Un artículo reciente de Claudio Katz alega que la posición ‘catastrofista’ del Partido Obrero lo lleva a “desecha(r) por completo la posibilidad de obtener mejoras sustanciales bajo el capitalismo... (porque) estima que estos logros son incompatibles con el carácter catastrófico de la época actual y, por eso (el PO), presenta al derrumbe del capitalismo como el dato dominante del siglo XXI e identifica cualquier desequilibrio con la implosión del sistema... (lo) que le impide mensurar la dimensión de cada crisis”. Curiosamente, el texto en cuestión lleva de título “La crisis del reformismo” (1).
Katz naturalmente miente. Por un lado, porque el PO es el autor de la iniciativa parlamentaria de reducción de la jornada laboral en el subte sin afectar el salario (una de las pocas mejoras reales que haya obtenido la clase obrera en algún par de décadas, y esto en el punto más alto de la real catástrofe de 2002). Lo mismo se puede decir de la lucha de los desocupados y de la conquista de los subsidios al desempleo y a otra infinita cantidad de reivindicaciones y conquistas. Pero, por otro lado, el mismo economista se equivoca fiero cuando acusa al PO de interpretar ‘catastróficamente’ cualquier ‘desequilibrio’ del sistema, ocultando a sus lectores que el PO previó o pronosticó la catástrofe de 2001, que se manifestó en una completa paralización de la sociedad capitalista y en un levantamiento popular, cuando el resto ni preveía este desenlace o lo sumo intuía un futuro “desequilibrio”. Suponemos que cuando Katz habla de “cualquier desequilibrio” del capitalismo, o sea de incidentes de ruta en lugar de la crisis de un régimen social, lo hace porque antes completó su trabajo de ajustar sus cuentas con el marxismo.
La expresión ‘negligé’, “cualquier desequilibrio” delata a una defensor ideológico del capitalismo. Al menos desde el punto de vista marxista, los llamados ‘desequilibrios’ son manifestaciones de contradicciones insuperables del capitalismo, que obligadamente se desarrollan en una forma tendencial. Lo contrario es un lugar común, porque el ‘desequilibrio’ es una forma de existencia del ‘equilibrio’, lo cual explica “por qué el capitalismo se mantiene en pie...”. Al economista sólo le importa esto: que al cabo de crisis, catástrofes, guerras y revoluciones... “el capitalismo se mantiene en pie”. No es casual que quien ha reemplazado la labor de la crítica por la justificación de los hechos consumados, haya sido solicitado alguna vez como ‘ministro de Economía’ y de trotamundos económico de cualquier agrupamiento que busque justificar su propia declinación.
Siempre a guisa de introducción, es necesario señalar que el economista de marras y también una cohorte que le hace eco ofreció como salida a la catástrofe de 2001-02, no con un ‘capitalismo que seguiría en pie’ sino con los “clubes de canje”, que fueron presentados como un sistema que abolía el cambio desigual y la moneda. El economista era incapaz de reconocer una catástrofe del capital, en términos teóricos, pero ofrecía, como seguidista de los hechos consumados que no alcanzaba a entender un retroceso social sin precedentes en la historia, un esquema que, mucho antes que a él, se le había ocurrido a Proudhon; Katz recuperaba como una conquista a “la filosofía de la miseria”. El profesor del gradualismo y de las ‘pequeñas conquistas’ nos invitaba a coexistir con la catástrofe, o sea con la pérdida definitiva de cualquier conquista.
Es de algún interés hacer notar que la crítica de Katz repite, de un modo casi literal, una sentencia de Eduard Bernstein, el conocido dirigente socialista alemán de fines del siglo XIX: “Me opongo a la caracterización de que nos encontramos frente a un colapso de la sociedad burguesa y a que determinemos nuestra política en función de la perspectiva de tal catástrofe próxima”. Se trata de una coincidencia que amerita una reflexión y brinda la oportunidad de examinar algunos problemas claves. Eduard Bernstein fue el fundador del llamado “revisionismo” y el teórico del reformismo. Planteó la necesidad de abandonar la perspectiva de la revolución proletaria por “propuestas positivas de reforma” del capitalismo. Bernstein cuestionaba, al igual que Katz, la tesis central de Marx sobre la tendencia histórica irreversible al derrumbe del capital (2).
Volvamos a las reivindicaciones
La especie de que el PO rechaza de plano la lucha reivindicativa es una imputación grosera, porque el PO es reconocido, por propios y extraños, por su participación, movilización y organización enorme en la lucha reivindicativa. El PO ocupa un primer plano en la organización de los trabajadores más oprimidos. Si Katz no lee los diarios ni mira los noticieros, al menos habrá leído la larga producción académica y de investigación universitaria sobre los movimientos sociales, la lucha de los desocupados y la irrupción de los piqueteros, una información que desborda las fronteras de nuestro país.
Contra lo que afirma Katz, el PO es un factor conciente de la lucha reivindicativa precisamente por su análisis del capital. En oposición a los inspiradores de Katz, que inventaron la teoría de las ‘nuevas reivindicaciones’ que impondría el desarrollo imparable del capitalismo; o a los teóricos del ‘neocapitalismo’, que reducían las posibilidades de crisis y que aplanaban los ciclos; o sea, en oposición a quienes declararon caducas las ‘reivindicaciones’, sean sociales, sindicales u obreras, el PO señaló que la declinación del capitalismo, sus crisis y catástrofes ponían en primer lugar, con la pauperización y el hundimiento violento de las condiciones de vida de vastísimos contingentes de la masa popular, las reivindicaciones fundamentales de los explotados. Estas reivindicaciones no están determinadas, como ocurre con Katz, por las posibilidades del capital, sino por las necesidades de las masas. La catástrofe del capital no cancela la lucha reivindicativa sino que la potencia y, en última instancia, la convierte en revolucionaria. El tema que plantea Katz, por otro lado, es simplemente un anacronismo, porque una tradición revolucionaria que se remonta al siglo XIX, dejó definitivamente en claro que la lucha reivindicativa (y sus “logros”) educa y organiza al proletariado para derrocar al capitalismo. Esto lo explicó Rosa Luxemburgo, pero Lenin hizo algo más, a saber, señaló que las reformas son un subproducto de la lucha revolucionaria, y no el resultado un movimiento pacífico y gradual.
Volviendo al ejemplo la reducción de la jornada laboral en subterráneos, en medio de la catástrofe, cuando los amigos actuales de Katz no creían ni un poquito en la iniciativa parlamentaria, hay que señalar que aunque la batalla parlamentaria fue un éxito rotundo porque permitió desarrollar una agitación y una movilización crecientes, y porque obtuvo el 80% de los votos, la conquista efectiva de esa reivindicación no se obtuvo por vía parlamentaria sino, varios meses después, por medio del método ‘catastrófico’ de la huelga indefinida. La lucha parlamentaria, siguiendo a Rosa Luxemburgo, preparó el terreno, pero la conquista fue el producto de una acción directa de las masas que amenazó ‘estratégicamente’ al novato gobierno de Kirchner.
Sobre el “derrumbe”
El PO no necesita oponer la movilización reivindicativa por “mejoras” a la barbarie capitalista porque es esta última la que reclama una lucha vital en defensa de las condiciones de existencia de los explotados. Es Katz quien tiene que plantear este artificioso antagonismo entre “reforma” y “derrumbe del capital” porque supone que la lucha por las primeras sería un mentís a la tesis sobre la “catástrofe” a la cual ha conducido la supervivencia, históricamente anacrónica, de la civilización capitalista. Katz reitera literalmente a Bernstein y se mofa de la caracterización del “derrumbe del capitalismo” como el “dato dominante del siglo XXI”, sin percibir siquiera de qué está hablando. ¿O sí? El “derrumbe del capitalismo” está muy lejos de ser un descubrimiento del PO. El Manifiesto Comunista de 1848 se coloca en el terreno del “preludio inmediato de la revolución proletaria”. Ninguna revolución social es posible, plantea el marxismo, si el “viejo régimen” no se ha transformado en un obstáculo al desarrollo de las fuerzas productivas, es decir, si no ha cumplido su función histórica. Marx lo señala en el muy conocido párrafo de su “Prefacio” a la Contribución de la Crítica a la Economía Política, cuando indica que ese choque “abre un período de revolución social”. ¿O el capitalismo tiene aún una función histórica que no sea la barbarie?
Es lo que recordó Trotsky en el III Congreso de la Internacional Comunista: “Ningún régimen social desaparece, dijo, antes de haber desenvuelto sus fuerzas productoras hasta el máximo de lo que pueda alcanzar”; “esta verdad fundamental para la política revolucionaria conserva hoy, para nosotros, su indudable valor director” (el discurso fue publicado como artículo con el título de “Una escuela de estrategia revolucionaria).
