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martes, diciembre 25, 2018
Navidades paganas
El gobierno porteño ha hecho reproducir por toda la Ciudad, en los carteles electrónicos de las avenidas y autopistas, la frase “Navidad es Jesús”, la misma que adorna casi todos los templos católicos en estos días. ¿Por qué esta coincidencia? La identificación de la Navidad con el nacimiento del mesías cristiano no tiene ningún asidero histórico. La campaña oficial simplemente expone nuevamente los lazos del Estado porteño con el clero, es decir para perpetuar la influencia del oscurantismo religioso en la esfera de la vida pública.
Si el cristianismo fue, al decir de Karl Kautsky, “uno de los fenómenos más gigantescos de la historia humana”,[1] solo el Iluminismo del siglo XVIII se asomaría a una indagación científica de sus orígenes y sentido. El historiador inglés Edward Gibbon, que dedicó más de cuarenta años de su vida (entre 1744 y 1788) a escribir una monumental “Historia de la decadencia y caída del imperio romano”, dice con una ironía finísima que, a pesar de sus milagros resonantes y del impacto social de sus andanzas terrenales, ninguno de sus contemporáneos menciona a Jesús.
Séneca (4aC-65), impulsor del estoicismo filosófico que puede considerarse parte fundante del corpus ideológico del cristianismo (la filosofía de la decadencia), era hombre obsesionado por los profetas de su tiempo y confeccionó una larga y minuciosa lista de los muchos predicadores que por entonces recorrían Palestina; pues bien, no hay en ella ningún Jesús.
Plinio el Viejo, gran astrónomo (Roma fue pobre en astrónomos y matemáticos), fue un estudioso de los eclipses y su mecánica, y los describe detalladamente en su “Historia natural” ¿Cómo pudo pasársele el oscurecimiento de tres horas que siguió inmediatamente a la muerte del Cristo?
La primera mención a la existencia física de Jesús se encontraba en “Antigüedades judías”, de Josefo Flavio —nacido en el año 37—, pero luego se comprobó que se trataba de un agregado fraudulento hecho mucho después por un copista cristiano, ofendido porque el texto no hablaba ni una vez del Mesías.
Las indagaciones de la ciencia dieciochesca sobre el cristianismo continuaron y culminaron en el siglo XIX, el de la victoria y la consolidación de la revolución burguesa que, al cargar contra el feudalismo y los monarcas absolutos, debió emprenderla también contra el rey de reyes, el papa de Roma. Sería la presencia del proletariado la que interrumpiría esos aires anticlericales de los patrones decimonónicos. Esa presencia haría, como dice Engels, que los burgueses alemanes volvieran a ayunar los viernes y a sudar en sus reclinatorios mientras soportaban interminables sermones protestantes. Fue el marxismo, la ideología de la clase obrera, el encargado de retomar aquellas investigaciones sobre el cielo y la tierra, y desenvolverlas a fondo. Mucho les debemos, en ese punto, a estudiosos como Kautsky o Lucien Henri, entre otros.
Pero volvamos al “Navidad es Jesús”.
En el Evangelio de Lucas (2,8) se lee que en el momento de la natividad de Cristo “había en la región unos pastores que pernoctaban al raso y de noche se turnaban velando sobre su rebaño”. De modo que, aun si se aceptara que el personaje en cuestión nació alguna vez, eso no podría haber ocurrido en diciembre, cuando el rigor invernal hacía imposible que pastor alguno pernoctara a la intemperie o que velara en las noches para cuidar su rebaño.
Así las cosas ¿por qué la Navidad en diciembre?
Se debe señalar, en principio, que se vivían tiempos de crisis histórica. El esclavismo, que había construido civilizaciones maravillosas como Grecia y Roma, se agotaba aceleradamente. La expansión romana no podía proseguir sino muy costosamente y se detendría por completo en el segundo siglo; a partir de entonces no haría sino retroceder. Las grandes extensiones agrícolas, las latifundia, empezaban a encerrarse en sí mismas y a transformarse en feudos.
