En todo tiempo ha sido importante conocer los modos en que dominan las clases dominantes. Buena parte del pensamiento anti-sistémico, en sus más diversas vertientes, ha estado dedicado a la comprensión de esos modos, en particular en los periodos de cambio y viraje, cuando los de arriba crean nuevas formas de opresión, en ocasiones brutales, las más de las veces sutiles e invisibles.
El historiador catalán Josep Fontana publicó semanas atrás un removedor artículo titulado La lógica del campo de concentración (Sinpermiso, 19 de julio de 2015), en el que afirma que Grecia se ha convertido en un campo de concentración donde los trabajadores no tienen derechos y además tendrán pensiones miserables, que es el modo de eliminar a los que ya no son productivos.
Fontana es uno de los más respetados historiadores vivos, de vasta producción y sólida formación marxista. No es una persona que acostumbre agitar sin fundamento. En su breve artículo (que merece la mayor difusión) y con base en los más recientes trabajos sobre los campos, sostiene que no eran –solamente– lugares de exterminio, sino organizaciones industriales gestionadas con criterios económicos peculiares, pero muy racionales, para obtener los máximos beneficios.
Dice que hasta la propia aniquilación de los judíos fue pensada con criterios de rentabilidad, forzados los prisioneros a trabajar hasta el agotamiento y la muerte en la construcción de carreteras, minas de carbón, granjas y hasta en la fábrica de caucho sintético de IG Farben.
Para Fontana, es importante pensar en las semejanzas que hay entre la lógica de los campos de concentración y las políticas de austeridad que nos imponen, ya que los fundamentos son los mismos: reducir al mínimo los costes del trabajo y eliminar a quienes no producen. Suena muy fuerte, pero es una invitación a reflexionar sobre el mundo en que vivimos, algo que nos resulta urgente en América Latina.
Giorgio Agamben, en Homo sacer (Pre-Textos, 1998), advierte: El campo de concentración y no la ciudad es hoy el paradigma político de Occidente (p. 230). Dice más: Desde los campos de concentración no hay retorno posible a la política clásica (p. 238). Llega a esa conclusión a través del concepto de nuda vida, vida desnuda, desprovista de derechos reales, carne sin más, indistinción entre derecho y hecho, norma y vida biológica.
Nos dice Agamben que hoy la dominación consiste en que nuestras vidas han sido despojadas de toda cualidad humana, como si los seres humanos hubiéramos sido reducidos a vegetales o carne animal.
No se trata de pensar el campo de concentración como espacio cercado de alambradas y torres de vigilancia, sino como mecanismo más sutil (a veces), que reduce nuestras vidas a un mero ir y venir desde el trabajo (casi esclavo) al consumo (ambos en espacios hipervigilados con cámaras). Vida biológica, donde a los sujetos les han quitado la menor posibilidad de regular sus tiempos de trabajo y de reproducción. Heteronomía en estado puro, como ya sucede en la maquila, pero en realidad en todos los espacios y tiempos de la vida cotidiana. Dominación de tiempo completo. Por eso Agamben señala que la vida desnuda, nacida en los grandes estados totalitarios del siglo XX, es hoy la vida normal.
Llegados a este punto, debemos preguntarnos: ¿cómo se hace política en estas condiciones? ¿Cómo se trabaja para la emancipación? La respuesta más acertada es que no sabemos, que tenemos que aprender, reflexionar, probar. Desconfiar de quien tiene ya la respuesta preparada.
La pregunta decisiva: ¿qué izquierda, qué tipo de movimientos, para una realidad de dominación y control de este tipo?
La experiencia reciente de Grecia puede ser un buen comienzo. Decir que Tsipras es un traidor es el peor camino, porque sugiere que todo consiste en poner a otro en su lugar para resolver el dilema. Cuando el problema es, precisamente, que cualquiera que ocupe ese lugar no puede hacer otra cosa. En términos del campo, el que ocupa esos cargos no puede sino hacer el papel de guardián. O lo aniquilan.
A partir de estas consideraciones, para quienes seguimos empeñados en la resistencia y la emancipación parece necesario reflexionar en dos direcciones.
La primera es poder discernir sobre las distintas modalidades que va asumiendo el paradigma del campo de concentración en nuestras sociedades, cómo se manifiesta, cuáles son las alambradas inmateriales que nos cercan, quiénes son los guardianes, dónde están los barracones, y así hasta tener un panorama claro.
Es tarea central, que nos permitirá situarnos dónde estamos, observar qué características tiene la dominación, pero también cuáles son sus puntos débiles. En principio, y salvo demostración contraria, las instituciones estatales deben ser consideradas parte del dispositivo campo.
La segunda es comenzar a construir un tipo de organización para operar dentro del campo, con la perspectiva de escapar y, en algún momento, destruirlo. Hasta ahora la mayor parte de las organizaciones, partidos de izquierda y movimientos populares han actuado más como guardianes que como organizadores de fugas, aun no siendo conscientes de ello.
Serán necesarias organizaciones capaces de construir espacios seguros fuera del control de los poderosos (James Scott), donde sea posible organizar fugas y otras acciones. Ya no estamos en la era fabril (disciplina en espacios cerrados), cuando la opresión se concentraba en el taller, donde burlaban el control de los capataces. Lo mismo vale para las mujeres, que siempre crearon espacios de libertad en la opresión. “La biopolítica –escribe Agamben– hace vano cualquier intento de fundar las libertades políticas en los derechos del ciudadano” (p. 231).
Para recorrer este camino no hay manuales. La experiencia histórica, la de los esclavos y los indios, puede servirnos de inspiración. La comunidad y el quilombo parecen referencias ineludibles. Lo demás deberá ser improvisado. Salvo la ética y el deseo de libertad.
Raúl Zibechi
La Jornada
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