El texto de Trotsky es muy interesante porque descarta cualquier vínculo mecánico e inmediato entre esta misma condición catastrófica y la revolución correspondiente; o sea que el capitalismo puede “seguir en pie”... catastróficamente (de hecho ocurrió así con el ascenso del nazismo).
Trotsky observaba que la burguesía se presenta como más poderosa que nunca en sus métodos de dominio político en el mismo momento en que, en función de ese mismo desarrollo, las posibilidades históricas de la sociedad capitalista llegan al límite. No existe automatismo entre la descomposición capitalista y la revolución llamada a superarla; esta distinción revela que la constatación vulgar de que “el capitalismo sigue en pie”, no tiene status teórico sino que no pasa de ser una expresión de desmoralización política irreversible.
El original y la copia
Katz no tiene agallas para presentar sus disquisiciones en el marco de la tradición bernsteiniana, que presentó al revisionismo como una tentativa de “actualizar” el socialismo. Haría el ridículo; ningún sociólogo de la pseudo-izquierda se atreve en la actualidad a pretender una “actualización” de la teoría. Las circunstancias de Bernstein eran otras y el equipamiento teórico del socialista alemán era también de otra envergadura. Porque Bernstein desenvolvió sus planteos en la etapa culminante de la civilización capitalista, en el debut de la época imperialista. La mundialización del modo de producción capitalista y un movimiento obrero que ya había construido grandes organizaciones y una historia propia, eran las expresiones de un sistema que había arribado a la madurez. La expansión del crédito había permitido extender el horizonte de la producción capitalista industrial hasta lo que constituía el apogeo de su “misión histórica” (en los términos en que la define Marx en El Capital, desarrollo de las fuerzas productivas y establecimiento de un mercado mundial). Bernstein creyó ver en este panorama lo que llamó “medios de adaptación” que permitirían al capital posponer y también superar por mucho tiempo las posibilidades de crisis y revertir lo que, desde Marx, se planteaba como la tendencia al colapso del capitalismo.
Como conclusión de su análisis, Bernstein lanzó su propia tesis: la sustitución del capital no provendría de ninguna catástrofe sino de la evolución natural e indolora del propio capitalismo, y de la capacidad de la clase obrera para introducir regulaciones económicas a gran escala. El desarrollo de los acontecimientos en el siglo XX -las catástrofes sociales y económicas, las guerras y las revoluciones- constituyó un mentís brutal a las ilusiones del revisionismo y confirmaron las críticas a Bernstein que ya habían efectuado los dirigentes revolucionarios de entonces, comenzando por Rosa Luxemburgo y Karl Kautsky.
El “socialismo” bernsteiniano de cuño criollo se plantea en un momento histórico totalmente diferente. Incluso podríamos interrogar a Bernstein, en la ficción, sobre la pertinencia de sus tesis “anticatastrofista” cuando las premisas de su propio análisis y la realidad de mundo actual son tan drásticamente distintas. Es imposible negar la inversión completa de la curva de los progresos de las masas, incluso en Estados Unidos. En la época de Bernstein, los elementos de la catástrofe capitalista aparecían en potencial, como posibilidad inscripta en las contradicciones de su sistema social; la miseria, en su época, la ocasionaba el derrumbe de las formas precapitalistas y el desplazamiento de la vieja agricultura. Ahora, en cambio, la pauperización progresa a grandes pasos en las naciones desarrolladas y se ha transformado en un factor político que está conmoviendo regímenes políticos como un todo. No solamente se ha producido un derrumbe catastrófico de la condición material de las masas sino, mucho más importante, de toda su perspectiva social.
El contraste entre la expansión mundial del capitalismo en el período colonial y semicolonial, que dio un impulso sin precedentes al desarrollo de las fuerzas productivas de la periferia, contrasta con la catástrofe neutrónica que ha provocado la restauración capitalista en la ex URSS y en Europa Oriental. Incluso en China, que ha gozado de la ventaja comparativa de un atraso social mucho mayor, la restauración capitalista avanza en medio de catástrofes agrarias, ecológicas y financieras cada vez mayores. China es un campo de disputa del capital internacional que está socavando los últimos pilares de la cohesión nacional conquistada por la revolución de 1949.
La catástrofe en tiempo real
Es notable la ceguera o, como se dice ahora, el negacionismo del “anticatastrofismo”. Porque la bancarrota de 2001 en Argentina fue una de las manifestaciones destacadas de la “catástrofe” capitalista contemporánea; paralizó el sistema económico durante varios meses, fue la consecuencia de una crisis mundial (1997-2002) y ha salido de ella precariamente como consecuencia de medidas extraordinarias a nivel internacional y de guerras por toda Asia. Las medidas extraordinarias, como los enormes déficits norteamericanos, provocan ahora el derrumbe inevitable del dólar y una crisis mayor a que la que intentaron remediar. Los gradualistas debieran reflexionar por qué no vieron venir la bancarrota de 2001 y por qué antes de esa bancarrota ya nos ‘acusaban’ de ‘catastrofismo’. En 2001 lo más importante no es que tocó fondo una de las “fases” del ciclo. Lo verdaderamente decisivo es que expresó una naturaleza terminal del metabolismo capitalista.
Cuando la vida de una nación se paraliza por completo, cuando las transacciones mercantiles se paralizan, cuando la moneda nacional cesa literalmente de existir, el crédito deja de funcionar y el sistema financiero está formalmente quebrado en toda su extensión, cuando contingentes masivos de la población son lanzados a una inanición forzada; cuando todo esto sucede, hablar de una “crisis cíclica” que deber ser “mensurada”, como plantea Katz (pero que se anima a decir esto solamente después de la crisis), es una expresión del alivio del pequeño comerciante que logró salvar su tienda, o del profesor que aún conserva su cátedra. No es un planteo teórico, sino el comentario de un tercero. Es la época “catastrófica” del capitalismo senil lo que debe echar luz sobre la naturaleza de la crisis y no al revés. Los “anticatastrofistas” fracasaron completamente en interpretar la crisis que se desarrollaba ante sus ojos, y en un terreno en el cual se pretenden fuertes (como el de la “reflexión teórica”, que Katz reclama –‘antiparlamentariamente’– para sí).
En la época de Bernstein, el crédito todavía funcionaba como adelanto de capital productivo. Esto se acabó hace mucho tiempo, inclusive cuando no se había secado la tinta de los escritos del propio jefe de los revisionistas. El capital bancario ha dejado su papel subordinado ante los requerimientos de su congénere de la industria (subordinación que marcó históricamente también al modo de producción capitalista como un avance civilizatorio al permitir que la industria y la producción a gran escala se desplegara a plenitud). No solamente prevalece el capital financiero, la “fusión” del capital bancario e industrial que implica un nuevo tipo social de capital dominante, específicamente parasitario; ese capital financiero se ha montado, ahora en un capital de operaciones virtuales (‘hedge funds’) que domina todo el movimiento del capital.
El “derrumbe” de 2001
Si los “anticatastrofistas” fueran menos dogmáticos estudiarían la catástrofe de Argentina de 2001, en lugar de hacer como los políticos patronales que suspiran de alivio por el trance que dejaron atrás. Cuando Domingo Cavallo impuso el “corralito” para bloquear la corrida bancaria (que en verdad ya habían concretado los grandes capitalistas al fugar miles de millones de dólares para provocar la devaluación y, al mismo tiempo, beneficiarse con ella), se produjo un fenómeno excepcional en la historia del capital: la dislocación entre la compra y la venta, el cese del mecanismo mercantil elemental.
Fue una demostración fantástica y práctica de que el producto del trabajo humano convertido en mercancía encierra un irreductible contradicción al condicionar su circulación a un acto que se desdobla en dos instancias, la compra y la venta, que responden a determinaciones diversas, que no son siempre ni armónicas ni complementarias y que se manifiestan en un antagonismo extremo en toda crisis, como expresión recurrente de los problemas insuperables del movimiento mercantil capitalista. Es a través de la circulación de mercancías que en el capitalismo se establecen las relaciones decisivas entre los hombres, las que tienen que ver con la reproducción de su vida en sociedad. Cuando esa circulación se fractura, se quiebran los hilos invisibles que aseguran el funcionamiento de la sociedad. Porque el capital no conoce otra “sociabilidad” que la que se constituye por la vía del intercambio mercantil.
