sábado, marzo 21, 2015

El compromiso “liberal” de Burt Lancaster



Como es sabido, “liberal” en los Estado Unidos es un equivalente a “rojo” aquí. Considerando que “rojos” fueron tanto Azaña como Durruti, cabe pensar que algo no muy diferente sucede en el Imperio donde la reacción neoliberal estableció en los años ochenta una distinción entre una “izquierda dura” y otra “izquierda blanda”, criterios que en ámbito profesional del cine conviene matizar con tendencias. Esto quiere decir que, por citar un ejemplo, Dalton Trumbo, el inolvidable autor de Johnny cogió su fúsil, fue también el guionista de un título digno de figurar en la historia de la infamia como lo fue Éxodo (USA, 1960), una cínica exaltación sionista.
Otra consideración a tener en cuenta es que, visto en pleno franquismo, el concepto “liberal” podía adquirir razonablemente una dimensión subrayada, sobre todo teniendo en cuenta que estamos hablando de películas de serie A protagonizada por actores famosos…Tal como expresábamos en el artículo anterior, ninguna otro estrella se mostró tan implicada con “mensajes radicales” como Burt Lancaster una “star” fuera de uso que ya venía “marcado” por una actitud personal dura, y que había sido aclamada por títulos que quedaron para la historia del cine y para el debate moral y social. Títulos como Forajidos, El halcón y la flecha, Apache, El temible burlón, entre otros…
Estamos hablando de una opción muy personal desarrollada en su doble faceta de actor y productor, pero también en su implicación con la marcha y los contenidos de las películas. Aunque estas cosas no han sido estudiadas, creo que, dentro de mi obvia subjetividad, puedo ofrecer cuanto menos un testimonio generacional del impacto mortal e ideológico que llegaron a tener algunos filmes “liberales” de primera categoría…
A mi parecer, el ejemplo más fehaciente fue El hombre de Alcatraz (1962), cuyo contenido encajaba como un guante con mis preocupaciones. Evoca la dura trayectoria de un convicto (Robert Strout), un desgraciado violento se rebela ciegamente contra las autoridades, y que es condenado a cadena perpetua para redimirse; que se esfuerza por superar el foso carcelario gracias a su tenacidad y su amor por los pájaros, y me cautivó. Era un ejemplo rotundo de alguien que le da la vuelta a sus desdichas, y que acaba encontrando otra dimensión en la vida. No fue hasta la tercera o cuarta visión que me percibí que se trataba de una película muy larga, porque en ningún momento me sentí fatigado, claro que por entonces podía estar muchas horas sin vaciar la orina. Pero ver esta película ya no era un ejercicio más de un enfermo de cine, era una manera de entrar en el terreno de mi carácter y de lo que quería ser, alguien que aunque lo metieran en una celda de por vida, buscaría algo a través de lo que realizarse.
Las otras colaboraciones de Burt con John Frankenheimer fueron: Siete días de mayo (1964) y El tren (1965) acentuaron tales afinidades. La primera por cuanto apunta hacia la existencia de un militar-fascismo en los Estados Unidos (y coherentemente, Burt interpreta a un fascista en una película antifascista), la segunda porque se acerca mucho más rigurosamente a lo que significó el nazismo, y lo que fue la resistencia con un ferroviario como héroe que lucha por la cultura.
En este cuadro se inscribe su encarnación del pastor místico y sensual de Elmer Gantry (1960), una obra maestra en la que Burt estuvo implicado desde todos los niveles y que le reportó uno de los Oscar más merecidos que se recuerda, pero como no podía ser de otra manera, aquí se estrenó tarde. No era lo que se dice una película comercial sino un verdadero trabajo de orfebrería cinematográfica. Una insuperable adaptación de uno de los títulos mayores y más escabrosos de Sinclair Lewis, el autor de Babitt, uno de los mejores retratos de la naturaleza retrógrada de la burguesía norteamericana, capaz de manejar las empresas más complejas mientras sigue con una mentalidad religiosa integrista.
Esta fase tan impactante contribuyó a realzar a mis ojos la importancia de El gatopardo (1963), creo que la primera película que no pude esperar que llegara a los cines de barrio por los que me movía y me planté por primera vez en una sala de estreno, nada menos que en el Coliuseum. Esta magistral adaptación marcó un salto en mi incipiente evolución política, por primera vez me quedaban claras toda una serie de ideas que había comenzado a conocer, el marxismo en especial. Aparte de su derroche de inteligencia, de las grandes escenas, los decorados, las pinceladas sobre el grupo humano, me subyugó la imponente presencia señorial de Burt Lancaster en un papel para el que no concibo a nadie más, ni tan siquiera al aristocrático Laurence Olivier, además, la película llegaba en un momento en el que su descubrimiento me llevaría a la exaltación. En aquellos momentos ya había crecido lo suficiente para comprender que el motor de la historia era la lucha de clases, que la burguesía iniciaba por entonces su decadencia, y que lo único que buscaba era mantener sus privilegios aunque fuese estableciendo un “compromiso histórico” con la burguesía más ruin. Por entonces ya leía y releía la revista de voluntad marxista Nuestro cine, y aunque veía de rodillas las películas de John Ford y de Howard Hawks, no me convencían ideológicamente, y no tuve ninguna atracción por la idea del “cine por el cine” que por entonces, blandía como bandera Film Ideal que, para colmo, ni tan siquiera era antifranquista, y en mis cuentas, eso desde cierto nivel, significaba ser cómplice.
