domingo, junio 10, 2018

Bergman, introducción para un Centenario



Ésta efemérides de Ingmar Bergman, es un motivo como otro cualquiera para que quienes pueden como la Filmoteca de Barcelona, produzcan su montaje con ciclos de películas, conferencias y algún buen libro sobre el autor de Fresas salvajes. Lo que cabe lamentar es que aunque sea a niveles mucho más modestos, este tipo de eventos no se reproduzca en barrios y ciudades de tal manera que el personal que creció con Bergman pueda revisar algunas de sus joyas y los más de ahora no disfruten de un reconocimiento que pueden ampliar con la lectura de La linterna mágica, sus magistrales memorias, parte de una obra por cierto, bastante autobiográfica. A la hora de debatir sobre su obra, a buen seguro que podría darse un extenso apartado sobre su irrupción en las carteleras españolas, especialmente con El séptimo sello y El manantial de la doncella. Habría mucho que hablar de las maniobras de un doblaje deshonesto, del impacto causado entre las nuevas generaciones ligadas al formato de “cine de arte y ensayo” o sea al cineclubismo que convertía cierto cine en materia de debate de oposición cultural. En este espacio, Berman aparecía “como de otro planeta” en relación al cine
Con el tiempo, aprendimos a conocer a Ingmar Bergman (Upsala, 1918). Hijo de un pastor luterano y de una dominante madre de origen valón, Ingmar Bergman creció en el seno de una familia muy estricta, en la que la buena conducta y la represión de los instintos se consideraban virtudes. No resulta pues extraño que, tanto él como su hermana Margareta, se refugiaran en un universo Imaginario: juntos compraban trozos de películas para el proyector familiar y construyeron también un teatro de marionetas. Bergman no contaba aún veinte años cuando dejó a sus padres para instalarse en Estocolmo, donde según confesó más tarde cobijó simpatías nazis pasajeras. Desde entonces, se dedicó al teatro universitario y fue en esta época, finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta, cuando entabló amistad con algunos actores de aquellos que dominarían más tarde el cine sueco y ejercerían su influjo sobre él, Erland Josephson y Vilgöt Sjöman.
En 1942, tras el estreno de una de sus obras, La muerte de Punch, Bergman fue invitado a formar parte del equipo de guionistas de la Svensk Filmindustri, donde pasó dos años reformando guiones, mientras seguía escribiendo obras que la crítica acogía favorablemente. Bergman no tardó sin embargo en darse cuenta de que, si tenía un papel que desempeñar en el teatro, no sería, desde luego, como autor, sino más bien insuflando vida a las obras de otros, y aportándoles la originalidad de su imaginación creadora. Bergman nunca dejaría ya de trabajar para el teatro, aunque a veces lo hiciera de forma intermitente. En la década de los cincuenta, por ejemplo, montó un promedio de dos obras nuevas cada invierno en el teatro municipal de Malmö, lo que le valió los elogios de la crítica Internacional por su dirección escénica de obras de Henry Ibsen, August Strindberg, así como de clásicos como Molière, Shakespeare e incluyendo a Tennessee Williams. Reservaba los meses de verano al rodaje de sus películas; conociendo el carácter y la personalidad de las obras de este período, podemos suponer cuánto rigor exigió su dirección.
Bergman quizás sea el cineasta más marcado por su infancia de todos los conocidos; no hay más que darse una vuelta por el mundo de Fanny y Alexander. Su primer guión, Tortura, que llevó a la pantalla Alf Sjbberg, el mayor cineasta sueco de la época, se fundó en un recuerdo personal: el terror que inspirara a Bergman uno de sus profesores -el Calígula del film- que le había hecho objeto de vejaciones y novatadas en Estocolmo. Además de una fiel evocación de la atmósfera reinante en esa época en su país, de la angustia y desesperación de los intelectuales ante la dudosa neutralidad de Suecia, Tortura era al mismo tiempo el retrato sobrecogedor de un psicópata: el maestro, que interpretaba Stig Járrel. Al año siguiente (1945), la Svensk Filmindustri dio a Bergman la oportunidad de dirigir su primera película Kris, adaptación de una obra danesa, cuyo protagonista, como en casi todas sus primeras obras, es un alter ego apenas encubierto del autor que expresa así sus temores, su ansiedad, sus aversiones o sus aspiraciones personales.
