A la memoria de Leo Huberman y Paul Sweezy
La victoria revolucionaria el 1ro de Enero de 1959 convirtió a Cuba en noticia para quienes casi nada conocían de ella. Para muchos fue como encontrar un nuevo mundo. Al igual que en la época de los grandes navegantes, el hallazgo estuvo nublado por la ignorancia y los prejuicios que suelen acompañar a los descubridores.
Algunos aspectos clave tales como los métodos empleados por los revolucionarios para derrocar a Batista —en particular la lucha guerrillera y la insurrección urbana— y la conducción del proceso por fuerzas desconocidas y sin vinculación con el movimiento socialista internacional o con cualquier otra instancia supranacional, su inmediata confrontación con el imperialismo norteamericano y la identificación con el socialismo, provocaron generalizada sorpresa e interés y colocaron la experiencia cubana en el centro de atención de investigadores y analistas casi todos lastrados por una visión eurocentrista.
En el contexto internacional prevaleciente entonces, cuyo eje central era la llamada confrontación Este-Oeste, Cuba necesitó y encontró el apoyo y la solidaridad de la Unión Soviética. El acercamiento entre ambos países llevó a casi todos los estudiosos a encerrar la reflexión sobre Cuba en los términos de la Guerra Fría. Resultaba aceptable y común explicarse la Revolución Cubana, incluso su origen y causalidad, en aquel antagonismo como si la vida de la Isla hubiera comenzado en 1959, como si ella careciera de historia y no fuera otra cosa que una consecuencia de lo que sucedía allende los mares. Medio siglo más tarde y cuando casi han transcurrido dos décadas desde el fin de la Guerra Fría ese sigue siendo el factor determinante en el modo de pensar a Cuba de buena parte de la academia “liberal” de Occidente.
Ahora cuando se cumplen 50 años de aquel acontecimiento, Cuba sigue siendo para muchos tierra incógnita. Hace ya algunos años la CEPAL señaló que la economía cubana era, a la vez, la menos estudiada y una sobre las que más se escribía. Algo parecido puede decirse de su historia, su vida real y su sistema político.
Las rarezas cubanas
Con invariable persistencia, los políticos norteamericanos y muchos académicos y periodistas occidentales gustan de presentar a Cuba como una anomalía, una rareza que se aparta de lo que se supone sea la norma universal. Obviamente se trata de imponer a todos como dogma inapelable el sistema capitalista, ahora en su forma extrema del llamado neoliberalismo y su expresión política la “democracia representativa” versión occidental. La impostura de pretender imponer tal dogma merecería otro trabajo. Quiero aquí concentrarme en la cuestión de la excepcionalidad cubana. Solo quien poco o nada sabe de Cuba puede sorprenderse de que en la Isla haya triunfado un proyecto autóctono que se aparta de lo que otros consideran la regla. En rigor, la búsqueda de un camino distinto, independiente, animada por un pensamiento —y un modo de pensar— propio, creado por ella y no copiado del exterior está en la raíz misma de la que surgiría la nacionalidad cubana y la acompañaría siempre.
Cuba quedó sola, con Puerto Rico, apartada del movimiento emancipador que puso fin al dominio colonial español en el primer cuarto del siglo XIX. Aunque hubo personalidades que concibieron la idea de la independencia e incluso algunos intentos aislados por conseguirla, el movimiento de liberación nacional no aparecería entre nosotros hasta medio siglo después que en el resto de Hispanoamérica.
Esa demora se explica por las características de la sociedad colonial en la Isla y el contexto internacional en que ella existía, ambos con rasgos sustanciales que la distinguían de las otras colonias españolas y conducirían a que nuestro movimiento nacional no solo naciera más tarde sino que, sobre todo, fuera de una naturaleza diferente.
En el continente fue la oligarquía criolla la que dirigió los esfuerzos para romper los vínculos de subordinación a Madrid que recibieron un impulso decisivo con la invasión napoleónica y la consiguiente crisis de la monarquía borbónica. Una vez alcanzada la independencia esa oligarquía actuaría como heredera de la Corona y establecería regímenes que preservarían en lo fundamental la estructura de las viejas sociedades coloniales.
La gran excepción en aquel período fue la Revolución haitiana. En la isla vecina el movimiento separatista fue ante todo la mayor sublevación de esclavos que se recuerde, conmovió y destruyó la sociedad antigua y estableció, en medio del asedio y la hostilidad del resto del mundo, una república radicalmente diferente al oprobioso régimen del cual surgió.
