Cuatro aviones fueron secuestrados y desviados de sus destinos, impactando dos en las Torres y uno en el Pentágono. Estaban piloteados por personas que recibieron entrenamiento en suelo norteamericano y pasaron por arriba durante meses de los “ojos de halcón” de la inteligencia yanqui, que no desconocía la posibilidad de estos atentados y cuyos ideólogos estuvieron en la “mira” de los servicios durante tres décadas (BBC, 6/9). Muchos documentos próximamente desclasificados mostrarían la complicidad de un aliado estratégico de EEUU, Arabia Saudita, en los atentados (The Guardian, 3/9). Antes de que el polvo de estas estructuras bajara del aire en el “ground zero”, EEUU ya tenía armado sus planes de invasión a Afganistán e Irak, que dejarían un saldo de millones de muertos y heridos, y hundió a la región de Medio Oriente en una crisis generalizada.
Los acusados por el atentado del 11-S son criaturas de la CIA, formados y pertrechados durante la guerra contra los rusos en Afganistán, decíamos horas después del atentado (Nota de tapa de Prensa Obrera #721, 13/9/01).
Una masacre y una derrota
Desde el primer momento, en las páginas de Prensa Obrera, alertamos sobre el uso de este atentado para “desencadenar una masacre en el Lejano Oriente”, como efectivamente ocurrió a un costo de 1,3 millones de civiles afganos muertos (Infobae, 9/9). El objetivo del imperialismo y de Bush era “lanzarse a la dominación de una vasta área rica en petróleo y gas. Desde la disolución de la URSS, el imperialismo norteamericano ha puesto sus ojos en las ex repúblicas soviéticas de Asia, desde donde pretende sacar el petróleo hacia el mar Caspio, a través de Turquía, un país de la Otan” (Nota de tapa de Prensa Obrera #723, 27/9/01).
Esto desembocó en la “la guerra global contra el terrorismo”, que sufrió su primera derrota por las revoluciones árabes y que ha culminado con el desastre en Afganistán, luego de sembrar muertes por todos lados.
Desde Bush hasta Hillary Clinton y el actual presidente Biden, apoyaron esta etapa de guerras.
La guerra en Medio Oriente no se dio en el vacío. Este objetivo estratégico tenía como objetivo “desbloquear el empantanado proceso de la restauración capitalista en Rusia. A este objetivo estratégico apuntó y sigue apuntando la dominación de los Balcanes, bisagra entre Europa y el Cáucaso y el Asia central”. “Una invasión imperialista a Afganistán, decíamos, no solamente podría convertirse en un «replay» de Vietnam o en la tercera edición de las descomunales derrotas que sufrieran allí los dos cuerpos expedicionarios ingleses en el siglo XIX los rusos recientemente” (“La situación mundial después del atentado”, Jorge Altamira, Prensa Obrera #722, 19/9/01). Es lo que ocurrió.
Indicamos que no había ninguna “exportación de la democracia”, sino barbarie capitalista agravada en su etapa de descomposición: “Es indudable que el imperialismo capitalista ha integrado a todos los regímenes sociales contemporáneos a las mallas del capital financiero, pero esto solamente significa que esos regímenes no tienen ninguna posibilidad de evolución independiente del imperialismo. Lo que el imperialismo no puede, de ningún modo, es imponer su propia realidad social a las naciones atrasadas o anular las contradicciones propias de éstas. Al revés, ha agravado estas contradicciones y las ha integrado a las contradicciones del capital financiero internacional. Así, un derrumbe financiero en Moscú, Ankara o Buenos Aires puede provocar, y provoca, la debacle en Wall Street; las crisis políticas en Islamabad sacuden a Nueva York; las bandas terroristas armadas por el imperialismo para combatir a los pueblos, se vuelven contra el imperialismo y lo enfrentan con sus mismas armas. Es necesario tomar en cuenta este conjunto de factores, para evitar el impresionismo en lo que se refiere a las posibilidades del imperialismo” (Altamira, PO #722, 19/9).
