Esta “novela histórica” evoca los últimos años de la trayectoria política y vital de Liev Davidovich Bronstein, alias Trotsky, y el cúmulo de circunstancias coincidentes en un tramo que Walter Benjamin definió como “la medianoche del siglo”. Es una historia que transcurre cuando se acababa de cumplir la segunda década de lo que había sido la revolución de octubre; una revolución contra la “Gran Guerra” que tuvo la audacia de “plantear” la revolución socialista en un país atrasado (Rusia), donde la clase obrera era una isla en un océano campesino y en donde a la “Gran Guerra” le sucedió una devastadora guerra civil contra la reacción, animada por la “Contra” internacional: Gran Bretaña, Francia, etc. Semejante audacia se justificó por una inmediata prolongación de la revolución internacional que no resultó triunfante, pero que dio lugar a una cadena de crisis sociales (hasta tres en Alemania entre 1918 y 1923) y que demostró, tanto a los poderosos como a los pobres del mundo, que todo podía ser posible. El fracaso de estas tentativas acabó mitificando una “revolución” que se enfrentaba al abismo y en cuyo seno estaba incubándose un “Termidor”. Todo sucedió en muy poco tiempo y en una coyuntura histórica en la que el capitalismo sufría la crisis más profunda de la historia. La debacle moral y económica del capitalismo llevó a las masas y a la izquierda a idealizar un régimen que creían mera continuación de la mítica toma del Palacio de Invierno exaltada en películas como “Octubre”.
El hilo narrativo nos lleva hacia dos “herederos” puestos en esta historia. De un lado, la víctima, León Trotsky; el personaje al que propios y extraños mencionaban junto con Lenin, entre 1917 y 1923, como los dos líderes más importantes de la revolución rusa. Del otro, el verdugo, Ramón Mercader; un vástago de la burguesía catalana, hijo de una mujer atormentada convertida a la fe que venía de Moscú y enamorado de África de las Heras; una militante que ponía “la causa” por encima de cualquier otra consideración. El autor, Leonardo Padura, penetra en la hasta ahora somera biografía de este último personaje; Ramón Mercader.
Pero la trama tiene más hilos; el lector se enfrenta a esta página clave de la historia del siglo XX, contada desde la perspectiva de una revolución que sufrirá un proceso de desnaturalización extrema en un país donde la tradición zarista y oscurantista se reencarnará en una burocracia que –como tantas veces sucede- travestida con los oropeles de la revolución, será férreamente controlada por un personaje como Stalin, una de las figuras más siniestras de la larga historia de la infamia. El autor emprende este viaje con la perspectiva que permite el final del siglo soviético y con la ayuda inexcusable de autores como Isaac Deutscher; autor de una trilogía inacabada con retratos de Stalin, de Trotsky, y un Lenin que no pudo acabar por su temprana muerte. Los lectores de Deutscher 1/ lo sentimos respirar a lo largo de esta evocación en la que se describen las luchas por el control de la gran maquinaria estatal soviética y del movimiento comunista internacional, cuyo aliento magnífico de los primeros años será sucedido por la ascensión de una nueva franja de “comunistas”, cuya primera divisa será la obediencia ciega a una pirámide cuyo centro incuestionable está en Moscú.
La (de hecho, inevitable) derrota del partido de la revolución en un país donde lo único que funciona es el aparado del estado, está descrita desde fuera y desde dentro. Es decir, desde la historia verificada por la documentación, los análisis y la propia interpretación de los móviles internos que efectúa con altura y precisión el novelista. Pocas veces hemos podido ver el escenario desde estas dos caras. Padura atraviesa minuciosamente esa suma de eventos que van desde la eliminación de los contendientes políticos mediante el destierro hasta el asesinato a sangre fría. Un proscenio que describe la primera fase del exilio de Trotsky, un hombre que ama profundamente a la gente y también a los perros (2), y en la que tiene lugar el asesinato de Jacob Blumkin, el “eserista” (Social-revolucionario) de izquierda. Blunkin, en las negociaciones del tratado de paz (con Alemania) de Brest-Litovsk en 1918, había atentado contra el propio Trotsky. Su fusilamiento, anunciado en los periódicos, escondió su “conversión” en un especialista militar del equipo que Trotsky movilizó al formar el Ejército Rojo. Estando su antiguo jefe exiliado en la isla de Prinkipo (Turquía), tuvo la imprudencia de visitarle de regreso a Moscú tras realizar un viaje oficial como miembro del aparato militar soviético, lo cual llegará a conocimiento de Stalin. Al asesinato de Blumkin le seguirá la aplicación de la metodología “marxista-leninista” de la eliminación física de los adversarios con quienes, en un primer momento de su ascenso al poder, Stalin había debatido en discusiones en las cuales el aparato votaba como un solo hombre. Pero en esa etapa final, la de la derrota de Trotsky, cuyo trasfondo histórico ya no es el escenario ruso sino el desastre del movimiento obrero alemán neutralizado por una guerra entre socialdemócratas y estalinistas, gracias a la cual llegará al poder Hitler, la “dialéctica” era la que imponían los asesinos a sueldo. De este modo entramos en la fase abierta por “los asesinos de Kirov”, una suma intensa de datos y controversias que Padura evoca con una prosa atrayente y un rigor a prueba de balas. Como en las grandes novelas de disidentes, como Víctor Serge, Padura describe los métodos cada vez más sutiles en la aplicación masiva del terror estalinista.
