sábado, julio 17, 2010

¡Cine y libertad!


Como corriente militante rotundamente inconformista y negadora, el anarquismo en sus diversas variantes, ha carecido de cualquier posibilidad de expresión en un medio tan “comercial” como el cinematográfico. Los testimonios existente abundan sobre todo en el rechazo de las una industria que busca halagar los sentimientos más banales, en tanto que los propuestas de un cine diferente, esperaban tiempos mejores. Además, no abundan las aportaciones teóricas sobre la cuestión, de entrada porque se atienden antes temas de la lucha de clases, y luego, porque hasta fechas relativamente recientes, el cineclubismo y actividades como la crítica, apenas si encontraron un lugar en el movimiento social. De lo que no hay duda es que a la masa de afiliados le gustaba el cine, y que, en el caso de la CNT, se dio una implantación sindical en el medio laboral relacionado con el cine. Esto sería notorio entre los “acomodadores”, y la influencia cenetista persistió hasta los años ochenta, realidad de la que el que escribe pueda dar testimonio. La imagen del veterano “acomodador” atento y vigilante contra cualquier intromisión por parte del público, era mucho más habitual de lo ahora podamos creer.
En julio de 1936, las 116 salas de exhibición cinematográfica de Barcelona son incautadas por los propios trabajadores del sector, afiliados en su mayoría al Sindicato Único de Espectáculos Públicos de la CNT, creándose seguidamente un Comité Económico de Cines, máximo organismo rector de la exhibición. Este Comité durará hasta 1938, año en que comienza a actuar la Comisión Interventora de Espectáculos Públicos. En los dos primeros años de guerra, la CNT tiene un predominio total sobre el sector del espectáculo. Tal predominio, sumado a la huída de muchos empresarios hacia el extranjero o hacia la zona franquista, culminó con la colectivización de los medios de producción y de la mayor parte de las cadenas exhibidoras; muchas salas cambiaron de nombre: El Coliseo Imperial de Girona pasó a ser la Sala Bakunin y al cine Dorado de Barcelona se le llamó Salón Durruti.
Cabría pensar que en este momento histórico tan representativo de la revolución social, las masas afiliadas mostrarían una mayor inquietud y exigencia como espectadores, y que el cine producido por la CNT fuera más exigente que el convencional tanto temática como estéticamente. Sin embargo, no fue así. Dicha producción fue muy reducida, la propia de un primer aprendizaje, y su contenido no fue en absoluto más allá que el de otras películas distribuidas comercialmente como lo pudieron ser El pan nuestro de cada día, de Vidor, o Carbón, de Pabst. El Comité Económico de Cines, la entidad de adscripción anarcosindicalista descubrió que no podía programar al margen del tipo de cine que ya se daba antes, y que además, esta programación era la que le permitía sostener el sistema de socialización desarrollado después de las jornadas de julio del 36. Tanto es así que el durante este año 1 de la revolución, un 80 por ciento de las películas programadas era de procedencia norteamericana en tanto que la producción hispana apenas si alcanza un 7 por ciento, y no se trata precisamente de un cine socialmente más avanzado.
Entre las películas españoles programadas se citan unos pocos títulos de interés, entre ellos dos fábulas morales con ciertos aires progresistas El deber y Nuevos ideales, ambas de 1936. Fueron dirigidas por Salvador Alberich que había trabajado en Hollywood en la época del cine mudo, y producidas por el productor y exdiputado de ERC Daniel Magrané. Sobre la primera se sabe poco más que entre sus protagonistas se encontraban dos importantes característicos hispano: Félix de Pomés y José Maria Lado. En cuanto a la segunda, su estreno suscitó una cierta controversia ya que se hacía una crítica muy dura a la República, y se omitían las contradicciones sociales. Su ambigüedad era tal que acabó siendo distribuida en la “España nacional”. Llama la atención Hombres contra hombres (1936), escrita, producida y dirigida por Antonio Momplet, film pacifista insólito para la época, ambientado en la Gran Guerra aprovechando imágenes de archivo, en una línea que intenta seguir los trazos de sin novedad en el frente, pero no era momento.
En 1938, Momplet acabará -después de un rodaje desigual y accidentado- La Farándula, un homenaje a la zarzuela, con guión del sindicalista Valentí R.González e interpretada por Amalia de Isaura y Marcos Redondo...que no se estrena hasta 1949, cuando Momplet hace tiempo que está exiliado y dirige cine en Argentina. Regresará a España en los años sesenta realizando varias películas anodinas. Uno de los pocos éxitos del cine español fue Los héroes del barrio (1936), de Armando Vidal, que permaneció tres semanas en cuartel, aunque su contenido no debió de ser nada especial ya que fue distribuida en la postguerra.
En todo esto resulta muy representativo el pequeño folleto Para una concepción del arte: lo que podría ser un cinema social, escrito por José Peirats (Vall de Uxó, Castellón, 1908-1989), editado por La Revista Blanca seguramente en 1935. Peirats era ya conocido en los medios libertarios, y será uno de los ensayistas e historiadores más considerados del exilio.
Su obra principal (La CNT en la revolución española) se ha erigido en uno de los referentes bibliográficos más inexcusables sobre la guerra y la revolución.
Peirats descarta duramente tanto al Hollywood frívolo y burgués que favorece la explotación del hombre por el hombre como al cine fascista que utiliza la maquinaria del Estado contra los principios sociales y democráticos más elementales. Tampoco salva el cine soviético aunque en este caso matiza y valora algunas muestras de calidad artística, cree que está pleno de demagogia y mitifica las masas de la misma manera que Hollywood lo hace con las estrellas, además, sufre una censura que no ve diferente a la del fascismo.
Al mismo tiempo que establece una crítica de “tabla rasa” a la industria imperante, no puede por menos que valorar positivamente unas películas sobre otras. Y esto no tanto, porque puedan considerarse anarquistas, sino porque reflejan en alguna medida una aproximación hacia dicho ideario. El voluntarioso autodidacta ladrillero distingue un canto a la indepen­dencia personal en la muy discutible Viva la libertad (A nous la liberté, Francia, 1931), de René Clair; Sin novedad en el frente (All quiet on the the wstern front, USA, 1930), de Lewis Milestone; Carbón (Kamaradschat, Alemania, 19311931); Eskimo, de W.S. Van Dyke (USA 1933; y Éxtasis (Ekstase/Eum spieva, Checoslovaquia, 1932), de Gustav Machaly…
La primera es seguramente la película más avanzada de René Clair, lo cual no es decir mucho. Y aunque está conectada con un cierto anarquismo, lo cierto es que fue vapuleada por los surrealistas por su idealismo y blandura. En su momento fue considerada como un panfleto contra las normas burguesas tales como “el dinero hace la felicidad” y “el trabajo la libertad”. Clair lleva la historia a un mundo imaginario pero reconocible, a medio camino entre el sueño y la realidad, pero tomo el enfoca la amistad entre los protagonistas, dos presos que tratan de escapar, pero solamente uno lo consigue con el sacrifico del otro. Muy sobrevalorado en su momento, lo cierto es que Clair se muestra ajeno a las luchas obreras para desarrollar una fantasia sobre u mundo sin trabajo descrito como un “impulso lúdico”. Porton lo acusa de una “combinación de inclinaciones casi anarquistas y conformismo anodino (que) ignora las consideraciones históricas concretas” (2001; 145). En las casi cuatro páginas que le dedica cita a Murray Boockchin, que refunfuña viendo esos “obreros de A nous la liberté…obtienen su libertad en un país de Jauja altamente industrializado: sus funciones pasan por completo a las máquinas, mientras ellos no hacen más que juguetear en los campos cercanos y pescar en masse a orillas de ríos que muestran su extraño parecido con sus líneas de montaje.”
Según cierta crítica A nous la liberté fue una película “que convierte ritmos e imágenes en película-opereta, en ballet cinematográfico, en anfiteatro” (Larousse, 19991; 136), sin embargo sería la única en la que su autor se asoma un poco a los problemas de su tiempo. En el resto de su obra –que le llevó a ocupar un sillón en la Academie Française-, su mayor inquietud fue la de mostrar que “joie de vivre” se podía lograr con un poco de “savoir faire”.