Esta caracterización del 2001 es más rigurosa que las que reducen la crisis a unos “ahorristas” aterrorizados por el encarcelamiento de su dinero. Es una caracterización que pone de relieve su magnitud histórica y revela, para el que quiera comprenderlo, la distancia teórica que media entre un análisis enriquecido con la teoría de la tendencia a la disolución del capital sobre la base de sus propias leyes, y el estrecho horizonte del economista que se dedica a “mensurar la crisis”. Digamos de pasada que todo el pensamiento científico contemporáneo se ha desplazado del universo del “medir y contar” (Galileo había dicho que Dios creó el mundo con el lenguaje matemático) al terreno más fecundo que se conoce como el de la “complejidad”. Los “anticatastrofistas” de la izquierda, como Katz, no tienen presente que una de las más modernas ramas de la ciencia es precisamente la “teoría de la catástrofe”, que pretende dar cuenta de los fenómenos que no pueden ser mensurados con los viejos recursos de la aritmética y el cálculo matemático tradicional. Hasta existe en la actualidad una llamada matemática de la “calidad”; algo que vale también la pena tener en cuenta cuando se trata de evaluar la dinámica del capitalismo como un sistema históricamente condicionado, que pasa, siempre con los métodos que le son propios, del ascenso a la decadencia, de la juventud a la vejez, de la vitalidad productiva a la descomposición de sus propios métodos sociales de producción.
La “argentinización” de la economía mundial
El capitalismo nativo, luego del Argentinazo, se ha recuperado y los números del gobierno muestran una economía capitalista que se reconstituye a tasas “chinas”. Los “mensuradores de crisis” están satisfechos: está confirmado que “el capitalismo sigue en pie”. (Los economistas norteamericanos discuten si el fin del ‘boom inmobiliario’ conducirá a un ‘soft landing’ o a un ‘hard landing’, una desaceleración o a una crisis. Katz ya está anotado ‘a priori’ con los agrimensores ‘optimistas’ del capital.) No se comprende, sin embargo, que la recuperación argentina está “preñada” por la bancarrota previa: no solamente porque el contenido social de esa recuperación es un agravamiento de la explotación y miseria social de las masas. Esta ‘recuperación’ sólo se sostiene, a pesar de las condiciones comerciales favorables, por la intervención del Estado. Librada a sí misma hubiera llevado, como en parte lleva, a una explosión financiera y a una explosión social. El 80% de las nuevas deudas de los bancos se destinan a saldar a las que habrían entrado en ‘default’.
La economía argentina es, finalmente –y no podría dejar de serlo–, una traducción particular de un fenómeno de alcance mundial. Pero sólo puede ver esto quien lo indaga. Si se “mensura” el crecimiento del Producto Bruto de Estados Unidos se ve lo que un contador sin mayor perspicacia llamaría un “robusto crecimiento”. (Uno de los gurúes más estimados en tal medio, R. Astarita, no tiene reparo en afirmar que no sólo no hay “catástrofe” alguna, sino que ni siquiera es posible hablar de crisis “tradicional” y que, al revés, asistimos a una de los despliegues más exuberantes del capitalismo en toda su historia).
No obstante, si se tiene en cuenta: a) el desbarranque de la principal economía del planeta también a principios de la década, cuando se desplomó Wall Street, reventó la llamada “burbuja” de las empresas tecnológicas asociadas al negocio informático y cuando se vinieron abajo corporaciones gigantes que quebraron en una magnitud sin precedentes, como fue el caso emblemático de la Enron. Si se tiene en cuenta, también, que, b) para superar tal situación la economía norteamericana llegó a un nivel de déficit fiscal y en el comercio exterior que ha impulsado ‘burbujas’ especulativas colosales, sin salida, en todo el mundo. Si se tiene en cuenta, además, que c) en la “agenda” de la recuperación reciente de la economía de Bush hay que anotar el militarismo desbocado y la barbarie en Irak; ...en síntesis, si se tiene en cuenta a la realidad misma, no es difícil entender el caso argentino como expresión de un escenario más amplio y convulsivo que domina el panorama mundial capitalista.
Katz ha tomado la expresión del PO de la “argentinización de la economía mundial” -se titulaba así un artículo referido a las grandes bancarrotas yanquis del momento en el año 2002- como testimonio de que para el PO todos los gatos son pardos. ¡Pero Argentina ocupaba en 2001 el primer lugar en negociación diaria de títulos de deuda en el mercado mundial! La “argentinización de la economía mundial” se encontraba en acto. Este peligro inició un intervencionismo norteamericano (pactado con China) para organizar una salida, necesariamente transicional, o sea que plantea una crisis aún más amplia. Irak y Afganistán fueron invadidos, más allá del petróleo y del control de Asia central, para sustentar la autoridad política del Estado norteamericano en su intervención económica. Este análisis es sustituido, por el gradualista Katz, por la reiteración de que se trata de “un desequilibrio más”.
Una expresión interesante del carácter “epocal” de la economía del derrumbe capitalista lo revela la propia economía china, que es la mayor “burbuja” del convulsionado mercado planetario globalizado. A diferencia de lo que sucedió en otra etapa histórica con la economía yanqui, paradigma del desarrollo capitalista nacional en la época de ascenso de la sociedad burguesa, la actual expansión de China tiene características muy notorias de un período de saturación de la producción capitalista mundial. Estados Unidos fue proteccionista para cubrir a su mercado interior; China no. Estados Unidos importaba mucho más de lo que exportaba; China hace lo contrario. Estados Unidos se financiaba en el exterior para estirar el horizonte de su producción nacional, China es acreedora y asfixia el consumo interno con una tasa de inversión descomunal para satisfacer los apetitos del entrelazamiento con el capital financiero y monopólico foráneo que opera en la mayor plataforma de exportación de toda la historia. China es entonces una gigantesca economía “sobreproducida”, y que ha llevado las desproporciones que son propias del capitalismo a un nivel sin parangón, de dimensiones potencialmente catastróficas. Del mismo modo, si China se ha convertido, por un momento, en una sopapa de seguridad del capital mundial, que exporta a ella capitales y materias primas, antes tuvo que ocurrir una guerra civil, bajo la ‘revolución cultural’ y la restauración capitalista en todos los ex Estados obreros. En el caso de China late, con una tensión brutal, la realidad de un capitalismo en “exceso” que ha depredado regiones y ramas enteras de la economía mundial para “mantenerse en pie” (la muestra más feroz de este fenómeno es el proceso de destrucción que se procesó en los años ‘90 en la potencia industrial de lo que fue la vieja Unión Soviética, la mayor destrucción económica de una nación en “tiempos de paz”).
Lo notable de este momento histórico consiste, precisamente, en que, en primer lugar, a pesar de la victoria mayor que significó para el capital la liquidación de la URSS, el proceso de restauración capitalista esté condicionado por la impasse más general del capital; que por eso mismo, en segundo lugar, no habían pasado diez años desde la disolución de la URSS, cuando una bancarrota general que comenzó en el sudeste asiático, no dejó títere con cabeza. Se extendió primero a la Rusia “restaurada”, luego a América Latina y alcanzó la ciudadela yanqui con la amenaza de un quebranto financiero general. Es decir, lo notable es que la propia salida para el capital que significa la reapropiación de mercados gigantescos de los cuales había sido expropiado, debe ser comprendida como parte de un proceso inacabado totalmente inserto en el período de una aguda decadencia histórica del capital.
El problema ni siquiera es, en lo que respecta a este trabajo, investigar las alternativas que las contradicciones del momento actual de la economía del derrumbe capitalista plantea en términos de salidas más o menos transitorias, más o menos consistentes, desvíos o amortiguadores que den respuesta a los problemas más agudos del mercado mundial. La cuestión es otra, y resulta pedagógicamente pertinente recordar lo que Lenin respondió a Kautsky cuando este acabó por convertirse a la profesión de fe inaugurada por Bernstein. Kautsky argumentó entonces a favor de una especie de transición pacífica y no revolucionaria después de la Primera Guerra Mundial. Para esa transición sólo había que esperar que el capital mundial acabara por centralizar y concentrar los recursos del mundo entero a una escala tal, que de una suerte de “ultraimperialismo” se pasaría en forma natural al socialismo. Lenin planteó entonces que no había ninguna duda de que el mundo avanzaba a un escenario de hiperconcentración del capital imperialista, pero que lo hacía con sus propios métodos, con su anarquía, con su violencia, con sus crisis, con sus mecanismos de destrucción masiva de recursos; de modo que mucho antes de alcanzar el “ultraimperialismo”, se plantearía la cuestión de la revolución social para millones de seres humanos que integran el ejército de los obreros y explotados del capitalismo. Katz sostiene imperturbable que el “capitalismo sigue en pie” (aunque no pague salarios a miles de docentes de la UBA). Vale la misma respuesta: sigue en pie con sus métodos; a cada catástrofe y a cada manifestación de su crisis, la “salida” que puede encontrar reproduce y potencia esa misma catástrofe capitalista. Si uno no sabe lo que busca, dijo alguna vez un gran historiador, no entiende lo que encuentra. Un “capitalismo que sigue en pie” no ofrece perspectiva de transformación social (y, por definición, abole la categoría de perspectiva e instaura el fin de la historia). De ahí que Katz se haya convertido al keynesianismo, que es un programa precisamente de conservacionismo social.