Levantamientos de esclavos, como el de Espartaco en el 44aC, terminaban en masacres atroces (por otra parte, los esclavos no tenían ningún modo de producción superior que ofrecer: su victoria tal vez los habría convertido en amos, pero no podrían haber creado una sociedad de hombres libres). El esclavismo cedía desde sus cimientos y nada progresivo se avizoraba en su reemplazo. Por eso su derrumbe provocaría una enorme regresión histórica, un milenio de oscurantismo, de miseria física, moral e intelectual. Bien venía, entonces, una religión que proponía el abandono de toda lucha, el aceptar el sufrimiento y esperar el reino de los cielos después de la muerte. Eso era el estoicismo y eso fue el cristianismo.
Aquí resulta indispensable señalar que el cristianismo primitivo, perseguido ferozmente, vinculado con una suerte de comunismo rudimentario, fue el grito confuso pero rebelde de los parias de Israel. Cuando el régimen de los Césares llegara a su ocaso final, sería el momento de la derrota definitiva de aquel cristianismo, que ya era otra cosa, opuesta a sus orígenes, en el momento en que Constantino lo declaró religión oficial del Imperio en el siglo IV. En ese momento, sin embargo, la Navidad aún no existía.
El avance de la barbarie cristiana sobre la civilización antigua fue arrasador. Atila fue poco comparado con el grado de destrucción de la espada, el fuego y la cruz de los cristianos contra una cultura a la que no podían asimilarse y, por lo tanto, necesitaban aplastarla. No obstante, 2000 años de civilización no podían suprimirse con el único recurso de la represión, por más brutal que fuera. Así, la festividad más importante del paganismo, las Saturnales que en diciembre celebraban el solsticio de invierno, el día del Soli Invictus en el que la Tierra retorna al Sol después de la noche más larga del año; ese día, en fin, sería la Navidad de los cristianos, en el que era, al decir del poeta Cátulo, “el mejor de los días”.
La Saturnalia empezaba con un banquete público el 17 de diciembre y duraba siete días. A ese banquete estaban invitados todos: nobles, plebeyos y hasta los esclavos, que por un momento dejaban de serlo y eran servidos por hombres libres e incluso por sus amos. Se hacían sacrificios en honor de Saturno, el dios de la agricultura, y se encendían velas y antorchas por el renacimiento (la natividad) del Soli Invictus (la entrada del Sol en la constelación de Capricornio, el solsticio de invierno). Era, además, el momento en que había terminado la siembra invernal, de modo que se estaba en un periodo de descanso. Se celebraba en un ambiente de carnaval, se comía, se bebía y se intercambiaban regalos. (Las Saturnalia empezaron en el año 217aC, seguramente para levantar la moral del pueblo después de la derrota romana contra los cartagineses en el lago Tresimeno).
No solo era la Roma que hablaba en latín. Toda la Europa antigua y más allá, compuesta por pueblos de agricultores, festejaban el solsticio de invierno a partir del cual los días volvían a alargarse. Persia honraba, el 24 de diciembre, el nacimiento de Mitra, la divinidad de la luz, un culto que Pompeyo, conquistador del Asia Menor, llevó a Roma en el siglo II antes de nuestra era. Mitra, dice la leyenda persa, mató al toro sagrado cuya sangre, al mojar la tierra, hizo surgir todas las plantas y todos los animales. Mitra lleva un gorro frigio y se la representa en el momento de matar al toro con un cuchillo largo (algunos sostienen que las corridas de toros encuentran su origen ancestral en el culto a Mitra).
La primera mención comprobada al nacimiento de Jesús se lee en el Calendario Philocalus, del año 345. Allí se dice que el 25 de diciembre es Dies natalis Soli Invicti. En él se ponen a la par los nacimientos de Mitra y de Jesús.