No hay duda de que Lancaster fue muy consciente de la oportunidad de participar en una obra artística de alcance superior, y seguramente también lo era del atraso cultural de los EE. UU donde la obra maestra de Visconti se estrenó amputada con la mitad de su duración original y constituyó un rotundo fracaso. Ya con los años pudimos ver el montaje definitivo en dos partes diferenciadas con largos fragmentos en versión original subtitulada, toda una cita que nos deparó a mi compañera de entonces y a mí, dos tardes de domingo seguidas en verdad inolvidables.
En esta categoría crepuscular entra de pleno Los profesionales (1966), otra vez con Richard Brooks y con un reparto excepcional para una historia de exaltación revolucionaria sin idealismos, en el fondo un alegato a favor de la lucha del pueblo vietnamita con la revolución mexicana como trasfondo histórico y paisajístico. A continuación, Burt hizo su última gran aportación al “western” de la mano de Robert Aldrich, La venganza de Ulzana (1972), que venía a ser algo así como la cara más cruel de Apache ya que describe la última resistencia apache como especialmente cruel sin por ello querer desautorizarla. Fue con Aldrich con el que Burt trabajó en un potente modesto pero no por ello menos certero alegato antinuclear en Alerta misiles (Twilight’s Last Gleaming, 1977), encarnando a un militar con un discurso antimilitarista tan audaz, cuestionando las razones últimas de la guerra de Vietnam, y mostrando -como por otra parte era característico en Aldrich- una radical desconfianza hacia el poder y quienes lo representaban o lo servían. Quizás fue por eso que la película fue masacrada por nuestra querida censura a la que no le gustaba que se pudiera criticar a los militares, aquí los que salían en las películas españolas tenían un pie en la gloria.
Burt regresó a Italia por la puerta grande con otras dos interpretaciones memorables. En una volvió a trabajar con el muy refinado marxista Luchino Visconti, Confidencias (Gruno di fiamiglia in un interno, 1975), título crepuscular, donde volvió a estar soberbio en el papel de un solitario profesor que se convierte en voz del propio autor meditando sobre los cambios operados en su larga vida y en la sociedad italiana. Se trató de la penúltima obra de Visconti, y fue gracias a una estrella agradecida que Luchino pudo conseguir el capital necesario para su producción que, como era de esperar, los distribuidores yanquis consideraron de explotación imposible. En la otra sobresalió en un papel secundario en el fresco socialista de Bertolucci, Novecento (1976), que de alguna manera conectaba con El gatopardo, y que al menos para mí, sería uno de los detalles más recordado de este ambicioso fresco social, por otro lado tan en consonancia con la efervescencia política y cultural de la época.
En los últimos años de su vida, Burt trabajó en varias películas en las que sucedía lo mismo con las que trabajó la centenaria Lillian Gish, que él era una medida aparte. No obstante, consiguió una despedida a su medida de la mano de otro inquieto realizador europeo, Louis Malle, con Atlantic City (1980), donde da luz y vida al viejo gangster Lou Pasco, un pequeño canalla consciente de que la vida se le acaba, y que disfruta con deleite de la visión furtiva de los pechos bañados con limón de una primeriza Susan Sarandon. Todavía estuvo a punto de encarnar al viejo conservador Ambroce Bierce convertido al final de su vida en un voluntario a favor de la revolución siguiendo al ejército de Pancho Villa en Viejo gringo (Old Gringo, 1989), pero las compañías de seguro se negaron a firmar sus pólizas, y fue sustituido por Gregory Peck, que estuvo tan memorable como sin duda lo hubiera estado Burt de haberlo hecho.
Falleció de un ataque cardiaco y, según declaró Alain Delon, “iba en silla de ruedas, estaba parcialmente paralizado”, de manera que tuvo el tipo de muerte que él hubiera deseado (…) la muerte le ha supuesto un cierto alivio, ya que en estos últimos cuatro años ha sufrido mucho”. Alguien recordó que en uno de los cuadernos de Giusseppe Tomasi di Lampedusa, este anotó la siguiente cita de Thomas Carlyle. “Nuestra vida está delimita por dos silencios: el silencio de las estrellas y el de las tumbas”.
Lancaster murió en un tiempo en que reinaban verdaderos canallas, de mala gente, tipos que interpretaban por lo habitual héroes violentos y cuyo único objetivo profesional era escalar en una cima social cada vez más escandalosamente privilegiada. Nombres de la estirpe neoliberal, como Silvestre Stallone, Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis, entre otros y otras. Recuerdo que hasta entonces, había sido una revista de inequívoca trayectoria “liberal” como Fotogramas, publicó una extensa lista de entrevistas con estrellas que al mismo tiempo eran grandes fortunas entre la que también puedo citar a Sandra Bullock y al escritor Tom Clancy, y en todas ellas el mensaje era el mismo: todos pagaban demasiados impuestos. La Bullock hasta proclamaba sin reparo que lo que ganaba haciendo –pésimas- películas, se lo merecía. Una época desde la que uno no podía por menos que pensar que después del tiempo de los leones había llegado el de las hienas, dicho sea con el mayor respeto por las hienas. Ni que decir que este panorama no hizo más que reforzar más aún mi aprecio por la leyenda de Burt Lancaster, una admiración que supongo me lleva ser más benevolente de lo que debiera. Pero uno debe de ser agradecido.
“Me desperté un día siendo una estrella. Luego trabajé duro para convertirme en actor”. Así resumió en una ocasión Burt Lancaster cómo se había desarrollado su vida artística y, ciertamente, no pudo explicarlo mejor.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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