Catastrofismo revolucionario
La conciencia “catastrofista”, inclusive concebida como inminencia de la revolución, es un rasgo distintivo original del marxismo, de su concepción del hombre y la historia. Marx y Engels fundan esa concepción, la que dominará luego toda su práctica intelectual, política y militante, como un discurso de la revolución. Es lo que pone de relieve el español Ciro Mesa, en un estudio reciente muy interesante y más que recomendable: “sus escritos (los de Marx) se encuentran atravesados por el pensamiento de que la revolución está a la vuelta de la esquina, de que puede acontecer en el instante siguiente... En sus textos la interconexión entre crítica y revolución irrumpe de un modo inmediato, natural y continuo. El concepto marxiano de historia se articula, pues, como una forma de intervención en un combate que ya está teniendo lugar. La era capitalista vendría a culminar en la contraposición abierta y definitiva entre clases. Ya no puede ser negado y ha alcanzado tal agudeza que cualquier discurso teórico habría que tomarlo como una forma de tomar parte de hecho en él...”.
El catastrofismo de Marx se despliega a partir de la conciencia sobre la “inminencia de la revolución”. El “Manifiesto Comunista” es de 1848 en el apogeo de los movimientos revolucionarios de la época en Europa y tiene el propósito de intervenir prácticamente en ellos. En 1850 Marx realiza un balance de los acontecimientos revolucionarios en un documento conocido como Circular a la Liga de los Comunistas. Marx esperaba entonces que la revolución frustrada en Alemania, por el comportamiento pusilánime de la mediocre burguesía teutona, renaciera, en un episodio próximo, bajo la dirección de la pequeñoburguesía. En función de tal expectativa la mentada circular es un impresionante compendio de estrategia y táctica revolucionaria, que incluye un análisis sobre el carácter de la revolución y su dinámica de clase, las posiciones y vínculos entre sí de la burguesía, la pequeñoburguesía y la clase obrera, la política que debe desarrollar el proletariado. El tono, la tensión del texto y del objetivo al cual sirve siempre es “catastrófico”. Dice: “Nuestros intereses y nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta que sea descartada toda dominación de las clases más o menos poseedoras, hasta que el proletariado conquiste el Poder del Estado, hasta que la asociación de los proletarios se desarrolle y no sólo en un país, sino en todos los países predominantes del mundo, en proporciones tales que cese la competencia entre los proletarios en estos países, y hasta que por lo menos las fuerzas productivas decisivas estén concentradas en manos del proletariado. Para nosotros no se trata de reformar la propiedad privada sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”. Las expectativas de Marx sobre la revolución no se cumplieron en los plazos del pronóstico original, pero las conclusiones revolucionarias de la Circular ganaron una perspectiva todavía más amplia, y si se quiere profética y anticipatoria, en la cual se formaron las generaciones de revolucionarios que le siguieron. Riazanov en su extraordinario trabajo sobre la vida de Marx y Engels dice que Lenin conocía las conclusiones de la Circular de Marx de memoria, lo que explica la conducta adoptada por Lenin ante el gobierno de Kerensky, pocos meses antes de octubre de 1917. Los mencheviques aconsejaban dejar pasar el momento para cuando el capitalismo volviera a “ponerse en pie”. ¿Y acaso no tuvieron razón, setenta años más tarde?
Luego de la incumplida revolución del ’50, Marx planteó que el próximo “colapso” sobrevendría con la culminación del desarrollo de fuerzas productivas, que estimó estaría agotado para mediados de esa misma década. Y efectivamente la crisis sobrevino y aunque no provocó un estallido revolucionario, sí creó una situación revolucionaria (como explica Lenin en su estudio sobre situaciones revolucionarias); luego sobrevino la guerra franco-prusiana y la prematura Comuna de París. La secuencia podría seguirse con las expectativas de Marx, también cumplidas a medias, sobre las consecuencias del derrumbe de la producción agraria y la guerra civil yanqui al comenzar la década de los años sesenta del siglo XIX. Sobre el final de siglo, el propio Engels admitió que las expectativas de Marx y él mismo sobre la marcha de la revolución no se cumplieron, sin que esto quitase valor alguno a la teoría revolucionaria que sobre la base de una certeza inconmovible del “derrumbe del capital” ambos contribuyeron a cimentar de modo incomparable. Entendía lo que los marxistas ‘contables’ no asimilan -¡un siglo y medio después!- sobre la tendencia inevitable del capitalismo al colapso y a la disolución. Porque tanto Marx, como Engels, siguieron siendo “catastrofistas”, inclusive cuando estimaron que las vicisitudes de la economía capitalista y la maduración insuficiente del proletariado postergaban la revolución, por lo cual sacaron la conclusión de que esto reclamaba un trabajo de preparación política más prolongado para enfrentar adecuadamente... “el derrumbe del capitalismo”. El catastrofismo, este catastrofismo, está unido umbilicalmente a las concepciones de un socialismo riguroso, científico, revolucionario. Siempre fue así y siempre lo será.
De la catástrofe a la revolución
La caracterización que plantea la marcha inevitable de la sociedad burguesa a su propio desmoronamiento histórico como consecuencia de la “ley de movimiento del capital” (cuyo análisis y consecuencias, según las palabras del propio Marx, son la esencia de su propia obra); esta caracterización es el punto clave en el pasaje del socialismo como utopía al socialismo científico, según el título de un famoso libro de Engels. Pero el socialismo utópico que pretendía redimir a la humanidad, merced a los deseos, la racionalidad o inclusive la voluntad práctica de sus mejores representantes, fue en los comienzos del siglo XIX un síntoma precoz del “derrumbe del capitalismo” y hasta una expresión todavía primitiva, una transición hacia un socialismo obrero, cuando prácticamente no había obreros como clase forjada en la lucha contra el propio capitalismo. Ahora, doscientos años después, ya no el socialismo “utópico”, sino los trasnochados intentos por corregir la explotación capitalista con algunas inyecciones de dudosa moral, o de reflexiones metafísicas todavía más dudosas sobre el provenir, muestran apenas un retroceso vulgar en materia de pensamiento de alguien que prefiere ignorar que nos encontramos en un período de “revolución social”. Y que, además, ni si siquiera tiene el mérito de la novedad.
La elaboración del “catastrofismo” se encuentra, si se nos permite la expresión, en el alma del marxismo. Marx mismo señaló que no había que ver en la miseria y degradación humana provocada por el capital, sólo eso, sólo miseria y degradación, sino reconocer en ambos su elemento revolucionario. De la catástrofe, entonces, emana el progreso y es la civilización que se reconstituye de su negación, es la afirmación del hombre como autocreación por medio del trabajo, superando la alienación de ese mismo trabajo. Marx retomó así para su propia cosecha los mejor de la filosofía de Hegel en la cual se había formado. La catástrofe del capital, o lo que es la tendencia a la disolución social que implica su existencia más allá de las premisas que lo tornaron un fenómeno histórico necesario (y episódico entonces a la escala de la Historia), es lo que Marx llamó la labor del viejo “topo”, precisamente porque es la destrucción del capital que se prepara como resultado de las leyes de movimiento, desarrollo ...y descomposición del propio capital.
La tradición revolucionaria del marxismo nunca dejó de nutrirse y nutrir este catastrofismo, que alcanzará una nueva etapa de elaboración sobre la base del nivel que alcanza la sociedad capitalista y la lucha de clases en el siglo XIX y el siglo XX. Es, ya que hablamos de catástrofe, de la “última etapa” o “fase superior” del capital, para decirlo con las conocidas palabras de Lenin. El plano más elevado, que al revés del caso que nos ocupa, estimuló a las mejores cabezas del pensamiento socialista a caracterizar su “lugar histórico”. Es cuando florecen las grandes obras de los revolucionarios, planteando la “catástrofe que nos amenaza”, otra vez, citando un texto del líder de Octubre, que diera lugar a una de sus contribuciones más interesantes en plena revolución rusa. (Katz, en cambio, se preocupa por “mensurar las crisis”, como una especie de contador que estima cuánto falta para el siempre inalcanzable “porvenir del socialismo”, preocupado por explicar siempre “por qué el capitalismo se mantiene en pie”, según sus propias palabras.)