Irremediablemente separado de su entorno, el ser humano se halla constantemente en conflicto con la autoridad en cualquiera de sus manifestaciones, sin tener ni siquiera medio de creer en una fuerza superior, sin tener nadie con quien hablar como pretende la religión. Si Barco a la India (1947) y Prisión (1949), primer filme dirigido y escrito sólo por Bergman), son perfectamente representativos de este período, sus última obras demuestran una nueva preocupación en Bergman, que abordó el tema de la pareja enredada en una lucha sin cuartel. Prisioneros el uno del otro, los amantes de Bergman se entregan a un combate cuerpo a cuerpo, a un torneo oratorio despiadado, que no dejan de estar relacionados con los altercados domésticos tan caros al inquietante August Strindberg.
Los años cincuenta permitieron a Bergman afianzarse. Al principio de la década rodó, en las islas situadas a la altura de Estocolmo, dos brillantes historias de amor que exaltaban a la vez el esplendor del verano sueco y los fuegos efímeros de la pasión erótica con Juegos de verano (1951), una película que iluminó la interpretación de Maj-Britt Nilsson, y Un verano con Monika (1953) donde alcanzó su plenitud la sexualidad de Harriet Andersson, causando un verdadero impacto en el extranjero, incluso llega a la España de los sesenta en plena fiebre bergmaniana. A partir de entonces, dos temas se entrecruzarían, sucederían y perseguirían el uno al otro: el primero, reflexivo y filosófico, analiza la angustia de un mundo que se interroga sobre Dios, el Bien y el Mal y, de una forma más general, sobre el sentido de la vida; el segundo, caustico, brillante y satírico, borda sutiles variaciones sobre la incomunicación en el seno de la pareja, temas abordados desde un grado de intensidad y sinceridad desconocidos hasta entonces.
La trayectoria de Bergman en su país estuvo a punto, sin embargo, de verse frenada por la crítica, que vilipendió la Noche de circo, análisis mordaz, desesperado incluso, del deseo, del sentimiento de culpabilidad y de todo lo más vulnerable que hay en el nombre. Gracias al premio especial del Jurado, que se otorgó en Cannes, en 1955, a Sonrisas de una noche de verano, una comedia rococó donde el cineasta supo mostrarse encantador y feroz a la vez, como un Beaumarchais, Bergman volvió a granjearse el favor de sus jueces, y consiguió poner en pie un proyecto que acariciaba desde hacía mucho tiempo: El séptimo sello (1957).
Esta última causó una verdadera conmoción, llegó a los cines de barrios, y se reestrenó en diversas ocasiones en los últimos tiempos. Se trata de una alegoría llena de ansiedad sobre la vida y la muerte, es el Fausto de Bergman. Si hay un filme en el que se reflejan a la vez su concepción afectiva e intelectual de Dios y su intuición del posible holocausto nuclear -la peste medieval simbolizaba la amenaza que la guerra fría representaba para el mundo en aquella época- ese filme es sin duda El séptimo sello. En este tiempo su cine aparece identificado por un extenso listado de actores como Max von Sydow (que sigue siempre a la mayor altura), Gunnar Bjórnstrand, Bibi Andersson y Gunnel Lindblom, que se consagraron internacionalmente con una película que –junto con 2.001: una odisea en espacio- sigue suscitando discusiones sobre su interpretación.