En Cuba la oligarquía nunca se propuso crear una nación, jamás tuvo siquiera un sentimiento nacional. Cuando este empezaba a levantarse en el continente, acá en la Isla crecía la introducción de esclavos, que llegarían a conformar la mayoría de la población. De su tráfico y explotación en las plantaciones azucareras la principal beneficiaria era precisamente la oligarquía criolla. Cuba se convirtió en la azucarera del mundo. Para lograrlo había que importar esclavos sin cesar.
Por ser la colonia más estable —“la siempre fiel” la llamaban los españoles— y porque su riqueza material crecía, la Isla atrajo, al mismo tiempo, una intensa inmigración europea. De España, ante todo, que hizo de ella el territorio más españolizado del imperio, aquel con mayor poblamiento español. Acá había administración y ejército colonial pero también masas de pobladores españoles, nuestros pied noirs, que se instalaron, muchos con sus familias, en lo que veían como una prolongación permanente de su propia tierra. También vinieron otros inmigrantes blancos atraídos por la floreciente economía isleña.
Otros factores se sumaron para atraer, junto a la siempre en aumento introducción de esclavos africanos, a otros hombres de piel menos oscura. Pueden resumirse en cinco letras: Haití.
La oligarquía que disfrutaba su opulencia gracias al sacrificio de los negros esclavizados, que dependía necesariamente de ellos, al mismo tiempo, temía que su incesante, inevitable, crecimiento amenazara su modo de existencia con costumbres, valores y ritos ajenos al modo de ser español y español-criollo. Por eso la misma oligarquía que arrancó de África a centenares de miles de infelices y los esclavizó en sus plantaciones, levantó la consigna de “blanquear la isla” mediante la atracción de más españoles y europeos. Los sucesos de Haití exacerbaron esos sentimientos entre los grandes propietarios blancos.
Desde el Oriente cubano se pueden distinguir a simple vista las montañas de Haití. Un estrecho espacio marítimo nos separa. Y nos une. Por esas aguas llegaron muchos antiguos colonos que huían, despavoridos, de la gran rebelión. Con ellos, o después, vinieron también sus siervos y otros negros que escapaban de aquella tierra arrasada e incendiada.
La cuestión de la esclavitud —y su secuela, el racismo— sería el tema dominante en los primeros dos tercios del siglo XIX cubano, estará presente en los debates académicos y en los textos de sus pensadores y literatos.
Hubo grandes sublevaciones de esclavos que sacudieron la sociedad colonial. Hubo también un intento de rebelión política, el primero que buscó la independencia, dirigido por José Antonio Aponte, un negro libre habanero. Estas acciones, quedaron aisladas en una amalgama social carente de integración, profundamente dividida entre clases, etnias y territorios.
Otras corrientes, sin embargo, se movían, algunas en el subsuelo, otras más visibles y serían ingredientes de los que iba brotando una nueva realidad.
Ante todo el mestizaje. El racismo oficial no impedía que blancos y negros se juntasen, tuvieran relaciones sexuales, incluso que formasen familias y que surgiera el mulato con la más diversa gradación de mezclas. El mestizaje, perceptible en los rostros de muchos habitantes de la colonia, avanzaba también en la música, la literatura y otras manifestaciones de la cultura que poco a poco eran compartidas y asumidas trascendiendo el color de la piel.
La oligarquía criolla contemplaba la realidad con aprensión. Su único móvil era el lucro obtenido de la explotación del trabajo esclavo. Necesitaba la mano de obra servil pero le preocupaba el mestizaje y se alarmaba ante las noticias de las revueltas que se reproducían en las plantaciones azucareras. La gran Revolución haitiana la angustiaba especialmente. Tenía, por otra parte, sus propias contradicciones con la metrópolis española y sus representantes y agentes, que, con numerosas regulaciones y controles para asegurar los privilegios de la Corona, trababan su expansión.
La isla era también objeto de la codicia de otras potencias. Lo había sido siempre desde los tiempos iniciales cuando corsarios y piratas la asolaban. En tiempos más recientes los ingleses se habían apoderado de la capital durante varios meses y a lo largo del siglo XIX ellos y otros europeos conspiraron una y otra vez para arrebatársela a España. Cuba estaba en el centro de lo que Juan Bosch definió como “la frontera imperial”.
La oligarquía criolla, asediada, generó dos tendencias con grandes diferencias entre sí pero unidas por idéntico afán de preservar sus intereses de clase y sobre todo el de mantener sojuzgada a la población de origen africano.
