Resulta que el modelo económico estadunidense –ese que dicen que es ejemplo para el mundo– funciona requetebién, algo verdaderamente milagroso que ofrece un esquema para aquellos que promueven los consensos multipartidistas en otros países para un proyecto de política económica, donde el gobierno asume su responsabilidad para asegurar que el interés nacional prevalezca. Bueno, siempre y cuando uno sea rico.
Para todos los demás, es otra historia. La aplicación de las políticas que en el resto del planeta se conocen como neoliberalismo ha tenido justo los mismos efectos en el país más rico del mundo que en cualquiera de los países del llamado tercer mundo (obviamente, en el contexto de cada uno). Esta es la gran guerra en uno de los países más belicosos del mundo en las últimas tres décadas.
Los saldos del neoliberalismo al estilo estadunidense se resumen rápidamente así: nunca desde antes de la gran depresión los ricos han concentrado tanta riqueza mientras todos los demás –a pesar de que su productividad se ha incrementado 40 por ciento desde 1979– se han mantenido, en el mejor de los casos, igual, pero en muchos rubros peor, que hace 30 años, cuando primero se aplicaron las formulas clásicas neoliberales.
Según el economista y premio Nobel Joseph Stiglitz, 95 por ciento de los beneficios económicos logrados entre 2009 y 2012 se canalizaron al 1 por ciento más rico del país. Ese 1 por ciento hoy día capta más de una quinta parte del ingreso nacional. Stiglitz concluye: nos hemos convertido en el país avanzado con el nivel más alto de desigualdad, con la brecha más amplia entre ricos y pobres.
El censo de Estados Unidos, en un nuevo informe económico, registró que casi todos los beneficios económicos desde el fin de la gran recesión se han concentrado en la capa más rica del país. Desde el fin de esa crisis en 2009, el 5 por ciento más rico ha recuperado sus pérdidas y obtuvieron ingresos en 2012 casi equivalentes a los que tenían antes de la recesión. Pero el 80 por ciento de abajo gana bastante menos que antes. Mientras tanto, hace 36 años, 11.6 por ciento de estadunidenses estaban oficialmente clasificados como pobres. Empleando la misma fórmula para medir la pobreza, la cual ofrece un cálculo muy conservador, la cifra hoy es de 15 por ciento, y más de uno de cada cinco niños (21.8 por ciento) vive en la pobreza, según cifras oficiales.
La esencia del sueño americano está en jaque; ese sueño se define simplemente en que cada generación gozara de una mejor situación económica que la anterior. Pero según nuevos datos del censo de Estados Unidos, para la gran mayoría de estadunidenses hubo nulo progreso económico en los últimos 25 años, o sea, toda una generación. El hogar típico obtuvo ingresos de poco más de 51 mil dólares anuales, casi lo mismo que hace 25 años.
Todos los políticos, incluidos Barack Obama y sus antecesores, siempre afirman que son los campeones de esa clase media, el supuesto bastión económico y social de Estados Unidos. Sin embargo, todos esos políticos han promovido políticas que continúan destruyendo ese bastión.
La semana pasada el país marcó el quinto aniversario de la peor crisis económica desde la gran depresión, y Obama defendió el rescate federal de Wall Street y de la industria automotriz como partes fundamentales de su estrategia exitosa para estabilizar la economía y generar crecimiento y empleo, y, aunque reconoció la gran desigualdad económica que persiste en este país, rehusó asumir responsabilidad por haberla acelerado. De hecho, deseaba premiar a su asesor económico favorito, Lawrence Summers, con el puesto de presidente de la Reserva Federal, al afirmar que su sabiduría y liderazgo ayudaron a rescatar la economía de la crisis. Summers tuvo que retirar su candidatura ante una creciente ola de repudio en su contra, en parte porque algunos recuerdan que fue uno de los arquitectos de la crisis; como secretario del Tesoro con el presidente Bill Clinton, anuló una ley producto de la gran depresión, diseñada para mantener separada la banca de ahorro comercial de la banca de inversiones. El resultado fue la creación de los megabancos y la especulación salvaje, que llevaron a la crisis financiera.
Esa crisis financiera fue, sin duda, el mayor fraude de la historia, en el cual las mentiras, los engaños y las manipulaciones ilegales han sido ampliamente documentadas. Ni un solo ejecutivo o banquero encargado de generar esa crisis, destruir 8 millones de empleos, dejar a millones sin vivienda, incrementar la pobreza y más, ha sido responsabilizado. Ni uno solo está en la cárcel hoy día. Al contrario, ríen y gozan de los saldos de sus hazañas. Nunca han estado mejor. Preguntan, y con toda razón: ¿quién dice que no funciona este sistema?
Stiglitz, en un discurso reciente ante la central obrera AFL-CIO, recordó que “esta desigualdad no es inevitable… No es el resultado de las leyes de la naturaleza ni de las leyes económicas. Más bien, es algo que creamos, por nuestras políticas, por lo que hacemos. Creamos esta desigualdad, optamos por ella, con leyes que debilitaron sindicatos, que erosionaron nuestro salario mínimo a sus niveles más bajos en términos reales desde la década de los 50, con leyes que permitieron a ejecutivos en jefe captar un pedazo más grande del pastel empresarial”, entre otras cosas, mientras cada vez hay más necesidades básicas que no se atienden, desde infraestructura hasta educación y empleo, afirmó. Advirtió que “nuestra democracia está en peligro. Con la desigualdad económica viene la desigualdad política… en lugar de un gobierno del pueblo, nos estamos volviendo un gobierno del 1 por ciento”. Y concluyó que sólo los trabajadores, en alianza con los sectores del 99 por ciento, pueden revertir todo esto y recuperar la democracia política y económica en este país.
David Brooks
La Jornada
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