“En una reunión que se realizó esta mañana entre autoridades científicas de la OMS y OPS se eligieron dos plantas biotecnológicas argentinas Sinergium Biotech y mAbxience para ser las primeras junto a la brasileña Fiocruz en producir vacunas contra el Covid-19 bajo la tecnología de ARN mensajero, fuera de los Estados Unidos” (Infobae, 21/9).
Completemos la noticia: ambas plantas pertenecen al Grupo Insud, cuyo propietario es Hugo Sigman. Ni más ni menos que el multimillonario amigo del gobierno y, particularmente del despedido Ginés González García y del recién llegado Juan Manzur, ambos fuertemente vinculados a la industria farmacéutica privada. El elenco de dirección del Ministerio de Salud, herencia de Ginés, tiene lazos con la universidad privada Isalud del exministro, con el grupo Insud de Sigman y con la Fundación Mundo Sano presidida por su esposa. Todo queda en familia.
La panacea que no fue
La producción del principio de la vacuna AztraZeneca en la planta mAbxience de Sigman en Garín, fue presentada por Alberto Fernández y Kicillof como la panacea de la vacunación para la Argentina y América Latina. Un exitismo demagógico que ocultó lo que posteriormente aclaró Sigman: él solo terceriza una producción cuyo destino, forma y plazos de entrega dependen del pulpo anglo-sueco. La exportación de la producción a México y Estados Unidos para su terminación dejó en manos de esos países su destino final. Conclusión, el país pagó por anticipado el 60% de un contrato por 22,4 millones de dosis cuya entrega debía completarse en el primer semestre de 2021, pero a cuentagotas las entregas llegan a septiembre a las 16 millones, estirando indebidamente el tiempo entre las dos aplicaciones.
Fue a consecuencia de ello que el Frente de Izquierda e importantes profesionales e intelectuales, reclamaron la incautación de toda producción nacional, mientras el sistema de salud se saturaba y aumentaba el número de fallecidos. Estados Unidos, India, Italia, bloquearon la exportación de vacunas. La producción y distribución de las mismas están regidas por la competencia capitalista por los mercados y la guerra geopolítica, apalancadas en el derecho de patentes y confidencialidad comercial.
Los aplaudidores
Este fiasco no impidió, sin embargo, que la Ministra de Salud Carla Vizzotti, en la reunión de presentación de las designación por la OMS, dijera: “Es un honor para nuestro país que la empresa argentina Sinergium Biotech haya sido seleccionada”, y resaltara “la larga trayectoria y altos estándares de calidad de la industria farmacéutica argentina, que cuenta con 200 plantas de producción, de las cuales 160 son de capitales nacionales y 40 del sector público”. Léase que esta estratégica industria “argentina” está en manos privadas y los funcionarios oficiales son sus agentes. A lo que hay que agregar que los laboratorios del sector estatal, como el Instituto Tomás Perón, están semidestruidos.
No parece casual que mientras la OMS obstaculiza la autorización de vacunas no originadas en el bloque occidental liderado por Estados Unidos, favorezca a los empresarios como Sigma, para la elaboración de vacunas con tecnología ARNm, exclusiva de las norteamericanas Pfizer y Moderna.
Los límites del desarrollo tecnológico nacional
Para completar la caracterización de la subordinación de la fabricación “nacional” de medicamentos y, más en general, del sistema científico tecnológico argentino al interés capitalista privado, vale mencionar los procesos de investigación de vacunas anti Covid-19 en el país.
Existen siete líneas avanzadas de investigación para su producción autóctona. Entre las principales: la de la Universidad de San Martín – Conicet; la de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de La Plata – UBA; la de Fundación Instituto Leloir – Conicet; la del Inta Bariloche. Y hay más. Con diferentes plataformas tecnológicas, equipos de muy capaces científicas/os argentinos han logrado importantísimos avances de sus proyectos a las puertas, en algunos casos, del comienzo de la fase clínica.
El obstáculo que surge es la necesidad de la producción a escala para los ensayos y posterior abastecimiento masivo. La ayuda estatal es misérrima: para el proyecto de la Universidad de San Martín la rimbombante Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación aportó apenas 60 millones de pesos; cuando un solo pago hace tres días al FMI fue de 190.000 millones de pesos, y hasta fin de año se pagarán 228.000 más. Se entiende por qué estos proyectos argentinos son empujados, para su realización, a asociarse con laboratorios privados. Al Laboratorio Pablo Cassará en el caso de Unsam – Conicet; a Laboratorios Bagó en el de Inta Bariloche, por ejemplo.
Los gobiernos que apañan el interés privado en la millonaria industria farmacéutica desfinancian, como contracara de la misma política, al sistema científico tecnológico estatal. Raquitismo presupuestario, salarios de hambre, trabajo precarizado, caracterizan un cuadro de vaciamiento agravado por el flagelo de la pandemia. Revertir ese cuadro es una tarea estratégica. En el caso de la producción farmacéutica, hace a la salud y la vida del pueblo declararla de interés nacional y colocarla bajo control de los trabajadores, suspendiendo el sistema de patentes y el secreto industrial.
Sergio Villamil
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