A lo largo de los años cincuenta, Bergman se mantuvo fiel a un mismo equipo técnico: el cámara Gunnar Fischer, el decorador P. A. Lundgren y el compositor Erik Nordgren, por citar algunos. El clamoroso éxito obtenido por El séptimo sello permitió a Bergman dirigir, uno tras otro, cuatro importantes filmes: el primero fue Fresas salvajes (1957) con el protagonismo magistral del antiguo director de cine Víctor Sjó’stróm, el autor de joyas como El viento. Bergman recurriría nuevamente a sus recuerdos de infancia para efectuar un acercamiento lúcido y benévolo a la vejez, con toda su carga de lamentos y recriminaciones. Una cumbre que influyó en toda una generación de cinestas (Saura, Allen, etc.), después de la cual realizó En el umbral de la vida (1958), un ejercicio de apariencia más documental que disecciona, casi con precisión de cirujano, las reacciones de tres mujeres en una maternidad. En El rostro (1958) un tal Vogler (Max von Sydow), un mago que no es evidentemente otro que Ingmar, es un bufón que se gana la vida fascinando al público y exponiéndose a la vez a sus sarcasmos.
El último filme, El manantial de la doncella (1960), segunda incursión de Bergman en el Medioevo, es una cruel historia de violación, asesinato y venganza, en forma de balada de antaño. En 1960 Bergman pareció haber alcanzado el apogeo de su arte. Sin embargo, en el transcurso de los años siguientes, su estilo experimentaría un cambio sensible. El cineasta abordó una etapa aparentemente más austera. Una técnica más depurada, una temática más profunda, y un marco infinitamente menos brillante se ponían al servicio de un pensamiento inquieto y desgarrado: Bergman reconciliaba forma y fondo. Abandonó la forma sinfónica por el cuarteto de cuerda. Su trilogía (Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio, tres películas dirigidas entre 1960 y 1962) le permitió ajustar definitivamente cuentas con su educación religiosa. Dejando a un lado su preocupación por el puesto del hombre dentro del Universo para considerar el del artista en el seno de la sociedad, por entonces Bergman se convirtió de alguna manera en portavoz de autores contemporáneos tanto del cine como del teatro, concretamente de Samuel Beckett, persuadidos como él de que el ser humano había llegado a una fase crítica de su evolución y de que la apatía del mundo moderno era tan solo el reflejo de un intenso desencanto.
El rodaje de Persona, en 1965 reunió a Bergman, que vivía entonces en la desolada isla de Faro, y a la actriz noruega Liv Ullman (¡qué dientres encontró esta gran dama en un monstruo como Kissinger¡), que imprimió el sello de su personalidad a la obra de este período. A su alrededor, y a menudo con Max von Sydow, Bergman tejió una serie de dramas crudos y violentos. (La hora del lobo, La vergüenza, Pasión) a los que, sin embargo, Persona superó por el dominio de dirección: con una estructura más compleja, ya que entremezclaba con virtuosismo el sueño y lo imaginario, el filme debe también mucho a la interpretación de Bibi Andersson y de Liv Ullman. Estamos hablando de entre todas las obras de Bergman, la más marcada por el psicoanálisis: con una clara influencia de Jung, Persona trata sobre la transferencia de la personalidad y de los conflictos entre la persona (máscara externa) y el alma (imagen del alma interior).
Se puede decir que en 1970, Bergman sucumbió a la tentación de rodar un segundo filme en inglés: La carcoma con Elliot Gould (MASH), que fue quizás su título más decepcionante: a pesar de la conmovedora interpretación de Bibi Andersson, la película fue un completo fracaso comercial. A la inversa, Gritos y susurros (1973), alucinante estudio en negro y rojo de los últimos días de vida de una mujer enferma de cáncer y del comportamiento de sus hermanas, es la obra de un Bergman supremo. Volviendo sobre una idea que ya había explotado en Hedda Gabler para el teatro, Bergman hizo evolucionar a sus actores dentro de uno de los más sorprendentes decorados, cuyo color purpurina evocaba irresistiblemente el vientre materno. Bergman tomó rápidamente conciencia del impacto de la televisión.
