En pleno escándalo por el descubrimiento de los esfuerzos de los mandos de la ocupación militar occidental para ocultar atrocidades cometidas contra la población civil de Afganistán, el gobernante de ese país, Hamid Karzai, informó de la muerte de 52 personas no combatientes –incluidos mujeres y niños– en la población de Helmand, a consecuencia de disparos de misiles desde helicópteros de los ocupantes.
Este hecho, atroz pero de ninguna manera excepcional, se inscribe en una pauta sostenida de mortíferos ataques contra grupos de civiles por las fuerzas aéreas y la artillería de Estados Unidos, Alemania y Francia, y se agrega a comportamientos bárbaros documentados por el sitio Wikileaks, que hizo públicos unos 90.000 documentos secretos de la coalición invasora: ataques con bombas de una tonelada a viviendas repletas, asesinatos de individuos ajenos al conflicto –incluso discapacitados– por tiros de soldados nerviosos, ocultamiento regular –por soldados de la coalición– de bajas civiles, y pifias mayúsculas del espionaje occidental –que busca desde hace nueve años a Osama Bin Laden, cabecilla de Al Qaeda, en extensas regiones del país ocupado–, de la administración extranjera –que en la provincia de Farrah nombró jefe de policía a un notorio criminal– y de los esfuerzos de las tropas estadunidenses por ganarse, pese a todo, los corazones y las mentes de los afganos.
Por si hiciera falta, los hechos referidos refuerzan la certeza de que la guerra en Afganistán se encuentra en un callejón sin salida tan sangriento como contraproducente para todas las partes, excepto para los accionistas de la industria militar estadunidense y europea: la población afgana está siendo diezmada por ataques con sistemas de armas inteligentes y de alta tecnología, el régimen de Karzai naufraga en su propia corrupción, su debilidad y sus vínculos inocultables con la producción de drogas ilícitas, y la administración de Barack Obama enfrenta, por decisión propia, un conflicto externo de perspectivas inciertas y costos políticos crecientes.
Si en 2001 las fuerzas occidentales lideradas por Washington invadieron, ocuparon y sometieron a su control la casi totalidad del territorio afgano, con un esfuerzo militar moderado y bajas que podían parecer justificables, nueve años más tarde la situación ha empeorado de forma significativa: no existe un gobierno nacional propiamente dicho, la descomposición y el narcotráfico campean por sus fueros, el extenso sur del país ha vuelto a ser dominado por el talibán, mientras otras zonas se encuentran bajo el mando de señores de horca y cuchillo ajenos a cualquier noción de legalidad y, para colmo, la situación de las mujeres no ha mejorado de forma apreciable.
El presidente Obama enfrenta en Afganistán una disyuntiva nada envidiable: persistir en la ocupación de Afganistán le implica un grave desgaste y la perspectiva de convertir a su gobierno en responsable de crímenes de lesa humanidad tan condenables como los que perpetró su antecesor en Iraq; ordenar la retirada le significaría un inmediato linchamiento político por los halcones de Washington –republicanos y demócratas– y por el extendido chovinismo social que persiste en Estados Unidos. La ética elemental, sin embargo, hace recomendable, y aun imperioso, poner fin a una guerra que no tiene posibilidades de ganarse y en la que se establece una relación causal directa e inocultable entre el sufrimiento de la población afgana y los dividendos de la industria bélica.
Editorial La Jornada
No hay comentarios.:
Publicar un comentario