La célebre –y formidable- adaptación de la novela de Eric Mª Remarque (que fue un éxito editorial en los primeros años de la República española), sigue siendo uno de los mayores clásicos del cine antimilitarista, una denuncia radical de los sentimientos y proclamas patrioteros, y una de las pocas películas que no concede la menor virtud a la guerra, demostrando con vigor la locura del frente con sus combates, la miseria, la estupidez y la muerte de una tropa menospreciada por sus oficiales. Realizada al principio del sonoro, consiguió el reconocimiento de la crítica y del público, y todavía sigue manteniendo su vedad y su frescura. De esta misma época (1932), data otra obra maestra antimilitarista muy poco conocida, Remordimiento (Broken lullaby, USA), uno de los pocos dramas realizados por Ernest Lubitsch, que de desarrolla una idea presente en la de Milestone: la del soldado que proclama que irá ocupar el lugar del “enemigo” muerto. Tras el armisticio, un soldado es acogido por una familia que ignora que él fue el que mató a su hijo. Este sencillo esquema tan profundo por otro lado, es llevado por Lubitsch con tacto y elegancia sin renuncia a sus habituales toques sardónicos. Es un cine que confírmale principio de todo pacifismo: el más valiente de todos los soldados es el desertor.
La más cercana al espíritu revolucionario que trata de teorizar nuestro estimado José Peirats como una posible alternativa de cine social, es sin duda Carbón, también conocida como La tragedia de la mina (1931), obra del socialista George Wilhem Pabst en su mejor momento. Se trata de una versión única roda en alemán y francés como corresponde a la historia. Narra una historia auténtica ocurrida de una tragedia en 1919 en la que murieron más de 1.100 mineros franceses, y como la solidaridad entre los mineros alemanes acabó siendo mucho más importante en las tareas de salvación, que la intervención de las autoridades nacionales. La película es una vibrante ilustración de una frase que se dice bien fuerte: “¡Todos los trabajadores somos uno¡ ¡Nuestros enemigos son el grisú y la guerra¡”. Aunque actualmente pueda parecer un tanto ingenua, todavía sigue siendo una obra cinematográfica importante. Pabst es uno de los grandes cineastas de su tiempo. Previamente había realizado Cuatro de infantería (Westfront, Alemania, 1930), un verdadero clásico del cine antimilitarista, y ulteriormente una de las mejores adaptaciones de Cervantes, Don Quijote (Don Quichotte, Francia, 1932). De George Wilhem Pabst habrá que hablar más detenidamente ya que se está editando en DVD.
La naturista Eskimo (USA, 1933) es la última entrega de una veta documental exótica especialmente afortunada en la trayectoria de W(illiard) Van Dyke iniciada después de que en 1928 tuvo que sustituir a Robert Flaherty para acabar Sombras blancas que había comenzado Flaherty. Está compuesta por los siguientes títulos: El pagano (Tahiti he Pagan, 1929), Prohibido (Never the Twain Shall Meet, 1931), Bajo el cielo de Cuba (The Cuban Love Song/Rumba, idem), y Eskimo, que está considerada como la mejor de todas. Se trata de un paréntesis que poco o nada tiene que ver con lo que Van Dyke hizo antes, ni con lo que hará después, cuando ejerció de cineasta con oficio al servicio de las productoras fuese en arriesgados rodajes de aventuras colonialistas (y racistas) rodadas de manera casi heroica en escenarios naturales como Trader Horn (aunque se dijo por entonces que varios nativos fueron devorados por los cocodrilos de verdad en unas tomas), antecedente de todo el cine de safari de los años cincuenta, Van Dyke también realizó una película tan monárquica como Maria Antonieta, cuyo rodaje fue casi a la par que La Marsellesa de Renoir (19379, pero situada ideológicamente en las antípodas. Como amante de otras formas de vida más libre, Peirats también se entusiasmaba con el naturismo de), un documental en loor del “buen salvaje” que sigue la estela de Flaherty,
Viendo Éxtasis, Peirats sueña con la libertad sexual que se desprendía del celebrado debut de una Hedy Lamar que hizo soñar eróticamente a una generación. La película destacaba por su gran belleza poética, por su franqueza al tratar una relación adúltera y erótica, además produjo verdaderos ensueños entre los varones, tanto es así que mi papa, que la vio de muchacho, ponía cara de embeleso cuando hablaba de ella. Masacrada por la censura, la película fue perseguida por el rico marido de la actriz que trató de destruir todas las copias, una anécdota que sería duramente satirizada en una magnífica comedia italiana, Los complejos (Il complessi, Italia, 1965), en concreto en el episodio protagonizado por Ugo Tonazzi.