No tuvo ningún miedo a la TV, de manera que desde 1969 que dirigió para el medio El rit, realizó a continuación la miniserie Secretos de un matrimonio (1970): seis episodios de cincuenta minutos cada uno, de los que simultáneamente montó una versión cinematográfica de tres horas de duración. Esta descripción de los aspectos, trágicos y ridículos a la vez, del matrimonio burgués, encontró un enorme eco en Escandinavia, así como la admirable producción televisiva de La flauta mágica. Cara a cara (1975) no obtendría tanto éxito, quizás porque Bergman daba la impresión de derribar puertas abiertas ya de par en par.
En 1976, la humillación de un escándalo fiscal totalmente montado llevó a Bergman a exiliarse en Munich, donde dirigió para Dino de Laurentiis El huevo de la serpiente, ambiciosa reconstrucción del Berlín inmediato a la posguerra, su película más comprometida que le llevó a revelar oscuras y efímeras atracciones juveniles. Esta película se hizo eco del desasosiego y de las preocupaciones de su autor, como ocurrió también en De la vida de las marionetas (1980), en la que se reflejan y expresan la impotencia y el sentimiento de fracaso de un individuo perseguido por la sociedad. En Sonata de otoño (1978), el director ofreció a Ingrid Bergman el papel más bello de su carrera: el de una concertista de piano enfrentada a su hija (Liv Ullmann) en un duelo verbal que la lleva a afrontar todo un pasado lleno de egoísmo.
En 1982, rodó su última película para el cine, Fanny & Alexander, que ganó el Óscar, el Globo de Oro y el César a la mejor película extranjera, además de otras nominaciones. Esta película supuso la despedida del director del celuloide y fue considerada por muchos el broche de oro a una carrera llena de obras maestras. Fuertes connotaciones autobiográficas aclaran retrospectivamente los temas de su obra: la fascinación por el mundo de los actores, el temor a los tabúes religiosos, la complicidad con el universo femenino, el descubrimiento de la muerte, todo ello dentro del marco de una gran familia de Upsala -ciudad natal del cineasta- a principios del siglo XX, y visto a través de los ojos de un niño de doce años, probable alter ego de Bergman. La etapa alemana del director se cerró con De la vida de las marionetas 1980). Rodada inicialmente para televisión, fue el primer trabajo sin la intervención de Liv Ullman en el reparto desde los años 1960. Un filme severo, apreciado por el director, rodado en blanco y negro, que gira en torno al asesinato de una prostituta. Ingmar falleció a los 89 años el 30 de julio de 2007 en la isla de Fårö, donde se había retirado. Aquel mismo día falleció también el cineasta italiano Michelangelo Antonioni.
Para una tentativa de una visión amplia sobre la vida y la obra de Bergman es justo recordar el trabajo pionero de Juan Miguel Company, El autor y su obra: Bergman (Barcanova, Barcelona, 1981), en cuyo apéndice se citan todos guiones que fueron editados en castellano desde fechas tempranas. Baste señalar que Aymá, Barcelona, publicó el de El séptimo sello en 1965. Que sepamos solamente existe una edición sobre la Historia del cine sueco de Peter Cowie, ERA, 1970, que hizo lo propio con numerosos guiones en la época en que se distribuía por igual en México y aquí. .Anagrama (1975) lo hizo con sus “conversaciones” con diversos críticos. Obviamente, revistas como “Dirigido por…” le dedica en su colección diversos trabajos monográficos, por ejemplo el de José Mª Latorre en el número 29. Por otro lado, conviene anotar que muchas de las películas de Bergman, sobre todo de las de primera hora, fueron estrenadas en formato DVD en el que por lo demás, se puede encontrar la práctica integridad de su obra, en buena parte también asequible en plataformas como FILMIN.

Pepe Gutiérrez-Álvarez
07/06/2018

No hay comentarios.: