El coronel Assimi Goïta, cuya trayectoria en la vida política maliense ha estado ligada a los enfrentamientos con rebeldes y yihadistas, juró como presidente el 7 de junio en una ceremonia celebrada en el Centro Internacional de Conferencias de Bamako, desde donde aseguró a la “comunidad internacional” que celebrará “elecciones creíbles, justas y transparentes en los plazos previstos” (El País, 7/6), es decir el año próximo. Ya desde su lugar como mandamás del país africano, ha prometido avanzar en la “reconstrucción de Malí”, lo que incluye la convocatoria a un referéndum constitucional, modificar la ley electoral, y profundizar la lucha contra los grupos insurgentes.
Goïta ha sido el líder de la junta militar que se apoderó del gobierno en agosto de 2020, un proceso que puso fin a meses de manifestaciones contra la otrora coalición oficial. Las protestas a menudo combinaban el rechazo a la catástrofe social reinante con el repudio a la intervención imperialista, lo que incluyó la quema de banderas francesas.
El nuevo presidente ocupaba hasta ahora el lugar de vice. Este segundo golpe se ha abierto paso tras importantes disputas al interior de la clique militar, y, como ocurriera anteriormente, en medio de una agudización de la lucha de clases.
En mayo, el entonces presidente Bah Ndaw y su primer ministro, Moctar Ouane, destituyeron a dos elementos vinculados a Goïta, precisamente quienes ocupaban los estratégicos ministerios de Seguridad y Defensa. La maniobra, según una columna del periódico galo Le Monde, apuntó a desactivar la tutela ejercida por la fracción castrense vinculada al actual mandatario, y, al mismo tiempo, a calmar a los militares que no estaban de acuerdo con ella. El coronel respondió encerrando a ambos individuos en la base militar de Kati y fueron liberados unos días más tarde sin sus respectivas carteras.
Huelgas y movilizaciones
El golpe, asimismo, ha tenido lugar en momentos donde el país era sacudido por una intervención obrera creciente, o sea, ha fungido como un mecanismo para salvaguardar al régimen político tomado de conjunto, toda vez que no ha logrado dar respuestas a las necesidades más apremiantes de la población. No por nada Goïta acusó al gobierno de no poder “controlar” la ola de huelgas en Malí. Es por esto, además, que el líder castrense nombró como primer ministro de transición a Choguel Maïga, miembro del movimiento civil M5-RFP, la fuerza que encabezara las protestas del año pasado.
Una semana antes de que se produjera, el Sindicato Nacional de Trabajadores de Malí (UNTM, por sus siglas en inglés), que es la principal organización obrera del país, convocó a una huelga de cinco días después del fracaso de las negociaciones salariales con el gobierno. La acción de lucha fue acatada con fuerza, especialmente en los bancos, hospitales y escuelas. Además de aumentos salariales, bonificaciones y compensaciones, los huelguistas exigieron la contratación de al menos 20.000 jóvenes graduados para la administración pública, la integración al servicio público de todos los docentes de las escuelas comunitarias, y la aplicación para el sector privado de los aumentos salariales obtenidos en el sector público en 2014 y 2019. El descontento de los trabajadores llegó a un punto tal de algidez que la dirección burocrática del UNTM se vio obligada a amenazar con una huelga por tiempo indefinido, tentativa que, bajo el pretexto del golpe, terminó durmiendo el sueño de los justos.
Las condiciones de vida de las masas se encuentran en un retroceso mayúsculo; alrededor de un 40 por ciento de la población está por debajo de la línea de pobreza, el 70 por ciento trabaja en la pesca o la agricultura, y los niños en muchos casos son utilizados como mano de obra en granjas, minas, entre otros. En estos sectores no existe ninguna legislación que establezca un salario mínimo, o que regule la jornada laboral, lo que funciona como un acicate para que en el resto de la economía ocurra lo mismo.
Por otro lado, la investidura de Goïta coincidió también con un recrudecimiento de la violencia intercomunitaria, que viene golpeando duramente en el Sahel, fundamentalmente en Malí y Burkina Faso. La intervención imperialista, naturalmente, ha potenciado las tendencias a la desestabilización regional. Como consecuencia de esto, más de 2,2 millones de personas han sido desplazadas del Sahel y casi 7.000 murieron solo en Malí durante 2020, según diversos estudios.
Una disputa internacional
Desde el punto de vista geopolítico, los acontecimientos en Malí han generado todo tipo de movimientos. Estados Unidos y las potencias europeas han condenado el golpe y amenazaron a la nueva junta con la imposición de sanciones económicas; la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) y la Unión Africana, por su parte, suspendieron la membresía de Malí. El gobierno francés, que apoyó la primera versión del golpe, ha reaccionado poniendo punto final a la cooperación militar con las fuerzas malienses y planteó un rediseño de su intervención bélica en la región del Sahel. Algunos ven en esta acción una respuesta a los intentos de un sector del nuevo gobierno de aproximarse a los rusos; Abubacar Siddick Fomba, miembro del Consejo Nacional de Transición (CNT), dijo que ya es tiempo «de presentar peticiones de cooperación militar a Rusia, China y Turquía» (Infobae, 11/6). Un eventual repliegue francés podría ser utilizado por Moscú o Beijing para penetrar aún más en la estratégica región del África, la cual posee un tercio de las reservas minerales del planeta (oro, diamantes o platino, por ejemplo) y es muy rica en petróleo. El presidente galo Emmanuel Macron se encuentra en una encrucijada: su misión militar se encuentra empantanada, pero si la retira cede influencia. De allí el planteo que hizo de poner fin a la Operación Barkhane, pero no a la presencia de unidades.
Las masas deben organizarse de manera independiente para enfrentar al gobierno y echar, del mismo modo, a las tropas imperialistas de la región.
Nazareno Kotzev
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