De la época revolucionaria existe una lista elaborada por la solidaridad Internacional Antifascista (SIA) destinada para que las agrupaciones locales que programaban películas para recaudar fondos para el frente, y en ella, en ausencia de títulos afines reconocibles, se inclina por títulos antifascistas incluyendo los soviéticos más apreciados, amén de un buen porcentaje de productos norteamericanos. Cierto es que ésta es una época en la que Hollywood conoce una cierta radicalización de la que será expresión uno de los mayores éxitos de la época, El capitán Blood (Captain Blood, USA, 1935), una de los grandes del cine de aventuras dirigida por Michael Curtiz al frente de un equipo de técnicos y artistas que quedaran para la historia, y en la que muchos críticos han querido distinguir un claro aliento libertario. También se menciona El ángel de las tinieblas (The Dark angel, USA, 1935), un melodrama con trasfondo antimilitarista obra del interesante pionero Sidney Franklin cuyo guión fue escrito por Lillian Hellman, y con interpretaciones memorables de Fredric March, Merle Oberon y Herbert Marshall.
De hecho, esta es una lista en la que sobresalen títulos de bastante interés, situados al límite de lo que era posible en el cine comercial de la época, obras con un sentido social básicamente progresista. Entre ellos podemos encontrar dos importantes adaptaciones tolstonianas como Vivamos de nuevo (We live again, USA, 1934), de Rouben Mamoulian que parte de la novela Resurrección, o la Ana Karerina (USA, USA, 1933), de Clarence Brown con Greta Garbo, y con Fredric March, también presente en la anterior. Está la mejor de todas las adaptaciones de la reputada obra de Víctor Hugo, Los miserables (USA, 19359, la de Richard Boleslawski, interpretada por Fredric March y Chales Laughton, también la primera (y mejor) versión de Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, USA, 1935), de Frank Lloyd, en la se ofrece una vigorosa representación de la lucha social en una navío-fábrica en el que los marineros (los trabajadores), son obligados a servir y maltratados por un capitán Bligh de rasgos claramente fascistas. Encontramos un Capra, el de El secreto de vivir (Mr. Deeds goes to town, USA), y en la que Longfellow Deeds (Garty Cooper) desea repartir entre las víctimas de la depresión los veinte millones de dólares que ha heredado. Destacan también la vibrante adaptación de William A. Wellman de la novela de Jack London, La llamada de la selva (Call of the wild, USA, 1935), igualmente la mejor de las muchas realzadas. Está también !Viva Villa¡ (1934), de Jack Conway y Howard Hawks, una exaltación del líder revolucionario encarnado por un Wallace Beery en la cima de su prestigio. No olvidemos el tremendo alegato contra las cárceles, Soy un fugitivo (tratada más adelante), ocupa un lugar preferente. También se citan otros títulos menores como Semilla (Seed, USA, 1932), de John M. Stahl, con una incipiente Bette Davis,
Luego, aparte de una magnífica coproducción checoalemana, Así es la vida (Sot ist das leben, 1929), de Carl Jungham, obra de carácter social y obrerista que cuenta con sobriedad las penalidades de una lavandera que debe de llevar su casa adelante con el marido en el paro y abocado al alcoholismo, una estampa que resultaba familiar en los ámbitos obreros, tenemos una buen número de películas referidas a la revolución rusa comenzando por la norteamericana Rasputin y la zarina (Rasputin and the empress, USA, 1932), del olvidado Richard Boleslawski que tenía el punto añadido de reunir a los cuatro Barrymore, John, Ethel y Lionel en una película que apuesta por una reconstrucción seria de un capítulo histórico sobre el que el cine ha producido muchas “fantasías”, baste señalar que en una basura propagandística en dibujos animados sobre la presunta princesa “Anastasia” (USA, 1997), se atribuye al famoso monje nada menos que la responsabilidad…de la revolución. Tenemos además El acorazado Potemkin, y las menos conocidas El camino de la vida (Putevka V Gizn, URSS, 1931), de Nicola Eck, y Los marinos de Kronstadt (My iz Cronstadia, URSS, 1936), dos producciones muy ambiciosas que relatan sendos episodios de la resistencia proletaria contra el ejército blanco durante la guerra civil, y que gozaron de una popularidad enorme en el campo republicano. Un cine soviético que ha quedado fuera de los circuitos de distribución en tanto que el resto resulta por lo general bastante asequible.
Podemos hablar de una serie de películas que podríamos situar en una extensa “frontera” que va desde el cine comercial más digno al más de vanguardia social y moral, y que logra el favor del público socialmente más avanzado que lo aprecia por sus propios valores cinematográficos y sociales más moderados que los de un presunto cine anarquista que en el caso de existir en otra sociedad, requeriría un largo tiempo de aprendizaje, un tiempo de transición.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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