La crisis del imperialismo
Marcamos que la tendencia era a “Desarrollar Estados policiales, incluido EE.UU. por sobre todo, es la tendencia más importante que habrá de desarrollarse luego del atentado. Al fracaso del espionaje y de la seguridad, el imperialismo no tiene otra respuesta que más del uno y de la otra. La «defensa de la libertad y de la democracia», que es ritualmente invocada contra el terrorismo, apunta a liquidar, precisamente, las libertades democráticas. La respuesta del imperialismo es una amenaza a la libertad mucho más seria que la que representa el terrorismo para-estatal o de los Estados marginales” (Altamira, PO #722, 19/9). Emergieron leyes contra los derechos democráticos más elementales como el “patriot act”, de vigilancia a su propia población. La denuncia de la barbarie imperialista, incluso por soldados norteamericanos, como Chelsea Manning, fue atacada y criminalizada. Desde los Wikileaks se pudo ver como bajo la excusa del ataque del 11-S, EEUU lanzaba un sistema de espionaje internacional sobre diferentes países, muchos de ellos competencia en el mercado mundial. El que puso en evidencia esto, Julian Assange, se encuentra detenido y enfrenta el peligro de la deportación y la pena de muerte en EEUU.
Surgieron luego del atentado cárceles clandestinas y el campo de confinamiento de Guantánamo, la barbarie imperialista registrada en Abu Grahib, o la guerra a través de drones que asesinan civiles. Incluso los pertrechos militares desechados en los frentes de batalla, fueron utilizados por la policía para reprimir y asesinar a ciudadanos norteamericanos en diferentes rebeliones populares contra el asesinato de negros y latinos que estallaron en 2014 y dieron vida a Black Lives Matters. La guerra imperialista siempre es una guerra contra la propia clase obrera.
Advertimos que los yanquis pretendían avanzar en una “guerra global”, la llamada “guerra contra el terrorismo”, que en América Latina significó afianzar el “Plan Colombia”, que apuntaló 20 años de masacres uribistas contra la población civil en Colombia, miles de “falsos positivos”, equipamiento del ejército y de la policía, utilizada para atacar a líderes sociales y reprimir ferozmente a las manifestaciones y huelgas generales en Colombia contra el plan de guerra de Duque en los últimos años. Una guerra contra el terrorismo de un estado policial, que desarrolla un ataque racista continuo contra los negros, latinos e inmigrantes. El correlato de la guerra imperialista es también el ataque contra la clase obrera al interior de EEUU, contras sus salarios, derechos y condiciones materiales de vida.
En América Latina, el “patio trasero”, el avance de la guerra imperialista significó también la ocupación de Haití, en la cual participó Argentina y Brasil, el primero con la venia del gobierno nacional y popular de Néstor Kirchner y el segundo con el de Lula. Esos militares que ocuparon Haití, son los que darán luego el golpe de Estado junto a Bolsonaro. También implicó la ampliación de la intervención imperialista en la región y un intento de “colonización” del capital financiero y de inversiones norteamericano en la región: el golpe en Honduras, Paraguay, el Golpe contra Dilma en Brasil, realizado por la ayuda de los servicios norteamericanos en el caso Odebrecht, el golpe en Bolivia contra Evo de la mano del propio Bolsonaro y la embajada norteamericana, o las asonadas contra Venezuela.
Guerras parturientas
Otro acierto de nuestra caracterización temprana fue declarar que “las guerras imperialistas han sido en la historia las madres de las grandes crisis revolucionarias. Los yanquis acabarán convirtiendo a Asia, Rusia y Medio Oriente en una gigantesca geografía de levantamientos populares” (ídem). Efectivamente, tanto la “guerra contra el terrorismo”, la ocupación de Irak y Afganistán, seguido de la crisis internacional de 2008 con la caída de Lehman Brothers, impulsó la llamada “primavera árabe” un proceso revolucionario en Medio Oriente que se llevó puesto a muchos gobiernos de décadas de dominación. Desde Plaza Tahrir, en El Cairo, hasta la Plaza Taksim (Gezi), en Estambul. La retirada del imperialismo de la región es la consecuencia de las revoluciones árabes, incluso derrotadas.
Emiliano Monge
10/09/2021
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