Toda esta parte histórica esta evocada con maestría en la novela. Asistimos al hecho de como Stalin descubre que la manera de quebrar a la mitad de sus oponentes consiste en forzarles a reconocer públicamente los peores crímenes y conspiraciones, aunque tampoco tardará en descubrir igualmente que la forma más inmediata y eficaz de eliminar a la otra mitad de los oponentes, consiste en forzarlos a ser acusadores y verdugos de la primera mitad en trance de ser eliminada. La suma de ejemplos de este exterminio, resulta literalmente aterradora.
Se trata –no hay que decirlo- de una trama nada fácil de contar. Pero Leonardo Padura la asume escogiendo una técnica narrativa de una complejidad casi barroca, pero sin embargo, el libro se desliza por nuestro imaginario atormentado por toda esta historia, como si estuviera navegando. Pone en la puerta un narrador en primera persona, al que no hay que confundir con el firmante del libro, que se llama Iván Cárdenas; un escritor fracasado que sobrevive en la Cuba del “Período especial” trabajando en una clínica veterinaria de ínfima categoría.
Este Iván es quien ha escuchado de labios de un exilado español oculto tras un nombre falso, el relato de los últimos días de Trotsky y las circunstancias de su muerte. Obsesionado por esa historia y aunque le aterran las consecuencias de lo que está haciendo, opta por reflejar en un manuscrito las confesiones del exilado, en el que no cuesta mucho reconocer a un Ramón Mercader, liberado de la URSS por estar enfermo de un cáncer Terminal, a quien le ha sido permitido instalarse en Cuba para que pase en paz sus últimos días. Con todo, este libro es “solamente” la trascripción de los últimos días de Trotsky realizada por Iván Cárdenas, pues éste le cede el manuscrito a su amigo Daniel Fonseca Ledesma, que lo lee y luego lo destruye como queriéndose desvincular de una historia siniestra, plagada de traiciones, debilidades y miserias pero que se resiste a morir porque ella (la historia) va pasando de unos a otros en un decidido empeño por sobrevivir y salir a la luz para ser conocida por todos. Como si la historia tuviese voluntad propia y se impusiese a la voluntad de quienes la escuchan y les obligase a contarla, aunque sea lo último que hagan en su vida.
En contra de lo que han venido a decir los comentaristas de las páginas culturales de los periódicos “oficiales”, no hay en la obra de Padura el menor detalle que invite a una simetría bajo el amparo del juego de mano del “totalitarismo”.
Es más, aunque Padura nos describe a un Trotsky atormentado por la tragedia que golpea la revolución, a sus camaradas, amigos y familiares más queridos, y también por las consecuencias de aquella guerra civil en el seno del partido bolchevique –en palabras de Deutscher, tuvieron que quemar todo lo que antes adoraban y adorar todo lo que antes habían quemado-, lo cierto es que se puede decir que Padura, como ya antes André Breton, ha caído en un complejo de Cordelia 3/, pintando a Trotsky como un gigante de la revolución humano, tremendamente humano.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
14 Sep, 2021
Notas:
1/ LA TRILOGÍA DE ISAAC DEUTSCHER SOBRE TROTSKY.