Imperialismo
Las elaboraciones de Hilferding sobre el límite que alcanzaba el capital con las nuevas formas de capital financiero o ficticio, los análisis de Bujarin sobre las contradicciones insalvables de la “economía mundial” en la época del imperialismo, los planteos de Rosa Luxemburgo sobre los límites de la “acumulación del capital”, concentraron como nunca las caracterizaciones sobre el derrumbe del capital. Ocurría en los años dramáticos en que el movimiento obrero debatía la conducta a tomar frente a una catástrofe que se estimaba podía arrasar con la historia, como resultado, precisamente, de los obstáculos absolutos que enfrentaba el capitalismo para sobrevivirse a sí mismo. ¿Hay que recordar esto otra vez a los intelectuales e izquierdistas? Es la época de la gigantesca carnicería de la primera guerra mundial, es la época de la hecatombe de las viejas direcciones del movimiento obrero que terminan asociadas a esa misma carnicería, es la época de “socialismo o barbarie”, según la terrible dicotomía que planteara la propia Rosa Luxemburgo en 1915.
El mérito de los revolucionarios de entonces fue haber puesto de relieve en una caracterización muy seria, cómo el desarrollo del capital había llevado a la sociedad burguesa a una suerte de ‘punto de inflexión histórico’, acabando con la libre competencia, hipertrofiando las formas de existencia más parasitarias del capital, extendiendo su dominación a escala planetaria y alcanzando así la constitución de un mercado mundial, que es la última estación de su “misión histórica” (Marx). La “catástrofe” era este “lugar histórico” (Lenin). La revolución se abrió paso como consecuencia del derrumbe y la catástrofe del capital. Fue el tema estratégico de debate de la Tercera Internacional. Es el “dato” insustituible, que los gradualistas consideran en el siglo XXI, con sorna, como una realidad superada; un derecho que nadie les puede negar, pero, claro, no en nuestro nombre, ni el del “socialismo”, ni el del “porvenir”, para no hablar de la revolución a la que han dejado de lado.
Cuando las derrotas de la revolución mundial y el aislamiento de la revolución rusa llevaron a una degeneración de los soviets y dieron lugar a la aparición de ese tumor maligno del movimiento obrero que fue el stalinismo, el derrumbe del capital no cesó de hacer su camino. La época de guerras y revoluciones, los cataclismos económicos, las más brutales convulsiones sociales, las “catástrofes” bélicas más despiadadas inclusive se profundizaron. El análisis del derrumbe del capital tuvo que incorporar entonces la crisis de dirección del movimiento obrero, el desplazamiento de la cúpula burocrática en el poder al campo de la contrarrevolución. Esta combinación particular, históricamente trágica, del derrumbe del capital, por su lado, y degeneración de una burocracia surgida al interior de un Estado obrero, por el otro, llevó la catástrofe de la sociedad burguesa a un nivel impensado. El Programa de Transición (1938) habla, entonces, de una “crisis de la humanidad”. Este es el camino de la historia, el de la catástrofe a la revolución; el camino inverso es el de Katz y sus amigos, que es el resultado de la desmoralización.
...de la revolución a la catástrofe
Lo prueba el hecho de que Katz al frente de un grupo denominado Economistas de Izquierda (EDI), llegó a celebrar la disolución social de 2001 en Argentina, porque habría ofrecido el escenario de una suerte de comunismo primitivo capaz de abrir paso a una sociedad auténticamente humana.
El asunto, en todo caso, tiene su lógica y se puso de relieve muy claramente cuando los EDI de Katz tomaron como acta de nacimiento el planteo de un llamado “Frente Nacional contra la Pobreza” (de la CTA de De Gennaro, Lozano y Yasky). Que en la misma línea intelectual habían llegado a la conclusión de que el “derrumbe del capital” no conducía a ningún lugar en sus carreras profesionales. Se propusieron, entonces, la poco grata tarea de probar que todo el mundo podía comer sin necesidad de derrocar al capital, es decir, sin superarlo. Por eso se pasaron de los “frentes de liberación nacional y social” a los frentes contra la pobreza; no contra el capitalismo sino por su “humanización”. Ni siquiera se percataron (o sí) que “pobres” era la manera de designar a los menesterosos en la época precapitalista, cuando la tarea de socorrerlos estaba a cargo de organizaciones caritativas, en general eclesiásticas. “Pobre” es una denominación engañosa (por eso la prefieren los intelectuales diletantes) para encubrir la desocupación que deriva de la explotación capitalista, y más precisamente, cuando esa desocupación se transforma en crónica y masiva, en un resultado del “derrumbe del capital” y de su tendencia irrefrenable al colapso y la disolución social.
Para concretar su propuesta, le dieron a la pobreza un tratamiento “impositivo”. Con el objetivo de poner en claro que no hacían referencia a la transformación social idearon un mecanismo tributario para mostrar que se podía asignar a todo núcleo familiar un ingreso monetario similar al marcado por la “línea de la pobreza”, es decir, que apenas permitiera comer mal. A esta peculiar forma de “eliminar” la pobreza le pusieron de nombre “seguro de empleo”, para que no se escapara una contraprestación laboral y que en ningún caso se tratara de un subsidio al desempleo, financiado por la clase capitalista responsable de la desocupación masiva. No debe extrañar, entonces, que la organización de los intelectuales que elaboraron esta propuesta apoyara al gobierno de la Alianza y algunos de ellos sean ahora funcionarios del gobierno de Kirchner. No es necesario mucho más para señalar el carácter marcadamente antiobrero de este planteo centroizquierdista. Basta decir que esta línea de políticas frente al desempleo en masa y a la pobreza endémica hace mucho forma parte de los planteos al respecto del Banco Mundial.
Katz y su grupo de Economistas de Izquierda debutaron en pleno colapso económico, social y político de la Argentina, para copiar la propuesta centroizquierdista (e incluso del Banco Mundial). De tal modo que, siguiendo el libreto establecido por los colaboradores del gobierno de De la Rúa, rechazaron de movida exigir un subsidio al desocupado para plantear -y citamos textualmente- “un seguro de empleo y formación propuesto por organizaciones sociales y sindicales” (se refiere a la CTA). Para que no cupieran dudas, Katz y el EDI especificaron que “los seguros de empleo... gestionados por las organizaciones del movimiento de trabajadores desocupados podrán convertirse en verdaderas remuneraciones del trabajo comunitario para recuperar la cultura del trabajo en oposición al trabajo alienado que surge de la actual relación entre el trabajo y el capital”. Es decir, que Katz y sus EDI veían en la descomposición social que llevó a privar del plato de comida a los explotados (o sea que el capital era incapaz de reproducir la fuerza de trabajo, o sea el “capital variable” necesario a su sistema social), para dar lugar a gigantescas ollas populares y diversos emprendimientos de autoayuda; veían en eso una “superación” del capitalismo y la forma suprema de convivencia humana en una existencia “desalienada”. La confusión de los efectos disolventes de la desocupación en masa con el “comunismo primitivo” no es otra cosa que una salida reaccionaria a la crisis a la esfera de que el capital “siga en pie”. Una igualdad en la miseria era presentada como la des-alienación del trabajo humano.
Barbarie práctica y teórica
Katz y sus amigos del EDI fueron en este camino hasta el final. Es así que propusieron como un paradigma de organización social, a la “economía del trueque”, o sea, el retorno a la economía pre-monetaria. Dirigentes del Partido Obrero, que eran a su vez líderes del movimiento piquetero, denunciaron al trueque como un mecanismo de confiscación económica y política. Por un lado, porque con la emisión incontrolada de “créditos” que servían para el intercambio se procedía a una devaluación creciente de este dinero “sui generis”, que acabó hundiendo a los mercados y a los “trocantes”. Esto, mientras algunos vivillos la presentaban como una salida “solidaria” a la crisis. Algunos tuvieron el atrevimiento de llamarlo “economía social” y no faltaron intelectuales que luego de fracasar en el estudio de la pobreza, se dedicaron a recabar fondos en algunas ONG para estudiar el fenómeno, dictar cursos y seminarios para líderes de la comunidad.
Por otro lado, se trataba de una confiscación política porque el negocio del “trueque” se encontraba bajo el control de punteros y mafias peronistas que, más allá de sus propios beneficios, pretendían sustraer al pueblo empobrecido de la movilización y organización independiente contra el gobierno y el aparato estatal. En los mercados de “trueque” se produjo una hiperinflación de los “créditos”. Algo que inclusive podía “contabilizarse” en el número de créditos que se ofrecían a cambio de algunos trabajos de servicio personal (docentes para ayuda escolar, arreglos domésticos) frente al costo prohibitivo de algunos alimentos básicos. La falsificación indiscriminada de esa moneda basura (algo inevitable, porque el dinero no “se crea”) a cargo de diversas bandas vinculadas al aparato estatal, terminó por desmoronar los “mercados de trueque”. El trueque supra-potenció todas las lacras del fetichismo del dinero.