En definitiva, el solsticio de invierno, que en el hemisferio norte dura del 25 de diciembre al 6 de enero (la Epifanía cristiana) fue la fiesta más importante de los pueblos indoeuropeos, y sobrevive hasta hoy en todas las culturas creadas por ellos (los carteles “Navidad es Jesús” son un intento inútil, casi patético, de continuar la lucha de 2000 años contra el paganismo). La Navidad empezó en la Europa suroriental del siglo IV, en la que confluían tradiciones griegas, egipcias, judeo-cristianas y otras del Oriente próximo. En las culturas de celtas, germanos e indios védicos esos eran los días en que se comunicaban el mundo de los muertos con el de los vivos, cuando se anunciaba el retorno del Sol y el renacimiento de la vida, que no muere con el frío invernal y reverdece en la primavera, en la Pascua.
Se trataba, en fin, de un rito pagano imposible de suprimir por la sola represión; por eso se lo coopta, se lo integra como hicieron los incas con las deidades de los pueblos que conquistaban y sojuzgaban. No fue sencillo. A tal punto no fue sencillo que todavía San Agustín (354-430), en sus Sermones, les pide a sus contemporáneos que el 25 de diciembre no adoren solamente al Sol y que recuerden también el natalicio de Jesús. No lo lograron nunca, y hasta hoy tienen que poner en los templos que “Navidad es Jesús”, lo cual, por otra parte, de ningún modo es así.
Fue, según parece, en el año 345 cuando Juan Crisóstomo y Gregorio de Nancieso incorporaron las Saturnales al rito cristiano-romano, y fundaron la Navidad para furia de los cristianos de la Mesopotamia, que los acusaron de idolatría pagana. Todavía durante el reinado del emperador Honorio (395-423) la Navidad se celebraba el 25 de diciembre sólo en la Iglesia occidental, mientras la oriental aún festejaba la natividad en Epifanía, el 6 de enero.
Sólo en el año 440 la Iglesia decide oficialmente conmemorar el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre; y será fiesta obligatoria recién en 506, por resolución del Concilio de Agde. Pero habría que aguardar hasta 529 para que el emperador Justiniano lo declarara día festivo.
Como se ve, el rito pagano de Saturnalia, con sus banquetes y sus regalos, no se suprimió jamás y aún hoy se celebra. En el siglo VII, Gregorio Magno quiso “cristianizar” la Navidad y pidió que se hicieran ayuno y penitencia en Adviento (las cinco o seis semanas previas a la Navidad), pero fracasó: su orden se derogó en 1918 sin haber regido nunca, salvo en una porción de la Iglesia oriental.
El intercambio de regalos propio de Saturnalia está representado por Santa Claus, que es en verdad el dios germano Thor, el más alegre, el que protegía los hogares que le consagraban un lugar especial en los altares caseros. Thor descendía por las chimeneas para encontrar su elemento: el fuego. Eran también las fiestas paganas de Jul, a fines de diciembre, cuando se plantaba frente a la casa un abeto adornado con pequeñas antorchas y cintas de colores: el árbol de la Navidad.
Por cierto, develar el origen de la Navidad (del cristianismo) no suprime el hecho de que “la angustia religiosa es al mismo tiempo expresión del dolor real y la protesta contra él. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado, tal como es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo” (Marx, “Crítica a la filosofía del derecho de Hegel”). No los suprime, como el cristianismo no suprimió los ritos paganos por más que cuelguen carteles en las iglesias. La inexistencia física de Jesús no suprime tampoco su incuestionable existencia social, una construcción histórica de veinte siglos. Pero, en cambio, permite advertir cómo los hombres, según el modo en que producen su vida material y social, crean sus dioses a su imagen y semejanza. Los socialistas luchamos por un mundo sin suspiros de criaturas oprimidas porque toda opresión se habrá eliminado, un mundo sin miserias infames que necesiten buscar en fantasmas etéreos el clamor de la desesperanza. En el que ningún patrón ensotanado pueda amenazar a nadie con los fuegos del averno.
Cuando no haya amos en la tierra los cielos se verán libres de dioses.
Alejandro Guerrero
[1] Kautsky, K.; “Orígenes y fundamentos del cristianismo”, Grupo Editorial, 2006.
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