Una herencia científica en plena evolución
El pasado día 12 se cumplen 200 años del nacimiento del naturalista inglés Charles Darwin. En noviembre se conmemorará también el 150 aniversario de la publicación de su obra El origen de las especies, la primera que expuso de manera específica, exhaustiva y fundamentada la noción, ya intuida por otros científicos en el siglo XIX, de que las especies evolucionan a partir de ancestros comunes en un proceso continuo y gradual que las permite adaptarse a los embates de su medio.
La originalidad del británico consistió en proponer mecanismos directores de la evolución, sobre todo la llamada selección natural. Antes de Darwin, la aproximación más cercana a un esquema evolutivo era la formulada por el francés Jean-Baptiste Lamarck, para quien eran los organismos individuales, no las especies, los que se adaptaban a la fuerza a los cambios en el medio y legaban esas variaciones a sus descendientes. En un ejemplo clásico del lamarckismo, la jirafa habría surgido por la necesidad de estirar el cuello para alcanzar las hojas en las copas altas de los árboles.
Tanto Darwin como Lamarck desconocían la genética, el ADN y los mecanismos de la herencia, por lo que la hipótesis del francés no resultaba tan descabellada como hoy. Pero al contrario que el lamarckismo, el modelo de Darwin era fácilmente compatible con lo que a diario observaban los criadores de animales domésticos en sus procesos de selección de razas, aunque la herencia continuase siendo una caja negra para la ciencia de la época.
Una larga gestación
En el contexto de entonces, donde los descubrimientos científicos despuntaban en el magma de la crisis de fe de la sociedad victoriana, había ya una cierta apertura hacia las interpretaciones de la historia natural que se apartaban de las escrituras sagradas. Pese a ello, Darwin esperó casi un cuarto de siglo después de su viaje de exploración y recogida de datos en el navío HMS Beagle hasta publicar finalmente su modelo, y lo hizo en parte presionado por el descubrimiento de que el galés Alfred Russell Wallace había llegado a similares conclusiones de manera independiente.
Pero aún persistía un tabú: la posición del ser humano como algo esencialmente diferente y superior al resto de la naturaleza. Aunque la obra pionera de Darwin no indagaba en el ser humano, la aplicación del modelo era inmediata y evidente. Antes de que el naturalista abordase el asunto años más tarde en El origen del hombre, los círculos científicos ya discutían una paternidad común para los humanos y los simios, lo que soliviantó a la religiosidad del momento y multiplicó las caricaturas que encastraban la cabeza de Darwin en un cuerpo simiesco.
Dos siglos después, las hipótesis de Darwin gozan de buena salud. Su propuesta básica se ha contrastado en la naturaleza, se ha experimentado en el laboratorio y se ha simulado con modelos informáticos. Entretanto, la figura y su obra han sufrido innumerables asedios y manipulaciones. Voces acientíficas propagan presuntas dudas sobre su validez, otras falsean consanguineidades con el nazismo, y el ateísmo militante lo enarbola como bandera. Mientras el darwinismo se debate en contextos sociales y religiosos que su autor nunca exploró, expertos como el hispano-estadounidense Francisco J. Ayala (una de las máximas autoridades mundiales en evolución) se empeñan inútilmente en reclamar que se deje a la ciencia lo que es de la ciencia.
Darwin, desde luego, no era infalible. Aunque hoy ningún biólogo reconocido duda de que las especies evolucionan y que al menos uno de sus motores es la selección natural, la biología evolutiva maneja modelos que han adelantado en varias generaciones al darwinismo original. Incluso la representación del viaje de las especies en el tiempo como un árbol, algo que en su día fue revolucionario y que hoy parece incuestionable, es cuestionado en favor de un esquema más transversal en forma de red. Pero de algo no hay duda: la semilla de Darwin fructificó en un árbol del que brotaron muchas de las ramas de la biología moderna.
Javier Yanes
Público
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