Me temo que es cierto. Mientras la ocupación continúe, no habrá paz. Aún más cierto. No, Suleiman no se irá de “Palestina” –insisto aquí en el uso de comillas– porque es su “patria”.
¿Podría haber imaginado Suleiman, cuando le conocí junto a sus padres hace veinticinco años, que iba a pasar algo así? “No, no podía imaginarlo”, me dice. “Y después todo este tiempo, después del muro y las colonias, no puedes ni darte cuenta de (casi ni puedes reconocer ¿?) que esto fue una vez tu tierra. Porque todo está cambiado, las casas nuevas, los árboles, las calles, los chalets...”
Robert Fisk
Counterpunch
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
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