El dólar blue toca máximos en el año al superar los 180 pesos, con una brecha en torno al 90% con la cotización oficial mayorista y alejándose cada vez más del precio «solidario» (con recarga de impuestos). También, en medio de las nuevas restricciones a las operaciones con bonos, recuperaron una tendencia alcista el contado con liqui y el dólar bolsa, rondando los 170 pesos. La tensión cambiaria no es solo un termómetro del ánimo de los mercados de cara el proceso electoral, sino una vía para imponer la continuidad del ajuste en plena campaña.
El gobierno se muestra confiado en poder pilotear esa tensión al menos hasta las elecciones. Luego de limitar a la mitad las operaciones de los llamados dólares financieros, y habiendo recompuesto mediante la compra de divisas el nivel de reservas internacionales previo a la corrida de septiembre-octubre pasado, asegura que cuenta con «poder de fuego» para hacer frente a eventuales desequilibrios. En el discurso oficial las presiones sobre el tipo de cambio son en gran medida por motivaciones políticas, y la luz al final del túnel para descomprimir las tensiones luego de los comicios sería el ansiado acuerdo con el FMI.
Los economistas afirman que asistimos a una «dolarización preelectoral», que además de tensar al alza las cotizaciones paralelas también se realiza mediante negociaciones bilaterales (Senebi) y en el mercado accionario, para escapar a las regulaciones. Esta dinámica, según los analistas, se debe a que se espera un segundo semestre «más desafiante» con menos oferta de dólares, por el fin de la liquidación de la cosecha de soja, y más pesos en circulación, porque descuentan que se aflojará la «prudencia fiscal» y el gobierno volcará recursos destinados a disipar el descontento creciente de la población por la pulverización del poder adquisitivo de sus ingresos y la pauperización de las condiciones de vida.
Esto quiere decir que el mensaje implícito de la presión sobre el tipo de cambio es que la corrida sigue latente, y que la precaria pax cambiaria puede quebrarse si el gobierno abandona el libreto al que se aferró los últimos nueve meses, tras los sacudones de septiembre-octubre que evaporaron más de 4.000 millones de dólares de las reservas y complicaron las negociaciones con el FMI. Este punto es central.
El gobierno se jacta de haber surfeado aquella estampida con éxito, pero lo cierto es que la calma transitoria se debió precisamente a que adoptó la política «ortodoxa» que exigía el gran capital: ajuste del gasto público y financiamiento vía deuda para reducir al máximo la emisión monetaria, bicicleta financiera en pesos (Leliq) y mayores tasas del Tesoro (indexadas) para evitar un pasaje a dólares. Esto, desde ya, mientras se garantizó el pago puntual de los vencimientos al FMI y otros organismos internacionales, y hasta se subastaron 1.500 millones de dólares a medida de Pimco y Templeton, todo lo cual consumió casi la mitad de los 7.500 millones de dólares que el Central lleva comprados en el año. Los esperados Derechos Especiales de Giro se van a ir por la misma ventanilla por la que entren, en pagos de intereses y capital al propio Fondo.
La corrida del año pasado, que paradójicamente siguió al canje de la deuda externa con los bonistas, sirvió así para enchalecar toda la política económica y limar cualquier atisbo de flexibilidad fiscal. El déficit del primer semestre se ubicó en mínimos de los últimos años, en niveles del 0,5% del PBI, y ello incluso a pesar del recule parcial en el esquema de tarifazos -en medio de un desmadre inflacionario- que derivó en una duplicación de los subsidios a las energéticas.
Del mismo modo, la actual tensión cambiaria es un mecanismo de presión sobre el gobierno hacia la campaña electoral, cuyo punto nodal pasará por el intento de disimular los golpes a la población trabajadora, echando lastre. Es lo que sucede con el bono a los jubilados que reconoce que la nueva movilidad es confiscatoria, con el adelantamiento del aumento del salario mínimo que de todas formas no superará el umbral de indigencia, con la revisión de la ruinosa paritaria de los estatales, entre alguna bonificación a los beneficiarios de los magros programas sociales. Que ninguna de dichas medidas recomponga siquiera lo perdido en el año por estos sectores demuestra que el mensaje de «los mercados» es respetado a rajatablas.
Con todo, la incertidumbre de los capitalistas ante lo que viene es real. La disparada en la demanda de bonos linkeados al dólar evidencia que priman las expectativas en una devaluación postelectoral. Guzmán viene logrando refinanciar los abultados vencimientos de la deuda en pesos, pero al precio de seguir subiendo las tasas e incluso a plazos cada vez más cortos; en la última licitación primaron los títulos que vencen este año. La política de endeudamiento pone al gobierno en la palma de la mano de la banca privada y los fondos de inversión.
Esta usura tiene su precio, porque todo el esquema se sostiene a base de alimentar dos bolas de nieve paralelas que terminan en un remedio peor que la enfermedad: el pago de intereses de las Leliq por el Banco Central se volvió un factor de emisión de pesos (que superó en el semestre a las transferencias al Estado), y la refinanciación de los bonos del Tesoro obliga a acrecentar el endeudamiento para cubrir los vencimientos. Si cobra forma una devaluación brusca, toda esta burbuja puede estallar.
Más allá de su costo contable, los efectos de esta política de ajuste, pago de la deuda y altas tasas de interés se hacen sentir en una profundización de la recesión económica (deprime el consumo, traba importación de insumos industriales, encarece el crédito) y el crecimiento de la pobreza y la desocupación. El hecho de que la inflación se ubique en un ritmo del 50% interanual a pesar de la «ortodoxia monetaria» golpea por doble vía a los trabajadores.
La suba de los dólares paralelos, en la medida en que preanuncia una posible devaluación, alimenta a su vez las remarcaciones de precios con que las patronales buscan cubrirse por anticipado. Al mismo tiempo la inflación suma temperatura a una olla a presión, porque refuerza el «atraso cambiario», y echa leña al «atraso tarifario» que aparece como condición para reducir el insostenible gasto en subsidios -pasando a los consumidores la factura de los altos precios que se garantizan a las petroleras.
Son aspectos centrales acerca de los cuales Alberto Fernández va a rendir cuentas al FMI, porque condicionan las chances de sellar un acuerdo antes de marzo de 2022, como se comprometió ante el Club de París. Es decir que mientras en la campaña aseguren a la población trabajadora que están poniendo al país de pie, van a delinear con el Fondo el ajuste que se viene. Nada menos que este aspecto fundamental es el punto que comparten a ambos lados de la grieta el Frente de Todos y Juntos por el Cambio.
El Frente de Izquierda – Unidad afronta el desafío de presentar a los trabajadores del país un planteo de salida opuesto, para terminar con este régimen de saqueo a base de romper con el FMI y cesar el pago de la deuda externa fraudulenta, nacionalizar la banca y el comercio exterior bajo control obrero, para avanzar en una recapitalización de una banca única nacional e invertir los recursos en un plan de desarrollo nacional sobre nuevas bases sociales.
Iván Hirsch
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