Para Katz y los EDI, en cambio, el “trueque” constituía un fenómeno que “fomenta(ba) la dignidad del trabajo”, según escribió un coequiper de Katz. Como aquel personaje del impostor de Sartre que creía conveniente comenzar por engañarse a sí mismo para asegurarse que podría mejor confundir a los demás, Jorge Marchini explicó en una carta dirigida a Prensa Obrera (N° 750 del 18/4) el modelo socialista del “trueque” como de una “transparencia informativa –publicación del estado del circulante, auditoria por comisión abierta, inyección no arbitraria de nueva emisión, etc.– que no es habitual en la mayoría de las organizaciones sociales y políticas de la Argentina (ni siquiera en los partidos de izquierda, incluido el PO)”. Lamentablemente para Marchini-Katz, luego de sus análisis sobre la cristalinidad del mercado del trueque, el diario capitalista de mayor circulación en el país informaba sobre el derrumbe de la “red del trueque” por la sistemática estafa con los mentados “créditos” que por eso se desvalorizaban en la mayoría de los nodos al 90% del circulante” (3).
Ya no como economistas, que parece ser una materia que no dominan, al menos como hombres de izquierda, Katz y sus EDI deberían saber que en la época actual el “trueque” reaparece sólo como expresión de la barbarización. Esto mismo se verificó en la amplitud colosal que tomó la economía de trueque en la Rusia “restaurada” por el capital financiero. Los “economistas” de Katz no sólo no repararon en este hecho sino que olvidaron, como “teóricos”, que un mercado de “trueque” mucho más elaborado y productivo que el de ellos, ya había sido confundido con el socialismo por lo reformadores sociales del siglo XIX, incluyendo en esto a una de sus más conocidos representantes, como es el caso de Proudhon. Marx dedicó su Miseria de la filosofía a criticar la pretensión de Proudhon de superar al capitalismo mediante una economía del trueque que asegurara una justa “distribución” de las mercancías, a través de una suerte de certificados o “bonos de trabajo”, que acreditara las horas invertidas en su producción. Pero los productos del trabajo necesariamente ocultan esta condición (o sea que pierden la ‘transparencia’) y adoptan la forma intransferible de mercancías cuando el intercambio se realiza entre productores privados independientes unos de otros. En este caso, la regulación de este trabajo social dividido, sólo puede tener lugar, luego de un largo proceso histórico, a espaldas de los productores, a los cuales esa regulación (el dinero) se impone como una fuerza exterior. Proudhon pretendía superar al capital con una circulación general de mercancías, que en la medida que circulan se convierten en dinero y en capital (comercial-mercantil-financiero). Marx demostró que la idea de los “bonos de trabajo” ni siquiera era propia de Proudhon sino que había sido formulada con anterioridad y en primer lugar por un inglés llamado John Gray (ver su artículo “John Gray y los vales de trabajo”) y que Proudhon la había extremado al absurdo punto de “sacralizar la mercancía como la esencia del socialismo” (idem). De todos modos, el planteo de Proudhon consistía en asegurar el “trueque” entre productores mercantiles reales; el de Katz y los EDI en asegurar el intercambio de consumidores desahuciados. El antecedente recuerda aquello de que cuando las cosas se repiten, emergen desgastadas.
Miseria de la economía
No hay nada arbitrario en este comentario. Katz ‘asignó’ a los “economistas de izquierda” la tarea de “demostrar que un régimen basado en las reglas del mercado y la competencia puede ser reemplazado por otro sistema de organización real de la producción, orientado por las necesidades prioritarias de la población” (ataca al mercado pero no a la explotación capitalista, a la circulación, no a la producción). Precisamente, la identificación del socialismo con la “producción racional y colectiva” es propia de los tiempos prehistóricos del movimiento socialista, como tuvimos oportunidad de señalarlo en un artículo sobre el punto, titulado “El socialismo arqueológico de los economoizquierdistas” (4). Decíamos en aquella nota que Claudio Katz había olvidado entonces el “curso de formación” que supimos dictar y en el cual citábamos a un terrateniente cuáquero que ya en 1696 presentó en el Parlamento británico un proyecto de sociedades cooperativas que mostraba las enormes ventajas de la “organización racional de la producción” concebida como tarea colectiva y planificada. El hombre, claro, no era socialista.
Más acá, aunque doscientos años atrás, a comienzos del siglo XIX, las asociaciones de producción y consumo “planificadas” para la labor colectiva de miles de personas fueron ideadas por los exponentes del llamado “socialismo utópico”, en cuyas filas militaban industriales y filántropos. Más todavía, al final de ese mismo siglo, un mediocre socialista alemán, adversario de Marx y del movimiento obrero revolucionario, llegó a la conclusión de que una “organización metódica de la economía planificada” podría multiplicar rápidamente los ingresos de los obreros y reducir el horario de trabajo a la mitad del tiempo entonces vigente. Katz y los EDI boys se han dado a la tarea de volver a explicar, como “objetivo principal”, lo que era original hace más de trescientos años, pero no hoy. Lo cierto es que socialismo y producción planificada no son sinónimos, y emparejarlos es un error... pre-socialista.
Que estos muchachos liderados por Katz sean considerados como “teóricos” de la economía política y de la “renovación socialista” es una especie de “mundo del revés”, según la conocida canción para niños de María Elena Walsh. La cuestión del socialismo no es de “racionalidad”; el capitalismo le dio al racionalismo un ímpetu sin precedentes. La pérdida de la “razón de ser” del capitalismo debe ser demostrada históricamente, por su bloqueo al desarrollo de las fuerzas productivas, y de ningún modo deducida de los principios de la “razón”. Al contrario, Marx identificó al derrumbe y a la catástrofe como una situación en el cual ya ni siquiera funcionaba la “razón organizadora del capital”. Marx expresó muchas veces que la “anarquía” y la “competencia capitalista” habían servido históricamente, bajo formas sociales contradictorias, para dar una extensión universal al mercado y poner en pie un “obrero colectivo”; un “taller social” de alcances planetarios que constituía la premisa para emprender una verdadera emancipación del hombre que mereciera el nombre de tal. Esto significa que el capitalismo no habría ocupado un lugar en la historia si no fuera precisamente por su “racionalidad” (frente a los modos de producción anteriores a él). Los mejores exponentes del movimiento socialista dijeron hace más de cien años que lo que importa no son las premisas técnicas de la “producción planificada” sino las condiciones sociopolíticas para concretarlas: la constitución de la clase obrera como organización política autónoma y su conciencia de que hay que destruir la maquinaria estatal de la burguesía, es decir, la revolución proletaria y socialista. Se ve que ya conocían a los “economistas de izquierda” de su tiempo.
Miseria de los “economistas” (y de los no tanto)
Conviene recordar ahora que la jefatura de hecho que asumió Katz entre los EDI no tuvo que ver absolutamente nada con sus, como vimos, discutibles cualidades como economista. Como lo señalamos en su oportunidad (“Propiedad, poder, economía”, en Prensa Obrera N° 783, 5/12/02) los EDI salieron en su momento a la luz pública al ser súbitamente lanzados a la promoción mediática cuando el mismísimo Claudio Katz fue ungido ni más ni menos que como hipotético ministro de Economía de un igualmente hipotético gobierno de Luis Zamora. Zamora, un ex izquierdista que había abandonado la política casi una década atrás, luego del Argentinazo se presentó a elecciones repudiando la “partidocracia”, en particular la de la izquierda. Reivindicó su rol de francotirador en nombre de una especie de “autonomismo” de la “autodeterminación” individual; sobre todo si servía para recolectar votos entre quienes repudian todo tipo de liderazgos salvo el propio y para acceder a una banca convenientemente remunerada (es la acusación prácticamente literal del puñado de seguidores que poco tiempo después acabaron por fugar en masa del grupo zamorista, hoy aletargado en un piadoso olvido). En función de esa misma línea y al ser indagado en el pico de su popularidad sobre como haría para enfrentar los problemas económicos del país, Zamora naturalmente eligió otro individuo “autodeterminado” y, calificando positivamente su saber “económico”, nominó a... Claudio Katz como posible jefe de la cartera respectiva en su “gabinete”.
En esas circunstancias, y en lugar de delimitarse de un planteo verdaderamente patético, Katz y el EDI armaron a toda prisa una presentación especial de su “programa” en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, que hasta la televisión reprodujo en horario noble. Su atractivo consistía en que presentaba una “propuesta socialista” elaborada por profesores universitarios y bajo el amparo de un político estrella de las encuestas de voto. Cierta izquierda que no podía resistir la promesa de algunos miles de papeletas electorales, se subió inmediatamente al carro de los EDI. La misma centroizquierda, recordemos, incluyó en el “programa” del EDI el planteo inadmisible de un miserable “seguro de empleo”. La propuesta del EDI fue entonces firmada por economistas y personajes de los más diversos que no tenían nada que ver con la economía, pero compartían con los seguidores de Katz su rechazo a un planteo revolucionario y el afán por presentar esto como una “propuesta económica socialista”.