Me he referido en numerosas ocasiones a la trilogía de Deutscher y el lector podrá encontrar reflexiones añadidas en obras como Campos de batalla, de Perry Anderson (anagrama), o en las memorias de Tariq Ali, Años de lucha en la calle (Ed. Foca). Aunque autores como Pierre Broué (Fayard, 1989) y, más recientemente, Jean-Jacques Marie, Trotski. Revolucionario sin fronteras (2009, Fondo de Cultura Económica, ver reseña en la Web de Viento Sur), puedan atribuirle numerosos errores documentales y tomas de posición discutibles, hay tres aspectos en su trilogía que considero insuperado: el primero es obvio, y radica en su carácter “pionero” (fueron escritos en los años cincuenta), el segundo en su extraordinario brillo literario, y el tercero, en su capacidad de mirar a Trotsky de frente, y no de rodillas, como acaban haciendo tanto Broué como Marie, además, en el caso de este último por una obcecación de “demostrar” que su escuela es la “verdadera continuadora”.
2/. LA AMISTAD DE LOS PERROS.
«En nuestros días, no se puede consentir que exista un misticismo portátil, algo así como un perrito doméstico que uno lleva a su lado». Trotsky, Literatura y revolución.
“La mano nerviosa y fina que había dirigido algunos de los acontecimientos más grandes de este tiempo, se distraía acariciando a un perro que vagaba alrededor nuestro. Hablaba de los perros y yo observaba cómo su lenguaje se hacía menos preciso, su pensamiento menos exigente que de costumbre. Se abandonaba a amar, a atribuirle a un animal bondad natural, hablaba, incluso, como todo el mundo, de devoción.” André Breton.
3/. EL «COMPLEJO DE CORDELIA»
«Qué hará Cordelia? Amar sin pronunciar palabra…» Shakespeare, El Rey Lear.
Es hacia finales de mayo o principios de junio de 1938, cuando Trotsky le pide a Breton, quien se encontraba en México, la redacción de un proyecto de manifiesto que debía servir de base de reagrupamiento a los escritores y artistas revolucionarios. Es entonces cuando se produce un extraño fenómeno: Breton, paralizado, «con el aliento de Trotsky en la nuca» -según la expresión de Van Heijenoort-, no logra redactar el proyecto solicitado. El retraso persistente provoca, en el transcurso del mes de junio, un breve y violento incidente entre Trotsky y Breton. En la ruta de Guadalajara, en medio de un viaje, Breton es obligado a descender del auto que encabeza la caravana; Van Heijenoort toma entonces su lugar cerca de Trotsky, quien viaja sentado en el asiento trasero del auto, derecho y silencioso, visiblemente irritado. Fue el retraso de Breton en redactar el manifiesto lo que provocó la cólera de Trotsky. Después de este incidente, hubo un enfriamiento que duró varios días, luego, las relaciones cálidas se restablecieron. A comienzos de julio hubo otro viaje de varios días a Patzcuaro. Después de las excursiones del día, por las noches se desarrollaban animadas discusiones alrededor de cuestiones del arte y la política. Hubo incluso la intención de publicar estas conversaciones bajo el título de «Las conversaciones de Patzcuaro» firmadas por Breton, Rivera y Trotsky. Lamentablemente, Breton cayó enfermo, afectado de pronto por una afasia. El león surrealista (Breton) estaba privado de su voz frente a la estatura imponente del águila (Trotsky). Por cierto, se pueden hacer comentarios sobre las razones sicosomáticas de esta enfermedad repentina, que, por desgracia, nos privó de un libro magnífico, que hubiera rivalizado con las conversaciones entre Goethe y Eckermann. Breton sintió la necesidad de explicarse acerca de su inhibición, en una carta a Trotsky, escrita en el barco que lo llevaba de vuelta a Francia: “Así, muy frecuentemente, me he preguntado lo que sucedería si, aunque sea imposible, me encontrase frente a uno de esos hombres alrededor de los cuales he moldeado mi pensamiento y mi sensibilidad: digamos por ejemplo, Rimbaud o Lautréamont. Me sentiría de golpe extrañamente privado de medios, preso de una especie de necesidad perversa de disimularme. Es lo que yo denomino, recordando al Rey Lear, mi «complejo de Cordelia»: no se burle, es totalmente innato, orgánico, lo creo totalmente imposible de desarraigar. Usted es, precisamente, uno de esos hombres, quizá también -no estoy del todo seguro, a causa de Freud – el único vivo. (…) Pero no lo aburriré más con estas explicaciones sentimentales. Tal vez puedan solamente hacer justicia sobre el malentendido de la ruta de Guadalajara, que usted tuvo razón en querer dejar en claro.»
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