Antes de tratar de dar respuesta a esta interrogante que circula por las redes sociales, quiero señalar que no hay palabras para expresar el profundo agravio que sentimos todos los mexicanos por tan artero ataque a uno de los elementos más preciados con los que cuenta un país: sus jóvenes. Y si se trata de jóvenes estudiantes, mismos que buscan superarse y contribuir de esa manera al desarrollo del país, el agravio crece en el seno del pueblo mexicano. A estas alturas, justo unas cuantas horas después de que el titular de la Procuraduría General de la República, Jesús Murillo Karam, diera a conocer que, de acuerdo con el testimonio de los sicarios detenidos, miembros de la organización delictiva Guerreros Unidos, los 43 estudiantes de la Normal “Isidro Burgos” de Ayotzinapa fueron asesinados y sus cadáveres quemados en un tiradero del municipio de Cocula, la esperanza de que regresen sanos y salvos parece esfumarse, por lo que será cuestión de tiempo para que se confirme la trágica noticia que nadie quisiera escuchar.
Lo mínimo que podemos hacer los estudiantes, tanto los organizados como los no organizados, es seguir exigiendo justicia; es seguir insistiendo que exista una explicación clara, puntual, rigurosa y completa de los hechos que acontecieron aquel fatídico 26 de septiembre, en el municipio de Iguala, Guerrero. Se debe decir, de la misma manera, quiénes fueron los autores intelectuales de tan sonado hecho, pues el mínimo sentido común indica que detrás del matrimonio Abarca hay más gente involucrada en esta masacre. A la par de exigir justicia, se debe insistir en que debe de haber total respeto a las garantías individuales de quienes luchan pacíficamente a través de los medios que la misma Carta Magna establece, instrumentos ganados con la sangre del pueblo mexicano a lo largo de la historia. Justicia y respeto irrestricto a las garantías individuales deben ser banderas irrenunciables en este momento.
Pasando al tema en cuestión, lo primero que se debe destacar es que la solidaridad del pueblo mexicano, pero particularmente la de sus estudiantes, es una buena noticia que nadie debe pasar por alto. Comparto la opinión de todos los analistas que señalan que la movilización estudiantil por el caso Ayotzinapa no tiene referente en los años recientes. Y es que, si bien es cierto que esta tragedia es de grandes dimensiones, no hay duda de que en estos últimos 20 años ha habido varios sucesos que debieron despertar la indignación de la juventud estudiosa mexicana y no lo hicieron: matanzas, una guerra civil de facto, represión a organizaciones sociales, por mencionar algunas. Hay algo en la juventud que está cambiando; ya no se trata de la juventud indiferente hasta el exceso creada durante los mejores años del neoliberalismo, la cual odiaba los temas políticos y todo lo que oliera a izquierdismo porque esto era sinónimo de “nostalgia por el comunismo totalitario” –por parafrasear al tristemente célebre expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez. No me refiero a la actitud de los grupos de la izquierda universitaria, los cuales siempre participan en todas las actividades de protesta, pues la actitud de ellos resulto una constante desde hace muchos años. Más bien, resalto el cambio palpable que registra el estudiante promedio, que pasó de la inanición política a la participación activa, lo cual se retrata en el caso de Ayotzinapa, en el del IPN y en todas las manifestaciones estudiantiles que he visto últimamente, algunas de las cuales no son cubiertas por los medios de comunicación, pero también muestran a un estudiante más dispuesto en la defensa de sus derechos.
Este fenómeno, que demuestra mayor proclividad de la juventud a participar en cuestiones más trascedentes, es muy importante, pero por sí mismo no puede llegar hasta la transformación radical de la sociedad. No hay duda de que las marchas han sido grandes; tampoco soy escéptico en relación con la participación de otros sectores de la sociedad que se han sumado a la protesta por los estudiantes desaparecidos. Desde mi modesto punto de vista, las protestas por el asunto Ayotzinapa no desembocarán en una transformación profunda del país o en una revolución social por dos cuestiones fundamentales.
La primera de ellas es que la sola fuerza estudiantil -no hay duda de que el grueso de las protestas provienen particularmente de las preparatorias y universidades públicas- no es suficiente para pelear el poder político que, como se sabe, es el epicentro de las decisiones esenciales que guían a una nación, y luego para construir un nuevo modelo económico y político. Los movimientos estudiantiles han sido importantes en muchos países del mundo; como dijo el historiador británico Eric Hobsbawm, han significado cambios culturales y políticos notables. Pero la misma historia demuestra que en la toma del poder y la transformación de un país, es decir, en la revolución social, es imprescindible la participación de obreros, campesinos, intelectuales, clases medias, etc., es decir, todo el abanico de los sectores populares y progresistas.
El segundo cuestionamiento lo podemos resumir así. No basta tener al estudiantado y al pueblo en la calle, aunque sean cientos de miles. Aquí se necesita de un nuevo elemento: que ese pueblo este firmemente organizado, que tenga una dirección clara, con un proyecto trazado y con una idea definida de hacia dónde se quiere llevar el destino de la nación. Quizá esto último no sea del agrado de algunas izquierdas anti “vanguardias”, a las que les parece que no debe haber líderes en los movimientos políticos o populares. Sin embargo, igual recurriendo a nuestro laboratorio social que es el pasado humano, no existe ningún movimiento popular que haya llegado al poder sin una dirigencia con ascendiente sobre las clases a las que representan. Ni siquiera necesitamos ir a las revoluciones socialistas del siglo XX para demostrarlo; basta con ver a la América Latina de hoy y veremos a la Venezuela de Hugo Chávez, la Bolivia de Evo Morales, el Brasil de Lula Da Silva, el Ecuador de Rafael Correa, que son la muestra de movimientos populares con liderazgos bien consolidados y definidos, que sin duda han tenido éxito en su tarea de transformar su realidad.
Pero aunque la protesta por el caso Ayotzinapa no vaya a desembocar automáticamente en una revolución social, mi respuesta no entraña ningún pesimismo. Pienso que el ya citado cambio de actitud de los jóvenes, así como el crecimiento de la desconfianza no sólo al gobierno priista sino a todo el aparato estatal, incluidos todos los partidos políticos y los personajes que de alguna manera forman parte del poder, están reproduciendo el escenario previo que se forjó en los años de la irrupción de Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, etc., en sus respectivos países. Si a esto agregamos el mal paso de la economía mexicana, cuyas expectativas de crecimiento se van reduciendo, el caldo de cultivo crece sin cesar. Y hay algo más. Existen organizaciones sociales dignas de resaltar, como el Movimiento Antorchista Nacional (sus miembros son estudiantes, campesinos, obreros, colonos y profesionistas), que ha formado un grupo estructurado, con una capacidad de organización y con una potente maquinaria de movilización, que ha sido capaz de abarrotar varios estadios en horas de la madrugada. Si no fuera por el evidente cerco informativo, el 40 aniversario antorchista sería tema obligado no sólo en México, sino en toda América Latina. En suma, las condiciones subjetivas y objetivas poco a poco se van acercando al momento de una conjugación exitosa. Parece cuestión de tiempo. Ojalá sea así.
Luis Antonio Rodríguez
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