El concepto mismo de una propuesta “económica” socialista es, sin embargo, un contrasentido. Porque “la economía política es la ciencia de la miseria humana”, como afirma el autor de una de las mayores investigaciones académicas sobre la evolución del pensamiento de Marx (5), y su crítica es el punto de partida del socialismo. La economía es sinónimo de un modo de producción social dominado por las mercancías y el capital, es decir, por la anarquía y la explotación del trabajo humano. Por esto mismo la crítica de la economía política no conduce a la perfección de la disciplina sino a su superación. Nos lleva, más allá del terreno de la economía, al plano de una teoría histórica, social y revolucionaria del mundo capitalista (6). La economía, condicionada históricamente por la sociedad burguesa a la cual embellece, está llamada a ser disuelta junto a la desaparición de ésta última, como resultado del proceso que es propio de la revolución socialista. Las contradicciones insuperables de la economía se resuelven, entonces, en el terreno de la lucha de clases y de la disputa por el poder. Pero Katz y los EDI declararon explícitamente que sus planteos excluían cualquier definición respecto a un planteo de “poder”, para mantenerse en el terreno de la “economía”. Textualmente: “no definimos qué tipo de gobierno supone la aplicación de nuestras propuestas”. Nada que agregar entonces sobre semejante definición... “socialista”.
Miseria del socialismo
El socialismo convertido en “propuesta económica” consiste para Katz, y para una enorme cantidad de organizaciones y grupos izquierdistas e izquierdosos, en pregonar una serie de estatizaciones y nacionalizaciones de empresas varias. La confusión de tal modo entre estatismo y socialismo es especialmente negativa porque el segundo debe distinguirse en particular por su crítica al primero y por plantear en consecuencia la destrucción de la hipertrofiada máquina estatal capitalista con el objetivo de colocar todo el proceso social bajo el comando colectivo de los productores, es decir, de los trabajadores. Y el primer problema de los trabajadores en una transformación revolucionaria no es la propiedad sino el poder. Es el principio de todo... y desde el principio: “el primer paso de la revolución obrera es la toma del poder... del cual se valdrá (el proletariado) para despojar paulatinamente a la burguesía de todo el capital” (7).
Es decir, primero el poder, luego la propiedad, no al revés. En cambio, para Katz y cía., el “programa” consiste en eludir el problema del poder. Recordemos, además, que setenta años después de lo señalado por Marx en el Manifiesto, la misma cuestión reaparece en un notable texto escrito por Lenin en agosto de 1917, dos meses antes de la revolución socialista soviética8. Entonces, el panorama aparecía dominado por un enorme caos y desorganización económica. Lenin planteó que la cuestión podía y debía ser resuelta sometiendo todo el tejido productivo al “control, la vigilancia y la contabilidad”. Esto implicaba la centralización inmediata de recursos, comenzando por los bancos y su administración racional mediante el “control obrero” colectivo. Sólo de la pelea por tal control, es decir, de la disputa por el poder de comando de la situación, se derivaría el destino de toda la transformación social. Pretender expropiar a la burguesía sin luchar por destruir su Estado y llevar al proletariado al poder es propio de un “economista” atrapado en su propio laberinto.
¿Se puede decir entonces, como lo ha hecho el PTS en una crítica de muy escaso valor, que el problema Katz y el EDI es presentar un programa “económico” correcto y socialista, pero con el defecto de no plantear el “sujeto social” capaz de ejecutarlo? No es así. Una crisis profunda y decisiva puede llevar a la burguesía a las más variadas nacionalizaciones y expropiaciones... para reconstruir las bases de la economía capitalista y del Estado que le corresponde. Un programa que no conecta de un modo directo los ataques a la propiedad burguesa con la necesidad del poder obrero –y esto con la finalidad de hacer compatible sus propuestas con los enemigos de un gobierno de los trabajadores– es un programa pequeño burgués y antiobrero. El programa de Katz y el EDI corresponde a un sujeto social bien definido. Es la clase media intelectual, cebada en su supuesto dominio de la “teoría”, vacilante e inconsecuente. Pequeña burguesía que encuentra en la “economía” el terreno ideal del diletantismo. Del mismo modo que encuentra en la acción colectiva y disciplinada de una organización obrera su enemigo natural. El campo del EDI no es el de la acción y la movilización práctica, sino el de la “asesoría” y las “mesas redondas”.
Descubrir lo viejo
En alguna oportunidad Marx fue interrogado sobre como pensaba que sería una sociedad socialista. Contestó despreciando la cuestión, como si la propia pregunta no supusiera una completa ignorancia acerca de sus planteos, concentrados en analizar las contradicciones de la sociedad capitalista y la organización del proletariado destinada a derrocarla y nunca en especular abstractamente sobre los tiempos que vendrán. “No soy el cocinero que provee las recetas del porvenir”, respondió entonces Marx. Katz acaba de publicar un libro sobre el “porvenir del socialismo” en el cual no falta ninguna de las recetas posibles. Suprime el movimiento de la revolución, la lucha del movimiento obrero por sus objetivos históricos y, en su lugar, se ofrece es una larga letanía en torno a algo que para Katz es una obsesión recurrente: la “democracia”. Una suerte de quimera, de esencia fundante tanto del capitalismo como del socialismo, puesto que la democracia constituye “una noción compartida” por ambos, dice Katz (pág. 199). Como coincidencia llamativa, digamos, que Bernstein inició su prédica del revisionismo con planteos muy similares en un trabajo llamado “Problemas del socialismo”.
La atribución a la democracia de un “valor universal” es un planteo en principio tan viejo como el propio pensamiento burgués y hunde sus raíces en mitos, religiones y filosofías que se remontan muy atrás en el tiempo. Pero, inclusive, cuando jugó un papel revolucionario, no lo hizo como bandera “universal” sino como dictadura jacobina. Era entonces la democracia revolucionaria que arrasaba sin miramientos -y también sin los prejuicios de la formalidad institucional de la democracia- contra todo lo que se oponía a la rebelión popular. Era “universal” hacia el futuro, no hacia el pasado. ¿Qué tiene de universal un régimen que perpetúa y que refuerza la oposición del hombre contra el hombre y la explotación de una mayoría por una minoría?
La crítica a las limitaciones insalvables de lo mejor de la democracia burguesa es demasiado conocida como para repetirla acá y destacó en particular la contradicción entre la igualdad formal (y ficticia) en el plano político y la desigualdad real (y creciente) que es propia del sistema capitalista. En los materiales más elementales que todo militante socialista lee desde un comienzo figuran los que rezan la doctrina básica de que aunque los regímenes políticos de la burguesía no sean indiferentes para el proletariado y los explotados, la más amplia de las democracias no deja de ser una dictadura del capital.
Cuando Claudio Katz afirma que “el socialismo presupone (nótese: pre-supone) la instauración de una democracia genuina”, el asunto es mucho más prosaico y nada tiene que ver con el campo de lo que es revolucionario sino más bien con su opuesto. Si algunas décadas atrás floreció el pseudo descubrimiento del “valor universal de la democracia”, la referencia no era la transformación radical del mundo medieval ni de ningún otro mundo, sino, al revés, el embellecimiento de los más podrido de la democracia imperialista, del voto manipulado por el capital, del parlamentarismo corporativo, de la división de poderes para mejor engañar al pueblo, del estado de derecho contra la acción directa... y la revolución. Esto ya no es teoría sino historia práctica reciente; fue cuando “el eurocomunismo” en el final de los años ’70 del siglo pasado se preparó para el ejercicio directo de la “democracia”, es decir, el comando de las potencias capitalistas europeas. La teoría del “valor universal” de la democracia se acuñó en la península itálica entonces como fundamento del “compromiso histórico” forjado por el stalinismo vernáculo con la mafia vaticana de la democracia cristiana. En nuestro continente fue tempranamente importada por la izquierda brasileña para proclamar que renunciaba a cualquier planteo revolucionario para acabar con la dictadura militar de la época y, al contrario, para afirmar su disposición a pactar una sucesión “institucional”, es decir, antidemocrática, con los militares en el poder. Los teóricos del “valor universal” de la democracia son los que terminaron llegando al poder con Fernando Henrique Cardoso, primero, y con Lula más tarde. Es un plato recalentado y en estado de descomposición el que nos ofrece Katz y ni más ni menos que para el “porvenir del socialismo”. ¡Ay, Dios (si existiera)!
