Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono inauguraban, 20 años atrás, un nuevo periodo político.
Sobre los escombros del World Trade Center, el imperialismo norteamericano lanzaba a una agresiva intervención militar sobre Medio Oriente, en nombre de “la lucha contra el terrorismo”. Un enemigo difuso, personificado en Osama Bin Laden y su organización, Al Qaeda, prácticamente desconocidos hasta entonces para el gran público, serviría para encubrir la ocupación de Irak y el aplastamiento de las revoluciones árabes.
Bin Laden era un viejo conocido de los servicios de inteligencia norteamericanos. Fue uno de los líderes de las guerrillas que combatieron contra la ocupación soviética de Afganistán, enseguida después de la victoria de la revolución iraní de febrero de 1979. Esa guerrilla ‘islámica’ fue financiada y equipada por la CIA. Hijo de una familia saudí acomodada, fundó la organización islamista paramilitar que se atribuyó los atentados.
A Bin Laden se le atribuyen también numerosos ataques alrededor del mundo contra Estados Unidos y otras potencias. Entre los más relevantes se cuentan los atentados contra las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, en 1998. Ambos fueron respondidos por el gobierno demócrata de Bill Clinton con bombardeos sobre supuestas bases militares de Al Qaeda en Afganistán y Sudán. La iniciativa bélica que sobrevendría después tuvo, por lo tanto, un largo periodo de gestación.
La premura con que el gobierno de George W. Bush identificó a los autores de los atentados insinuó que la seguridad yanqui dejó correr la operación, la cual llevó un largo tiempo de preparación. Entretanto, los servicios norteamericanos tenían a Bin Laden y a Al Qaeda bajo vigilancia desde su creación – una suerte de ´conexión local´ de los atentados. Los familiares de las casi 3.000 víctimas han reclamado la desclasificación de los archivos del FBI, bajo la sospecha, nada menos, de la colaboración de Arabia Saudita -un aliado estratégico de Estados Unidos- con los atacantes.
El baño de sangre sirvió de excusa a Bush para llevar al siguiente nivel las incursiones bélicas que en los años 90 habían ensayado su padre y Bil Clinton, en el Golfo Pérsico y Afganistán y los Balcanes, respectivamente, durante sus presidencias. El propósito estratégico siempre fue la colonización económica, política y militar del ex espacio soviético en Europa del Este y Asia. Afganistán, en particular, era un punto clave para controlar la entrada y salida de petróleo en el Mar Caspio y el Cáucaso, que afectaría a Rusia e Irán, entre otros. El atentado ofrecía al gobierno Bush la cobertura para un desembarco de tropas a gran escala, como ocurrió efectivamente en Afganistán en 2001, y luego en Irak, en 2003. No obstante todo esto, los gobiernos de Rusia e Irán abrieron sus espacios aéreos para permitir la ocupación norteamericana de Afganistán. Para la burocracia restauracionista, esa ocupación fue entendida como una ‘protección’ contra sublevaciones en los territorios musulmanes de la ex URSS.
La “guerra global contra el terror’ fue acompañada de un ataque brutal contra el “estado de derecho” en Estados Unidos como en Europa. El Congreso norteamericano sancionó, apenas un mes después de los atentados, el Patriotic Act. Habilitaba la detención de personas dentro y fuera del territorio de lo Estados Unidos, sin orden judicial previa, y el espionaje sobre la correspondencia privada de sus propios ciudadanos. Autorizó la aplicación de la Justicia Militar y la supresión del debido proceso a los detenidos por las fuerzas armadas y al secuestro de ciudadanos extranjeros y nacionales, sospechados de terrorismo. Estas normas típicas de un estado de excepción fueron ratificadas por la Suprema Corte norteamericana. Significó colocar al derecho internacional bajo un régimen de excepción. Es lo que ocurrió con las “leyes antiterroristas” aprobadas en Argentina durante la presidencia de Néstor Kirchner – una exigencia del gobierno norteamericano. Ofrecían una definición tan ´amplia´ de terrorismo (aún vigentes) que invertían el principio de inocencia. Muchos otros países aprobaron legislaciones similares. Se instauró una suerte de ´estado de excepción´ global, cárceles secretas y centros de torturas a cargo de funcionarios norteamericanos en numerosos países, con la complicidad de sus gobiernos, en especial en la UE y países del este europeo. En la base militar de Guantánamo, Cuba, continúan alojados 39 presos, de los cuales solamente 12 han sido acusados formalmente por algún delito. Por las torturas contra prisioneros en la cárcel iraquí de Abu Ghraib, durante la ocupación yanki, donde fueron condenados los soldados y oficiales directamente involucrados, no ocurrió lo mismo con la cadena de mandos que amparaba y ordenaba esas prácticas.
Los aprestos de guerra requirieron una inyección inicial de 40 mil millones de dólares al presupuesto militar. La guerra en Afganistán finalmente insumiría la friolera de 5,6 billones de dólares; la de Irak otros tres billones. Veinte años más tarde, con un saldo de al menos 240 mil muertos, el Pentágono huiría del escenario, bajo el asalto de los talibanes, a quienes primero armaron y luego fueron a combatir. No es la primera vez, por supuesto, que los intereses nacionales de los agentes del imperialismo se imponen contra su mandante. En la secuela de la “guerra global contra el terror” y el régimen de excepción a que dio lugar nacieron los Trump y el reciente asalto al Capitolio de Estados Unidos.
Jacyn
11/09/2021
No hay comentarios.:
Publicar un comentario