viernes, septiembre 13, 2013

Chile, 40 años



Durante la mañana del 11 de septiembre de 1973 nos enteramos que estaba en marcha el segundo golpe de Estado contra el gobierno de la Unidad Popular y contra la clase trabajadora chilena.

No había entonces canales de cable en directo, ni internet, ni mensajes de texto, mucho menos facebook o whatsapp. Nos fuimos enterando de lo que pasaba por radio, por la televisión en blanco y negro en diferido, por los cables que llegaban a los diarios impresos. Fuimos internalizando que esa gran experiencia revolucionaria de “un pueblo sin armas” estaba siendo derrotada. En realidad, las mejores armas de un pueblo movilizado: su conciencia, su lucha callejera, sus creaciones de poder popular en las ciudades y en el campo, así como la inmensa militancia de izquierda, ya sea en la diversidad de partidos, en los sindicatos, en los barrios y en la cultura, sufrían un golpe brutal asestado por el imperialismo y la burguesía nativa.
Faltó, seguramente, una dirección política que radicalizara mucho más el enfrentamiento a los “momios” (como se conocía a los opositores al gobierno) y a la CIA, apelando técnicamente –lo cual debe entenderse como “la continuidad de la política por otros medios”– a otro armamento del movimiento popular. Pero, incluso si esto hubiera sucedido, no estaba garantizada la derrota de los golpistas.
La clase media, dividida en desventaja contra el socialismo que ansiaban las mayorías de las clases populares, apelando a la “libertad” y a su imaginaria “democracia”, había ganado terreno con las huelgas de camioneros y transportistas, con sus cacerolazos, aunque sus cacerolas nunca estuvieron vacías. Incluso había ganado para sus propósitos a un sector importante del proletariado minero, en minas que habían sido nacionalizadas por el gobierno.
La experiencia de Chile, la “vía chilena al socialismo”, la más profunda en cuanto al cambio social que se vivió en Sudamérica en la segunda mitad del siglo XX, esa “creación heroica” de la clase trabajadora y del gobierno de la Unidad Popular, estaba demostrando cuánto podía lograrse con la organización y movilización desde abajo. Respetaba la institucionalidad, es cierto, pero no se limitaba a ella.
Las Juntas de Abastecimiento y Precios (JAP), los Cordones Industriales -que lograron la coordinación de los obreros de distintas fábricas contra el boicot golpista-, así como el control obrero de tantas empresas ocupadas por los trabajadores, mostraban la decisión de seguir enfrentando a los poderes tradicionales y antipopulares. Mostraban la emergencia de otro poder, el poder del pueblo autoorganizado, el poder que surge desde las entrañas mismas de los/las explotados/as.
En Chile se vivió -entre 1971 y 1973- una revolución popular que no logró conquistar todo el poder; sin embargo se enfrentó a múltiples poderes fácticos e incluso institucionales. Se experimentó un singular experimento político-social, único en el mundo por sus características propias. El antecedente en América Latina sólo había sido la Revolución Cubana, por cierto diferente, en otro contexto y en el Caribe. La revolución chilena, en su inmenso derrotero y más allá de su final, ha entregado grandes lecciones que siguen nutriendo el recorrido indoblegable de nuestros pueblos.
La crítica “por izquierda”, en realidad externa a las pulsiones cotidianas del pueblo chileno que vivió esa extraordinaria experiencia, nunca ayudó a comprender la vastedad y la riqueza de las creaciones populares en todos los rincones de Chile. La política dogmática y sectaria, en realidad no-política, apuntó a desdibujar lo más grande que tuvo el pueblo chileno en toda su historia en aquellos años: su propio recorrido, sus mejores aspiraciones de transformación revolucionaria y el hecho mismo de que vivió una revolución como creación propia buscando el socialismo.
El golpe de Estado dirigido por Augusto Pinochet, fue el penúltimo del Cono Sur en los años 70. En 1973, cuando se sufrían las dictaduras de Paraguay (desde 1954), de Brasil (desde 1964), de Uruguay (desde el mismo 1973), la instauración de la dictadura chilena significó algo así como una encerrona para la Argentina, que finalmente en 1976 se sumaría al nefasto concierto de las botas y del terror de Estado. La de Chile, sin duda, fue emblemática por su aplicación sin tapujos del neoliberalismo, es decir la combinación de la represión con la pobreza y exclusión de los sectores populares, especialmente de los más jóvenes. No por casualidad Milton Friedman, el mentor de los “Chicago Boys”, pudo “comprobar” su teoría con la política brutal del pinochetismo contra el pueblo chileno.
La nieta del presidente Salvador Allende, Maya Fernández Allende, escribió recientemente: “Entre 1973 y 1975 hubo 42.486 detenciones políticas”. Y el Informe Rettig, junto con la Corporación Nacional para la Reconciliación y Reparación, señaló que 3.197 personas murieron o desparecieron desde el golpe hasta 1990. Pero además, el Instituto Latinoamericano de Salud Mental informó que el 10% de la población chilena sufrió “alguna acción represiva”, es decir unas 200.000 personas.
Hace ya algunos años, Pablo Milanés cantó: “Yo pisaré las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada / y en una hermosa plaza liberada / me detendré a llorar por los ausentes”. El pueblo chileno, en especial su juventud, parece remontar aquella tragedia.

Manuel Martínez*.
Ex militante del Partido Socialista de los Trabajadores en la década de 1970

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