El próximo 17 de marzo se cumplen cuatro años de la Resolución 1973, aprobada por Naciones Unidas a instancias de EEUU y sus aliados, y que autorizó la intervención de la OTAN en Libia.
Bajo un abanico de excusas, la siempre manida “intervención humanitaria” abrió paso a una actuación militar contra el gobierno libio de Gaddafi, y la posterior eliminación física de éste. Y sobre todo abrió la puerta de par en par al actual escenario que presenta Libia.
El país norteafricano es hoy la viva imagen de un estado fallido, donde las violaciones de los derechos humanos y las muertes violentas han alcanzado cifras nunca conocidas. Los rebeldes, que apoyados por la OTAN derrocaron a Gaddafi, han sido acusados por diferentes organismos defensores de los Derechos Humanos de ser los autores de “muertes por venganza, torturas, detenciones arbitrarias”, dejando entrever que son tan generalizadas y sistemáticas “que podíamos estar ante una situación cercana a los crímenes contra la humanidad”.
Los riesgos físicos van acompañados para la mayor parte de la población de una destrucción generalizada de la calidad de vida. La economía está inmersa en una caída libre, la producción de petróleo está severamente afectada, los aeropuertos y instalaciones portuarias están en su mayor parte cerradas, los cortes de electricidad son una constante.
A la vista de todo ello, “gracias a la intervención humanitaria”, Libia ha dejado de ser el estado con los niveles de vida más altos del continente africano.
EEUU y sus aliados justificaron su intervención basándose en una campaña mediática sustentada a su vez en cifras falsas sobre el número de muertes en los primeros días de la rebelión de 2011. Con el paso del tiempo, se ha demostrado que la mayor parte de cifras utilizadas por Washington para justificar su ataque no se correspondían con la realidad.
Como ha manifestado recientemente un prestigioso académico norteamericano, “antes de la intervención de la OTAN, el conflicto civil en Libia estaba a punto de finalizar con algo más de mil muertes. Desde entonces, más de diez mil personas han perdido la vida. En otras palabras, la intervención de la OTAN ha multiplicado por diez el número de muertes violentas en el país”.
Libia es un país devastado, “la entidad política y más o menos cohesionada que representaba ya no existe”. El este del país está bajo control de una alianza denominada “Operación Dignidad”, al frente de ella está el General Khalifa Hifter, antiguo colaborador de Gaddafi, aunque luego se exilió y regresó al país en 2011. Junto a él, antiguos militares, miembros de las fuerzas de seguridad del anterior gobierno, importantes tribus del este, federalistas de esa región, y milicias de Zintan y otras ciudades, componen esa heterodoxa alianza, que busca excluir a los islamistas de la vida política.
En el oeste, se encuentra la coalición “Libia Amanecer”, que incluye a exjihaditsas del Grupo Islámico Combatiente Libio, milicias de Misrata y Trípoli, grupos de Bereberes, y algunas milicias de las zonas montañosas y de la costa de la región. Estos grupos han tejido además un acuerdo táctico con algunos grupos de Benghazi, entre los que se encuentra Ansar al-Sharia.
Ambas alianzas tienen su propio parlamento, gobierno y fuerzas armadas. Compiten por lograr el reconocimiento sobre la soberanía y la legitimidad del conjunto del país. Además, pugnan por hacerse con el control del banco central libio y la producción de petróleo. Naciones Unidas, EEUU y sus aliados, sólo reconocen el gobierno de las fuerzas de la “Operación Dignidad”, pero la partición es evidente, y la ausencia de un ejército es más que evidente, e incluso las dos partes se muestran incapaces de mantener sus propias estructuras armadas.
La sombra de Iraq y Siria también planea sobre el escenario libio. En esos tres países la intervención occidental ha traído consigo la devastación de los tres estados, y sobre todo el surgimiento de realidades jihadistas transnacionales, que han encontrado el escenario ideal para desarrollar sus agendas.
En estos momentos en Libia encontramos un abanico de grupos armados que pugnan por hacerse con el control del país. Grupos islamistas locales comparten espacio con formaciones que se unen al paraguas ideológico de al Qaeda, y más recientemente a otras formaciones que han proclamado su adhesión al llamado Estado Islámico.
Si bien es cierto el auge de esas facciones islamistas, la actual alianza entre ellos, para hacer frente a los partidarios del general Hifter y sus aliados, puede saltar por los aires en cualquier momento, tal y como ha pasado en Siria e Iraq. La presencia de grupos con diferentes agendas y objetivos, con diferencias personales, puede hacer saltar la actual alianza de conveniencia.
La intervención de EEUU y sus aliados ha traído consigo también que en otros lugares de la región estemos asistiendo al surgimiento de grupos jihadistas o a la maduración de éstos. El conflicto en Malí, los temores en Túnez (con decenas de miles de refugiados libios y con cientos de ciudadanos combatiendo con el Estado Islámico en otros lugares), o el teatro argelino (la dura experiencia del pasado, o el reciente ataque contra la fábrica de gas en Amenas) son síntomas que se asemejan a lo ocurrido en Iraq y Siria.
Los llamados actores internacionales también están jugando sus propias cartas e intereses. Los principales impulsores de la intervención (EEUU y sus aliados occidentales) parece que prefieren mirar hacia otro lado de momento. Sin embargo, los llamados actores regionales sí están moviendo sus piezas.
Por un lado, Qatar, Turquía y Sudán apoyan la coalición islamista, aportando armamento, y sobre todo apoyo logístico y político. Por otro lado, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Egipto se han volcado con la coalición “Operación Dignidad”. Las monarquías del Golfo temerosas a un nuevo auge del islamismo apoyado por Doha y Ankara; mientras que Egipto teme que Libia se convierta en retaguardia de organizaciones jihadistas que a día de hoy podrían sumarse a los que ya operan en Sinaí o que golpean diariamente en Cairo.
Y probablemente, si el deterioro continúa, éste podrá expandirse a través del Sahel a Mali, Nigeria, Sudán o Somalia. El tráfico de armas y personas, unido a un lugar de refugio para grupos jihadistas transnacionales aportando más argumentos para la preocupación de otros estados de la región.
Libia tras cuatro años de la intervención es una puzle de grupos armados y políticos, con diferentes grupos de interés locales e internacionales, y sin la presencia de líderes religiosos, tribales o militares capaces de encauzar la situación.
La compleja red de lazos religiosos, tribales, sociales, regionales e ideológicos hace que los aspectos religiosos del conflicto no sean de momento tan determinantes como en Iraq o Siria. Sin embargo a la vista de todos los factores mencionados, el futuro de Libia se presenta más complejo que nunca.
Txente Rekondo
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