En realidad, ya no hay nada de socialismo; el socialismo se ha transformado en una suerte de extensión de la “democracia”. No sólo “pre-supone” el socialismo: “la democracia es la condición para un progreso emancipatorio, porque coloca los destinos de la sociedad en manos de la mayoría popular” (pág. 223). Abajo la revolución socialista entonces, viva la democracia. Tampoco hay proletariado, sólo “pueblo”. El “porvenir del socialismo” se carga así del anacronismo de su inventor y arrastra un populacherismo de museo libresco. El escenario socialista se concretaría entonces con la conquista de lo que Katz llama la “ciudadanía plena” ya que el capitalismo la ha coartado o dejado irresuelta. Pero la “ciudadanía” es el lado conservador de la revolución democrática, es la llamada emancipación política que se traduce en la “igualdad”... ante la ley, en la sociedad en la cual el contrato y la ficción jurídica convierte en sujetos “equivalentes” al “patrón” y al “obrero” ...es la “sociedad civil” cuyos antagonismos, según la célebre sentencia de Marx, encuentran su “resumen oficial” en el poder político de la burguesía. ¿Pero acaso con nuestros “teóricos” tendremos que empezar todo de nuevo? La “ciudadanía plena” es la utopía idealizada del mundo burgués en la época más bárbara de la decadencia capitalista; es el “socialismo” ...de la izquierda antirrevolucionaria.
Miseria de la política
La receta de Katz tiene un lado si se quiere simpático, cuando su “democracia”, que se le ocurre “socialista”, adquiere la forma de un producto de cotillón en la misma medida en que puede imaginarse como esos disfraces que se componen o adornan con fantasías y oropeles a elección del consumidor. Su “modelo” se compone con lo bueno de la democracia “directa”, lo mejor de la “indirecta”, un poco de lo que es propio del “consejismo”, otro del “régimen político libertario” y algún condimento de “multipartidismo”. Finalmente, todo tiene en este mundo algo bueno, según el pensamiento de este intelectual devenido en una variante de pastor socialista. Y todo ello debe tenerse en cuenta, dice Katz, para “prefigurar el régimen político del futuro”, que es lo que define como el propósito fundamental de su “reflexión teórica”. Este es el retrato genuino de estos “filósofos de la miseria”, vestido de ese tipo de personaje cocinero que nos brinda las recetas del mañana, su “modelo para armar”, que ofrece como resultado de la lectura de todas las fórmulas posibles y de las cuales nos presenta siempre el sabor más apropiado. La consecuencia es una especulación vana, vacía de contenido y que sólo busca impresionar por la cantidad de información que reúne de libros y artículos leídos sin ton ni son y de numerosos “papers” dedicados a similares ejercicios de “reflexología”, que en este caso nada tiene que ver con la disciplina del Dr. Pavlov. El socialismo como ciencia nació para descartar las recetas y Katz propone renovarlo transformándolo en un libro de cocina... “El señor convendrá conmigo en que un hombre que no comprendió el estado actual de la sociedad, comprenderá menos aún el movimiento que tiende a subvertirla y las expresiones literarias de este movimiento revolucionario”, escribió cierta vez Marx respecto a alguien bien más ilustre que el que nos toca en suerte.
Es la desaparición de la política. El “porvenir del socialismo” es un ejercicio pasatista de literatura sin rigor que se adereza seguramente con alguna conferencia o viaje que pueda sentar bien al espíritu del autor. Es un estilo, una especie de socialismo “fashion”: el texto de Katz es amable y grato, porque jamás asume la dureza de una lucha ideológica concreta. La polémica es siempre insinuada, lateral, nunca dirigida a la conquista abierta de una posición por la cual jugarse, siempre evitando la controversia llana. Cuando se la plantea, al mismo tiempo se la disimula, como quien arroja la piedra y esconde la mano. Por eso la cita que encabeza este mismo artículo de crítica al Partido Obrero, nunca fue dirigida en realidad al... Partido Obrero; nosotros “forzamos” la aparición del sujeto para una polémica más leal. Katz hace la crítica mencionando a un supuesto “crítico del reformismo” innominado (partidario del “catastrofismo”, etc.) y sólo una cita de pie de página medio perdida aclara que se trata de Jorge Altamira y de un artículo de Prensa Obrera que, de todos modos, no se dice que es el órgano del Partido Obrero. No es un detalle. En el territorio de Claudio Katz no hay partidos, tendencias, programas, organizaciones: todas las referencias remiten a “comentaristas”, “autores”, “investigadores”, “especialistas”. El tono pretendidamente académico es en sí mismo toda una definición y transforma al propio Katz en un “economista” o “profesor” del cual se vale la izquierda que descree definitivamente de las revoluciones y de la clase obrera para hacer pasar su propia involución. Es una interesante “dialéctica”, muy de nuestro tiempo. Katz mismo ha alcanzado el “desideratum”, muy cómodo para el “intelectual”, de la completa irresponsabilidad y esto en el sentido preciso de que no es responsable ante nadie, ningún agrupamiento, ninguna organización.
La organización, sin embargo, es la condición para dar cuenta del “derrumbe del capitalismo”. Es necesario la asociación de los hombres, su conciencia, su acción práctica, la constitución de la vanguardia obrera como partido. Este es el propósito que se trazaron los fundadores del socialismo científico, partiendo, claro, del “dato” del “derrumbe del capitalismo”. Ni el PO, ni cualquier auténtico militante socialista tiene como propósito “mensurar” la “dimensión” de cada crisis capitalista, una tarea que, además es imposible de completar, porque requiere tiempo y perspectiva. Esto lo señaló Engels, más de un siglo atrás, cuando planteó que los socialistas estamos obligados a actuar contra la barbarie capitalista aún sin poder “mensurar” la “dimensión de las crisis”, lo que no impide apreciar su naturaleza histórica. El PO, ni ningún partido obrero, tiene la función de un economista, no tiene inversiones en la Bolsa, ni empresas que salvar de la bancarrota, “mensurando” ganancias y perdidas en una crisis. En un debate reciente, Katz admitió que en sus elucubraciones sobre el “modelo” del “porvenir del socialismo” “excluye” considerar lo que sucedería en los “períodos de excepción”, es decir, “excluye” considerar la revolución que, naturalmente, es un acontecimiento histórico excepcional. De eso no se habla; no se habla de la catástrofe capitalista ni de la revolución que engendra. La crítica al “catastrofismo” es la crítica a la revolución social simplemente disfrazada de... “debate socialista”. Es la intelectualidad desnaturalizada, es decir, no al servicio del conocimiento, sino de la confusión y de malherir la teoría. Semejante cosa fue “explicada” en un Instituto del Pensamiento Socialista. Suena a Discépolo y cambalache.
Como aquel emergente de la familia enferma en el cual se concentran los síntomas patológicos de su entorno aparentemente sano, Katz se convirtió en una expresión del lastimoso retroceso de una parte enorme de la izquierda, aplastada por las evidencias de una barbarie del capital que no cesa, incapaz de descubrir el elemento revolucionario que anida en un derrumbe civilizatorio que es incapaz de reconocer o sencillamente ocupada en disfrazar su propia impotencia, cuando no su propia impostura. El “porvenir del socialismo”, del que apenas hacemos una mención porque seguir sus meandros haría ahora excesivamente largo este trabajo ya demasiado extenso, es el retrato de este presente de confusión y desdicha que ha quebrado a tanta izquierda aquí y en el mundo. Por eso es que en la página web de la llamada “Liga Comunista Revolucionaria” de Francia figura Katz como renovador del marxismo en las pampas, es premiado oficialmente en Venezuela como librepensador “socialista” y abunda en una producción tan copiosa como insustancial con la cual rinde culto al programa de Voltaire de “cuidar el propio jardín”. Lo que una expresión latina llamaba “quid pro quo” es lo que explica la necesidad de este texto.
Pablo Rieznik
EDM 34 - 19/10/2006
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1. Herramienta N° 32, junio de 2006.
2. David North, “Marxism and revisionism on the eve of the twentieh century”, en World Socialist Web Site.
3. Clarín, 17 de octubre de 2002
4. Prensa Obrera N° 765, 1º de agosto de 2002
5. Maximilien Rubel, en Karl Marx, una biografía intelectual, Ed. Paidós.
6. George Labica y otros, Dictionnaire de Marxismo, Ed. Presses Universitaires de France.
7. Karl Marx, Manifiesto Comunista.
8. Vladimir Lenin, La catástrofe que nos amenaza, y cómo combatirla.
1 comentario:
María Elena Walsh los espera a todos en http://plagiodemariaelenawalsh.blogspot.com , en donde figura la historia de su plagio literario a la Lic. Sara Zapata Valeije (2do. puesto del Premio Clarín de Novela 2005), después de enviarle una tarjeta que comienza con un "QUERIDA SARA".
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