Estados Unidos y Rusia habrían acordado el regreso de los embajadores, tras los llamados a consulta del mes de abril (cuando Biden calificó a Putin como “asesino”); y empezarían negociaciones para el intercambio de prisioneros y el reemplazo del tratado de no proliferación de armas nucleares, que vence en 2026. Esos son los “avances” que ponderó la prensa.
Pero al mismo tiempo, Biden advirtió sobre una respuesta demoledora si el referente opositor Alexei Navalny muere en prisión, o en caso de ciberataques contra empresas estratégicas. Putin le devolvió la gentileza, criticando el espionaje norteamericano y la represión contra el movimiento de lucha de la comunidad afroamericana en Estados Unidos.
En las semanas previas al encuentro, el presidente estadounidense renunció a las sanciones contra la empresa principal realizadora del gasoducto Nord Stream 2, un proyecto ruso que ya está construido en un 95% y que llevará gas a Europa Occidental, esquivando Ucrania. Pero este gesto iba dirigido principalmente a Alemania, beneficiaria de la iniciativa. A la vez, se mantienen las sanciones sobre empresas más chicas que participan del consorcio.
Conviene recordar, también, que el mandatario norteamericano acentuó las sanciones económicas contra el Kremlin desde que empezó su gestión. La más importante es una orden del Departamento del Tesoro que impide a las instituciones financieras adquirir deuda del Banco Central ruso a partir de este mes (El País, 15/4).
Del lado ruso, en la previa sacó de la lista de personas buscadas a la lideresa de la oposición bielorrusa, Svetlana Tijanóvskaia, quien está exiliada por su oposición al régimen de Alexsandr Lukashenko (hoy próximo a Moscú) y recibe el respaldo europeo y norteamericano. Asimismo, retiró tropas de la frontera con Ucrania, que había desplegado previamente para ejercicios militares. Sin embargo, pocos días antes de la cumbre, la justicia calificó de “extremistas” a organizaciones vinculadas a Navalny, lo que complica la presentación electoral de sus seguidores.
Tomada la situación de conjunto, asistimos a un endurecimiento de la política norteamericana hacia Rusia. La propia gira de Biden por Europa tuvo el propósito de encolumnar a los europeos en una línea de mayor confrontación con Moscú y Beijing.
El texto de la reunión del G7, celebrada días antes del mítin Biden-Putin, exige a Rusia que “cese sus actividades desestabilizadoras” (La Nación, 14/6) y expresa su preocupación por la cooperación entre los regímenes de Putin y Xi Jinping. Como dato adicional, uno de los invitados a este cónclave fue India, un archirrival de los chinos.
El texto surgido de la cumbre de la Otan se refiere también a la “creciente amenaza que representa el refuerzo militar de Rusia” (ídem, 15/6) y del mismo modo hay advertencias contra China. Si bien hubo una coincidencia en mantener una presión contra Moscú y Beijing, la reunión de la alianza atlántica puso de relieve las grandes tensiones y divisiones entre norteamericanos y europeos respecto al gigante asiático y el ex espacio soviético, donde unos y otros tienen apetitos e intereses encontrados.
En cuanto a Putin, intenta reposicionar a su país como potencia global. Y aunque ha logrado progresos importantes en materia de política exterior, como en los casos de Georgia, Crimea y Siria, Rusia ha sufrido un acelerado proceso de desindustrialización y es más dependiente que nunca de los hidrocarburos, que significan el 80% de sus exportaciones. La caída de estos precios y las sanciones establecidas a partir de 2014 tuvieron un severo impacto en la economía. El gobierno impulsó entonces un ajuste contra las masas, que incluyó la elevación de la edad jubilatoria. Navalny, el opositor detenido ahora en Moscú, expresa a un sector de la clase capitalista afín al capital extranjero que reclama una apertura económica total.
Los choques entre Estados Unidos y Rusia están condenados a acentuarse en el cuadro de crisis económica mundial y de guerra comercial, lo mismo que las tensiones entre norteamericanos y europeos.
Gustavo Montenegro
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