La primera tendencia fue la del reformismo que produjo algunos pensadores notables, que estudiaron a fondo la sociedad colonial, supieron ver sus males y abogaron por cambios para mejorar la educación, la salud y el desarrollo económico, científico y cultural. Hicieron numerosas peticiones ante el gobierno español en las que agotaron sus esfuerzos sin resultado alguno. Sus propuestas de reforma se detuvieron siempre ante un límite: para ellos, también, la esclavitud era el fundamento necesario y Cuba debería seguir siendo española.
La otra tendencia fue el anexionismo, la que trataba de lograr la incorporación de Cuba a los EE.UU. Fue la dominante entre los principales dueños de las plantaciones azucareras del occidente de la Isla y también contó con importantes figuras académicas, intelectuales y profesionales. Contó también con el gobierno de Washington que desde comienzos del siglo la promovía activamente. Este sector llevó a cabo las primeras conspiraciones y acciones militares en gran escala, incluyendo la invasión por una fuerza expedicionaria procedente del territorio norteamericano y compuesta en su gran mayoría por extranjeros.
Más en lo hondo tenía lugar otro proceso que palpitaba en los claustros académicos y se reflejaría en algunas publicaciones que circulaban entre la minoría culta. Su terreno era la filosofía a partir de la sólida crítica al escolasticismo llevada a cabo por los sacerdotes José Agustín Caballero y Félix Varela y por su continuador José de la Luz y Caballero. Este último fue el centro de una polémica filosófica en la que cuestionaba vigorosamente la corriente prevaleciente en Europa y América en 1838-1839 que ha sido calificada como “el suceso más original en la historia del pensamiento latinoamericano”, en la que se reflejaba la tenaz búsqueda de un pensamiento, y un modo de pensar, propio, cubano (“una sophia cubana que fuera tan sophia y tan cubana como lo fue la griega para los griegos”).
Varela fue el primer pensador de la independencia nacional. A alcanzarla dedicó una prédica ardorosa en El Habanero, el primer periódico cubano, que publicaba en su exilio norteamericano y que circulaba clandestinamente en la Isla. Su pensamiento, raigalmente independentista y antiesclavista anticipaba la idea de una Cuba que debería ser “tan isla en lo político como lo es en la geografía”.
Su discípulo, Luz, poco antes de morir en 1862 iluminó el sentido ético que debería encarnar en esa nación aun por nacer: “Antes quisiera, no digo yo que se desplomaran las instituciones de los hombres, reyes y emperadores, sino los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de justicia, ese sol del mundo moral”.
La pelea de los esclavos por su emancipación y la de la intelectualidad por conquistar la independencia cultural tendrían que conjugarse y hacerse una misma lucha para crear la Patria, para que pudiera surgir la nación y el movimiento para liberarla.
El nacimiento ocurrió el 10 de Octubre de 1868. Carlos Manuel de Céspedes, uno de los principales dirigentes revolucionarios del oriente cubano había sufrido varias veces prisión, destierro y persecución y había conspirado en logias de una masonería jacobina que juraba “guerra a muerte a la explotación y la discriminación del hombre por el hombre” y ese día, proclamó al mismo tiempo la independencia de Cuba y la liberación de sus esclavos —“ciudadanos”, fue el término que empleó para hablarles aquella mañana— y los invitó a incorporarse libremente a la guerra para alcanzar ambos objetivos.
Después de liberar Bayamo, una de las principales ciudades del país, Céspedes instaló allí un gobierno revolucionario —un triunvirato que incluyó a un negro y a un obrero— que ejerció su autoridad sobre el valle del Cauto durante tres meses de singular realización de la democracia revolucionaria con la participación directa del pueblo en el control de la gestión gubernamental. En Bayamo y otras ciudades y poblados del territorio liberado, los dirigentes discutían con el pueblo, en la plaza pública, cuestiones relacionadas con la marcha de la guerra y la emancipación de los esclavos y otras de interés común. Esa, nuestra primera experiencia de poder popular concluyó cuando, ante la inminencia del asalto por las más poderosas fuerzas del ejército enemigo, el pueblo tomó su última y más trascendental decisión: la de incendiar su hermosa ciudad hasta reducirla a cenizas y marcharse, hombres, mujeres y niños, hacia los bosques a continuar la lucha.
La experiencia revolucionaria bayamesa es algo perfectamente ignorado por la historiografía burguesa y por los profesionales de la cubanología. En su tiempo, sin embargo, no pasó inadvertida.
