“El pueblo quiere la caída del régimen”, fue la consigna de mando de los miles que se volcaron a las calles del país del norte africano y lograron en pocas semanas la salida de Zine el Abidine Ben Ali, quien se encontraba apoltronado en el poder desde 1987. Ben Ali lideraba un gobierno que mantenía en la pobreza extrema a toda una parte de la población y se sostenía a fuerza de represión, torturas y elecciones fraudulentas. Este régimen era apañado por el imperialismo, que también apoyaba al vecino dictador Hosni Mubarak, eyectado de su cargo por la revolución egipcia.
El fin del gobierno de Ben Ali condujo a unas elecciones que fueron ganadas por la formación islamista Ennahda, quien establecería gobierno junto a otros dos partidos laicos. Sin embargo, el desarrollo de elecciones no canceló la movilización popular, que siguió siendo reprimida. En 2013, el asesinato de dos dirigentes del Frente Popular provocó enormes manifestaciones y dos masivos paros generales. En medio de una profunda crisis, el gobierno adelantó su salida del poder y dejó temporalmente el mando del país en manos de un grupo de tecnócratas, como parte de un acuerdo en que intervinieron los principales partidos del arco político, de izquierda a derecha, así como la burocracia sindical de la Unión General de Trabajadores de Túnez (UGTT) y las cámaras patronales. Fue un intento de ahogar un nuevo levantamiento.
Las elecciones de 2014 llevaron al poder a Beji Caïd Essebsi, de Nida Tunís, un partido que reunía a varios miembros del viejo régimen de Ben Ali. Formó gobierno con los islamistas de Ennahda. Esta administración firmó un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional por 2600 millones de euros, condicionado a la aplicación de medidas de ajuste. Al finalizar el mandato de esta coalición, la deuda pública se acercaba al 80% del PBI y el desempleo era del 18% (con niveles mucho mayores en el interior y entre la juventud).
El creciente descrédito del régimen político tuvo su expresión en las legislativas de 2019 en el importante retroceso en cantidad de bancas de Ennahda, y en el derrumbe de Nida Tunís, quien quedó restringido a tres escaños. Ninguno de estos dos partidos logró ingresar al ballotage de las elecciones presidenciales, que se desarrollaron casi en paralelo con las parlamentarias y le dieron el triunfo a Kais Said, una figura independiente y conservadora (defiende la penalización de la homosexualidad).
El nuevo gobierno surgido del parlamento (Túnez es un régimen semipresidencialista) es considerado por algunos como el más débil desde el levantamiento de 2011. El primer ministro, Elyes Fakhfakh, fue candidato en las elecciones presidenciales por un partido (Ettakatol) que solo obtuvo el 0,33% de los votos. La coalición está integrada -otra vez- por Ennahda y otras fuerzas menores.
Esta nueva administración ha debido pilotear la pandemia, con su consiguiente impacto en el turismo, una de las principales actividades económicas del país. Se estima una caída del PBI del 4% para este año. La situación social se ha agravado aún más. Al mismo tiempo, hay fuertes choques al interior del gobierno. El cuadro de crisis ha llevado a la UGTT a retomar el planteo de un “diálogo nacional”, semejante al de 2013, lo que es un indicio de la gravedad de la situación.
Muchos presentan a Túnez como un modelo exitoso de estabilidad política y transición democrática, por contraste con Egipto (donde se estableció en el poder el dictador al-Sisi), la guerra civil en Siria o la desintegración estatal en Libia. Pero lo cierto es que, aunque las masas lograron derribar al gobierno de Ben Ali, el nuevo régimen ha reciclado a muchas figuras de la etapa anterior, se caracteriza por la más honda corrupción, y todas las demandas sociales que motorizaron el levantamiento de 2010 siguen pendientes.
Túnez necesita una nueva primavera, en la línea de la nueva oleada que sacudió en el último período a Argelia, Sudán y Líbano.
Gustavo Montenegro
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