Uno de los principales portavoces del anexionismo escribió entonces: “Nunca se ha encontrado Cuba más cerca de una verdadera revolución social y socialista”.
La revolución se empeñó por extenderse al oeste. La tea incendiaria, instrumento para destruir la base económica de la colonia y emancipar a los esclavos, se convirtió en el símbolo de los sectores más radicales encabezados por Céspedes. La invasión a Occidente fue intentada sin éxito varias veces. El teatro de operaciones militares se redujo a los departamentos de Camagüey y Oriente, la parte menos desarrollada del país donde los cubanos pelearon contra un ejército colonial más numeroso que el total de las fuerzas que habían defendido al imperio continental español. Durante los diez años de contienda la producción azucarera y con ella la esclavitud siguió creciendo.
La revolución sufrió un aislamiento casi absoluto. Contó apenas con el apoyo moral de unos pocos países latinoamericanos. La emigración patriótica —cuyos núcleos más numerosos estaban en EE.UU.— fue perseguida y reprimida por las autoridades norteamericanas que, además, respaldaron al régimen colonial que en el Norte equipó, armó y reparó una poderosa flota capaz de bloquear las costas de la Isla e impedir la ayuda externa y el avance revolucionario hacia La Habana. Denunciando a Washington, en 1870, Céspedes señaló que “el secreto de su política es apoderarse de Cuba”.
La guerra más cruenta y prolongada hasta entonces conocida en América terminó con la derrota total.
A diez años de su nacimiento la nación cubana sufrió la mayor catástrofe. Como consecuencia de esa guerra Cuba perdió más de un tercio de su población. Se produjo entonces una emigración masiva hacia EE.UU. y otros países vecinos, el mayor éxodo de nuestra historia, que superó con mucho a cualquier otro.
Los antiguos propietarios patriotas fueron expropiados sin compensación alguna y muchos terminaron sus vidas en la pobreza. Se restableció el régimen esclavista en todo el país. Las regiones donde se desarrolló el conflicto fueron arrasadas y sus habitantes hundidos en la miseria.
Las fuerzas que habían librado la insurrección quedaron profundamente divididas y frustradas. Los diversos intentos para reanudar la lucha armada, incluida la llamada Guerra Chiquita, todos fracasados, acentuaron las discordias internas y el derrotismo.
José Martí era un adolescente cuando se inició la Revolución y tuvo que sufrir los rigores inhumanos del presidio político. Vivió apenas 42 años, casi todos en el exilio, 14 en EE.UU. Fue nuestro mayor poeta, escritor prolífico, periodista y orador, dejó una obra escrita de sorprendente amplitud y lucidez capaz de colmar cualquier biblioteca, su estilo inimitable revolucionó la lengua castellana. Pero por encima de todo Martí fue el político más genial de América Latina, el primero que llamó por su nombre al imperialismo norteamericano, advirtió de su amenaza para nuestros pueblos y convocó a la resistencia y la unión continental para enfrentarlo.
Fue también un organizador paciente y sistemático, un estratega sagaz, visionario, que estudió profundamente la experiencia de la Guerra Grande y las causas y factores que habían conducido a la terrible derrota. Dedicó una verdadera pasión apostólica a unir a los patriotas, a restañar las heridas, a superar resentimientos y rivalidades, a juntar a los veteranos con las generaciones más jóvenes. Él, antes de empuñar un arma, se ganó el respeto de los viejos combatientes, pudo unirlos y recibió de ellos, paso a paso, el reconocimiento a su autoridad moral y política como nuevo guía revolucionario.
La esencia de su estrategia fue la creación de un partido que agrupase a todos los revolucionarios, un instrumento político único que librase a nuestro pueblo de las nefastas consecuencias que nos había acarreado la división. Un partido que tuvo su sustento principal, su base mayoritaria, en la emigración obrera de Tampa, Cayo Hueso, New York y otras ciudades norteamericanas y en la diáspora cubana establecida en México, Venezuela, Centroamérica y varios países del Caribe.
Fue José Martí quien introdujo en la cultura política cubana la noción del imperialismo, específicamente el norteamericano, y la idea del partido único como instrumento indispensable de la revolución. Esos conceptos eran manejados por los cubanos, sin conocer quien era Lenin, mucho antes de la insurrección bolchevique. Esos conceptos vivieron en nuestra tradición revolucionaria a lo largo de varias generaciones.
Rescató Martí el ideario fundacional de la Revolución iniciada en 1868. Para él también no se trataba solo de alcanzar la independencia nacional, ella era inseparable de una profunda revolución social. El objetivo de Céspedes de alcanzar “la perfecta igualdad” entre todos los ciudadanos de la República era idéntico al que Martí anunció al partir hacia su gloriosa caída en el campo de batalla: “conquistaremos toda la justicia”.
En 1898, cuando ya la guerra se extendía a todo el país, el ejército colonial se tambaleaba y las tropas revolucionarias operaban en las cercanías de La Habana, se produjo la intervención militar norteamericana. Se cumplió la profecía de Céspedes, el imperialismo hizo realidad el plan que Martí había denunciado, frente al cual, para tratar de impedirlo, él había sacrificado su vida.
Treinta años de lucha heroica y desigual concluían, otra vez, en la catástrofe.
La intervención se caracterizó por la arrogancia imperialista y su desprecio a los cubanos. Fue disuelto el Ejército Libertador y el Partido Revolucionario cubano, fueron ignorados completamente las autoridades e instituciones republicanas —el gobierno, la Asamblea de Representantes, la Constitución (la última de las cuatro que los cubanos se dieron mientras peleaban por la independencia)— y el país fue sometido a un régimen militar de ocupación que organizó el saqueo de la economía, reinstauró el racismo y la discriminación racial y perpetuó y amplió la corrupción y los vicios de la colonia.
Cuba fue el último país de América Latina junto a Puerto Rico en iniciar la pelea por la independencia nacional. Ambas islas fueron las únicas naciones latinoamericanas que después de librar la lucha más prolongada la concluyeron con la derrota. Pasaron, sin un instante de libertad, de colonias españolas a colonias norteamericanas.
Vino después la república ficticia ocupada militarmente e intervenida varias veces más por EE.UU. Cuba quedó reducida, en rigor, a un estado vasallo en condición aun más lamentable. El poeta Cintio Vitier la describió así: “La colonia era una injusticia; no era un engaño. La neocolonia yanqui era ambas cosas. Al convertir en simulacro y farsa lo que había sido el ideal de varias generaciones de héroes y mártires atentaba impunemente contra la raíz misma de la patria”.
El período de la neocolonia conoció también de grandes luchas obreras, estudiantiles y campesinas en las que el legado de nuestra tradición revolucionaria, independiente, se mantuvo vivo. Julio Antonio Mella, fundador y principal dirigente de la Federación de Estudiantes Universitarios y del Partido Comunista, asesinado en plena juventud en 1929 fue en su tiempo el mejor ejemplo.
En un artículo que escribió para honrar a Lenin recién fallecido, Mella afirmó: “No pretendemos implantar en nuestro medio, copias serviles de revoluciones hechas por otros hombres… No queremos que todos sean de esta o aquella doctrina, esto no es primordial en estos momentos, en que como en todos, lo principal son Hombres, es decir, seres que actúen con su propio pensamiento y en virtud de su propio raciocinio, no por el raciocinio del pensamiento ajeno. Seres pensantes, no seres conducidos. Personas, no bestias”.
La generación que así se expresaba estuvo, otra vez, a punto de conquistar el cielo. Logró derrocar en 1933 a la tiranía de Machado, el asesino de Mella, e instaurar un gobierno revolucionario que duró cien días hasta que una nueva intervención norteamericana impuso la primera de las dos sangrientas dictaduras de Batista.
Finalmente el 1ro de Enero de 1959 el movimiento revolucionario, ahora dirigido por Fidel Castro, barrió con la tiranía y el régimen neocolonial.
Leer al enemigo
Desde ese día el pueblo cubano ha debido enfrentar una agresión múltiple, permanente y sistemática que abarca el bloqueo económico más prolongado que haya existido jamás, los ataques militares —incluida la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, una siniestra e interminable serie de acciones terroristas y de sabotaje, presiones diplomáticas y campañas de propaganda hostil y mentirosa.
Leo Huberman y Paul Sweezy, paradigmas de auténticos intelectuales y amigos entrañables, fueron los primeros que examinaron, desde las páginas de Monthly Review, con rigor científico y noble simpatía, el difícil y singular proyecto que emprendían los cubanos al que dedicarían “Cuba: Anatomy of a Revolution” y otros textos memorables.
C. Wright Mills, por su parte, se empeñó en despertar las conciencias de su pueblo — “Listen Yankee: the Revolution in Cuba”— y procuró hasta la muerte la amistad entre los dos países.
Existe además una extensa bibliografía posterior de expertos en asuntos cubanos —más o menos serios, más o menos bienintencionados— que pretenden explicar el origen, la naturaleza y los avatares de lo que, en jerga diplomática, algunos llaman “el diferendo Cuba-EE.UU.”. Por obligación profesional he debido leerla, a veces con deleite. Pero, con el debido respeto a los cubanólogos, prefiero leer al enemigo.
En la última década del siglo XX apareció a la luz pública una buena parte de la documentación oficial norteamericana hasta entonces guardada en secreto. En 1991 el Departamento de Estado publicó un grueso libro titulado Foreign relations of the United States 1958-1960 Volume VI Cuba que contiene centenares de documentos —informes y análisis internos del Departamento, reseñas de reuniones del Consejo de Seguridad Nacional y de otras instancias gubernamentales, mensajes intercambiados con su Embajada en La Habana, con otras misiones diplomáticas y con gobiernos de países aliados y otros materiales relacionados con el último año del régimen de Batista y los dos primeros del enfrentamiento entre ambos países hasta la ruptura de las relaciones diplomáticas.
1958 fue un año crucial que encierra las claves indispensables para entender lo que sucedería después. En el libro aparecen pruebas irrefutables de la profunda alianza entre Washington y la tiranía sangrienta que se impuso como un azote sobre la Isla. La colaboración abarcó los terrenos más variados, incluso la energía nuclear. La asistencia militar fue total y no solo en suministro de armas, municiones y equipamiento y asesoría a todos los niveles. Todos los cuadros de la fuerza aérea cubana, la casi totalidad de los oficiales del Ejército, la Marina y la Policía, y unidades completas de las tropas que combatieron a los rebeldes en la Sierra Maestra, recibieron entrenamiento en escuelas militares norteamericanas.
No solo apoyaron a Batista en Cuba, también lo hicieron en EE.UU. El FBI y el Departamento de Justicia se esforzaron por mantener a raya a los exiliados y emigrados y frustrar todos sus intentos por auxiliar a quienes en la Isla luchaban por la libertad. Para ello ambos gobiernos intercambiaron informaciones y coordinaron acciones. En ese sentido se destacan las que emprendieron contra el ex presidente Carlos Prío Socarras.
Al acentuarse la bancarrota de aquel régimen ocultar el respaldo que seguía entregándole pasó a ser una prioridad para la administración Eisenhower junto al empeño por detener la victoria popular. “Debemos impedir la victoria de Castro” fue la conclusión, varias veces repetida, en las reuniones de la Casa Blanca.
Los documentos desclasificados revelan una dimensión que va más allá del comprometimiento político, militar y económico entre las autoridades de dos gobiernos que a veces parece confundirse en una sola cosa. Desfilan ante nosotros personajes angustiados y perplejos, actores de un drama que son incapaces de entender. Según avanza el año 58 se precipitan las reuniones en las que Eisenhower, Nixon, Dulles y sus generales elaboran planes desesperados, tratan de encontrar la fórmula mágica que evite el derrumbe total.
Al igual que en las telenovelas hay intriga y melodrama. Como la escena del juramento en la que el Presidente, grave y solemne, les exige prometer que negarán siempre haber escuchado lo que allí discutían. O su directiva precisa, inapelable, “que la mano de EE.UU. no aparezca”. Y si esto fuera poco, cual si desconfiara de sus más cercanos asesores, su instrucción personal al Director de la CIA disponiendo que los planes secretos en relación con Cuba no fueran llevados en lo adelante a las reuniones del Consejo Nacional de Seguridad.
Se vieron obligados a interrumpir o postergar cenas y jolgorios. En las horas finales del 31 de diciembre desde su despacho el secretario Herter envía a La Habana su último mensaje de 1958. Es un texto, amargo y dolorido que resume todo lo que Washington había hecho por sostener al déspota hasta el último instante.
El sol no alumbraba aún la primera mañana del año 1959 y ya en Washington recibían informes de su Embajador en La Habana. El buen señor no había dormido, mucho tuvo que hacer tratando de apuntalar la junta militar que pugnaba por establecerse y organizando la salida del país de aquellos jerarcas y colaboradores que no habían escapado con Batista.
Ya en aquellas horas se producía el primero y uno de los más graves actos de la cruel guerra económica impuesta a Cuba. Los fugitivos habían literalmente saqueado el Tesoro de la República creando lo que el propio Departamento describía como una situación insoportable para cualquier Administración. Ni un centavo fue devuelto. Tampoco se concedió préstamo alguno al Gobierno provisional pese a sus gestiones discretas y amistosas. Ahí está el origen de muchas fortunas, engrosadas después con privilegios, exenciones impositivas y otras prebendas que nadie más ha disfrutado en la historia de EE.UU., que la propaganda oficial presenta como supuestos éxitos de una comunidad de exilados emprendedores.
Se les permitió embolsillarse centenares de millones de dólares —en más de 400 millones calculaban los expertos del Banco Nacional y los editorialistas del New York Times el despojo inicial— a los que después sumarían numerosas exenciones tributarias por la imaginaria pérdida de propiedades abandonadas en la Isla y cifras incalculables de los diversos programas anticastristas generosamente financiados por el presupuesto federal durante casi medio siglo.
Los años 1959 y 1960, nos cuentan los documentos finalmente desclasificados, fueron los del forcejeo entre la mano poderosa que se quería invisible y un pequeño país que buscaba librarse de ella. Muy pronto al saqueo brutal del erario público se agregaron nuevas agresiones económicas. Confiaban los estrategas en Washington que siendo como era tan completa la dependencia de la Isla de las finanzas y el mercado norteamericano bastarían unos cuantos golpes para que Cuba se derrumbase y cayera otra vez bajo su férula.
Con el andar del tiempo acuñaron frases útiles para encubrir el significado de sus acciones. Los eruditos las describen como “sanciones” constitutivas de un “embargo”. Ahora es posible leer que a una de las primeras de esas medidas, la supresión de la cuota azucarera, la definía el Secretario Herter, ya en 1959, como una de “guerra económica”.
Sabemos también que en aquellos años iniciales las autoridades norteamericanas tenían una idea muy precisa de lo que estaban haciendo y de sus implicaciones morales así como de la finalidad política que perseguían. Pocas veces fueron tan sinceras como al escribir: “La mayoría de los cubanos apoyan a Castro… el único modo previsible de restarle apoyo interno es a través del desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales… hay que emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba … una línea de acción que, aún siendo lo más mañosa y discreta posible, logre los mayores avances en privar a Cuba de dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los salarios reales, provocar el hambre, la desesperación y el derrocamiento del Gobierno” [1] .
En 1997 la Agencia Central de Inteligencia desclasificó, con las omisiones y retoques del caso, otro documento que había escondido celosamente por más de treinta años. Es el informe del General Lyman B. Kickpatrick, inspector General de la Agencia sobre las acciones iniciadas en 1959 y que en esencia sigue siendo la sustancia de la política aplicada hasta el día de hoy.
El programa consistía en:
a. Formación de una organización cubana en el exilio para atraer lealtades cubanas, dirigir actividades de oposición y suministrar cobertura para las operaciones de la Agencia.
b. Una propaganda ofensiva en nombre de la oposición.
c. Creación dentro de Cuba de un aparato clandestino para recolectar información de inteligencia y realizar acciones que responda a la dirección de la organización en el exilio;
d. Desarrollo fuera de Cuba de una pequeña fuerza paramilitar para ser introducida en Cuba para organizar, entrenar y dirigir grupos de resistencia.” [2] .
La mano oculta fue en verdad dadivosa.
Incluyó al menos 35 mil dólares semanales para publicar la llamada Bohemia Libre que llegó a alcanzar una circulación de 126 000 ejemplares solo superada en el continente por Selecciones del Reader’s Digest; la reimpresión en el exilio del diario Avance antaño financiado por Batista; las transmisiones de Radio Swan, la edición de programas de televisión y otras publicaciones incluyendo tiras cómicas y el envío de conferencistas a hacer propaganda por toda la América Latina. Los salarios de los dirigentes exilados en los años iniciales ascendían a 131 000 dólares mensuales.
La derrota de Bahía de Cochinos no puso fin a esas actividades, más bien se intensificaron y ampliaron. Las transmisiones radiales clandestinas, que continúan, se vieron extendidas después a programas especiales de la Voz de los EE.UU. ahora transformados en las llamadas Radio y TV Martí. Desde entonces y hasta hoy la CIA sigue financiando diarios, revistas y otras publicaciones y continúa pagando a académicos y periodistas.
Como resulta fácil comprobar la oposición de Washington a la Revolución Cubana se remonta a la etapa anterior al primero de enero de 1959. Desde esa fecha y hasta el día de hoy ha continuado solo para intensificarse y agregarle nuevos elementos agresivos con la Ley Torricelli, 1992, y con la Helms-Burton, 1996, hasta desbordar los límites de la insolencia imperialista con George W. Bush y sus planes que describen al detalle como intervendría en la vida cubana hasta dominarla completamente.
La estrategia imperialista ha incluido siempre junto a la guerra económica y la violencia terrorista que han causado daños materiales y sufrimientos humanos imposibles de cuantificar, la más colosal operación de mentiras y de ocultamiento de la verdad.
Para aplicar esa estrategia durante medio siglo EE.UU. ha gastado más recursos financieros que los destinados, durante el mismo período, para la llamada ayuda al desarrollo de América Latina, o los que ha empleado para proveer educación y servicios médicos a los norteamericanos pobres. De ese modo ha logrado engañar a millones y a hacerles creer que Cuba es algo que nada tiene que ver con lo que realmente ha sido y es.
La plutocracia dueña del poder en Washington se vale también de la llamada industria cultural y de los monopolios de la información, ambos bajo su control, para distorsionar la realidad, confundir y embrutecer. Lo hace en todo el mundo pero su víctima principal y más indefensa es el pueblo estadounidense. (Monthly Review ha sido una brillante excepción ofreciendo a sus lectores información veraz y análisis profundos de los principales problemas que han contribuido significativamente a educar y a estimular la lucha por un mundo mejor durante sesenta años).
Así consigue que muchos no conozcan que su gobierno, usando el dinero de los contribuyentes, durante cinco décadas, ha estado patrocinando el terrorismo contra Cuba y lo sigue haciendo todavía. Por eso confesos terroristas como Luis Posada Carriles, Orlando Bosch y muchos otros allá no tienen que esconderse, se les puede ver, paseando por las calles, en la televisión y en actos públicos donde se abrazan con políticos demócratas y republicanos.
Son muchos los que ignoran también que en prisiones de máxima seguridad tienen encerrados, en condiciones ominosas, a Gerardo Hernández, Ramón Labañino, Antonio Guerrero, Fernando González y René González, castigados porque sin armas, sin emplear la fuerza, penetraron a grupos terroristas que operan libremente en Miami para informar sus planes a Cuba contribuyendo a evitarlos y a salvar vidas. Informaciones muy sensibles recopiladas por ellos fueron transmitidas personalmente a la Casa Blanca por Gabriel García Márquez como el propio laureado con el Nobel reveló por escrito.
Como consecuencia de la gestión de García Márquez, el presidente Clinton envió a La Habana en julio de 1998 a altos oficiales del FBI a quienes fue entregada información abundante y precisa sobre los planes criminales, incluyendo la ubicación exacta de los terroristas. A pesar de que tanto Clinton como el FBI habían prometido que actuarían con presteza, nada hicieron, jamás actuaron contra los malhechores ni se tomaron el trabajo de responder a Cuba.
En lo que sí mostraron rapidez fue al arrestar el 12 de septiembre de 1998 a los Cinco Héroes antes mencionados, quienes a riesgo de sus vidas habían suministrado las pruebas necesarias para que las autoridades norteamericanas cumplieran con su deber.
Estos hechos los conocen millones de personas en todo el mundo, la terrible injusticia cometida contra los cinco cubanos y el desvergonzado amparo de Bush a Posada y sus compinches ha sido condenado por gobiernos, parlamentos, intelectuales, sindicatos, partidos políticos y personalidades de todo el planeta pero apenas han sido mencionados en EE.UU..
En 1960 Wright Mills advirtió a los norteamericanos que la Revolución iniciada en Cuba era el inicio de un proceso más amplio que se extendería por América Latina y el Tercer Mundo.
Al celebrar su aniversario 50 efectivamente cualquiera puede darse cuenta de que nuestro continente vive una época nueva, por todas partes avanza la lucha de viejas y nuevas organizaciones sociales, se consolidan gobiernos progresistas, el dogma neoliberal se hunde en la bancarrota y la unidad de los pueblos latinoamericanos alcanza niveles superiores. Nada de eso pudiera existir si Fidel Castro y sus compañeros no hubieran triunfado el primer día de 1959. La historia finalmente les ha hecho justicia.
Ricardo Alarcón de Quesada
La Jiribilla
Publicado en la edición especial de MONTHLY REVIEW. Enero 2009 , Volume 60, Number 8. CUBA 1959-2009. A half-century of socialism. (Monthly Review es una r evista socialista independiente fundada en 1949 en New York, EE.UU.)
[1] Foreign Relations of the United Status, 1958 – 1960, Volume VI, Cuba, United States Government Printing Office, Washington 1991, p. 885
[2] Inspector General’s Survey of the Cuban operation and associated documents, CIA historical review program release as sanitized 1997, p.3 - 4
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