Convocado por el Ministerio de Cultura de la Argentina entre los días 12 y 14 de marzo sesionó en Buenos Aires el Foro Internacional por la Emancipación y la Igualdad. Este evento contó con la presencia de destacados representantes del pensamiento y la militancia contestataria, entre los que sobresalían Noam Chomsky, Gianni Vattimo, Ignacio Ramonet, Iñigo Errejón, Álvaro García Linera, Piedad Córdoba, Leonardo Boff, Camila Vallejo, Nidia López y muchos más. Desgraciadamente, los intelectuales de izquierda, socialistas o marxistas de la Argentina no fueron invitados a participar en los debates. Unos pocos, muy pocos, fueron distinguidos con una invitación para concurrir al local en donde se desarrollaban las actividades, el bello Teatro Nacional Cervantes, y así poder escuchar a los ponentes, pero nada más. Al concluir, el 14 de marzo, el Foro dio a conocer un documento denominado Manifiesto de Buenos Aires, que ofrece una reflexión medular pero sumamente abstracta sobre el clima ideológico-político que se instala en Nuestra América a comienzos de este siglo y su proyección sobre algunos países europeos como Grecia, España y Portugal. Pese a la riqueza de las experiencias volcadas a lo largo de los tres días del Foro, el Manifiesto se despega llamativamente de ellas al plasmar un etéreo documento -al estilo de los que a lo largo de estos años produjeran los intelectuales kirchneristas de Carta Abierta- más apto para suscitar ardorosos debates en un seminario doctoral sobre las novedades de la escena política contemporánea o el papel del “giro lingüístico” en la teoría política que para suministrar instrumentos de análisis para la elaboración de la estrategia y táctica de las fuerzas sociales que luchan contra el holocausto neoliberal y la recargada agresividad del imperialismo norteamericano. Esto es así debido a la asombrosa ausencia de cualquier referencia concreta en el Manifiesto a la situación imperante en los países cuyos representantes tuvieron la posibilidad de intervenir en las deliberaciones.
En una coyuntura como la que hoy marca a fuego a Latinoamérica y el Caribe, y dada la brutal agresión que está sufriendo entre nosotros la República Bolivariana de Venezuela, el documento se despliega sin hacer absolutamente ninguna mención a la ofensiva destituyente y al golpismo en tiempo real en curso en la patria de Bolívar y Chávez, bajo la dirección general de la Casa Blanca. Tampoco hace un llamado para convocar a una solidaridad militante en defensa de la Revolución Bolivariana y para poner fin a más de medio siglo de bloqueo integral en contra de Cuba, repudiando al mismo tiempo la artimaña de Washington de ofrecer la zanahoria a la isla caribeña y pegar con el garrote a Venezuela. Tampoco se alude en el texto al ominoso proceso de fascistización que avanza con inusitada fuerza en Brasil y que el pasado domingo sobrepasara antiguas cotas; o a la ofensiva destituyente en marcha en la Argentina con el monopolio mediático y el poder judicial como arietes; o a las perspectivas de una “restauración conservadora” tal como la denunciara con nombre y apellido el presidente Correa en varios países del área; o a la imparable expansión de las bases militares norteamericanas, cerca de ochenta ya, instaladas en casi todos los países del área y que más pronto que tarde entrarán en acción; o al nefasto papel jugado por la “troika” (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) en la violenta implementación del ajuste neoliberal en Europa. Se habla, eso sí, de la necesidad de criticar el contenido y el régimen de propiedad de los medios de comunicación, pero nada se dice de la persecución lanzada por Estados Unidos contra Julian Assange, Edward Snowden y el soldado Bradley Manning por revelar los siniestros entretelones del poder imperial y las turbias relaciones de éste con sus vasallos vernáculos en la región; o del asesinato de tres periodistas de Guatemala durante la misma semana en que se reunía el Foro y las decenas de mujeres y hombres de prensa acribillados por el paramilitarismo en Honduras, México y Brasil, entre los casos más lacerantes. ¡Ya son 670 los periodistas asesinados en América Latina y el Caribe en los últimos 20 años como parte de la contraofensiva de la derecha apañada por los Estados Unidos!, y esa matanza no debe ser dejada en las sombras. El Manifiesto exhorta a defender a los pueblos que luchan por su dignidad pero las luchas de los pueblos originarios y el campesinado contra la “acumulación por desposesión” (Harvey) producida por la gran minería, el agronegocio, la salvaje explotación de los hidrocarburos así como la masacre de Ayotzinapa y las decenas de miles de muertos y desaparecidos en México como producto del mal llamado “combate al narcotráfico” no encuentran eco en el Manifiesto. Tampoco hay referencia alguna a la insurgencia del jijhadismo en Europa y Medio Oriente, y el crucial papel de Estados Unidos, Gran Bretaña e Israel en la creación de esos monstruos que ahora escaparon de su control y bañan en sangre pueblos enteros. Se repudian “enérgicamente los intentos destituyentes por parte de los países poderosos” (sic), pero sin subrayar el siniestro papel que Estados Unidos viene desempeñando en Nuestra América desde 1823 en adelante. Porque, ¿qué otro “país poderoso” ha desestabilizado a gobiernos democráticos y de izquierda en la región, o producido golpes de estado, o asesinado –o intentado hacerlo- a grandes líderes políticos latinoamericanos? ¿Qué “país poderoso” pergeñó una operación tan criminal y monstruosa como el Plan Cóndor? Estos silencios y el refugio en una nebulosa conceptual de un documento con las características conscientizadoras y movilizadoras que debe tener un Manifiesto (y no está demás recordar aquí la pasión por lo concreto, por el “aquí y ahora” del Manifiesto Comunista) conspira contra su eficacia como un instrumento de lucha en la batalla de ideas y en la disputa por el poder. Un Manifiesto por la Emancipación y la Igualdad en donde términos cruciales como “imperialismo”, “explotación”, “golpe de estado”, “socialismo”, “revolución”, “reforma”, “clases sociales” brillen por su ausencia y que cuando se habla del “capitalismo” (una sola vez en el texto) sea para denunciar sus “formas irracionales” (sin decir cuáles serían las “racionales”) difícilmente podrá convertirse en un movilizador de conciencias, en un instrumento útil para luchar por la emancipación y la igualdad, ni en Nuestra América ni en Europa. Una lástima, porque se perdió una gran oportunidad de producir no ya otro Manifiesto como el que escribieran Marx y Engels, o algo más o menos similar (en cuanto a sus intenciones) a la Segunda Declaración de La Habana, que es lo que necesitan los pueblos que pugnan por construir un mundo mejor, un mundo resueltamente anticapitalista y poscapitalista y no sólo posneoliberal, porque con esto solo no alcanza. Hacen falta documentos como aquellos, que llamen las cosas por su nombre y que combinen la razón analítica del marxismo -que permite llegar al fondo de la cuestión si de comprender y superar al capitalismo se trata- con la pasión imprescindible para encarar una epopeya histórica de tal envergadura. De lo contrario, en tiempos como los que corren, existe el peligro que escritos como el Manifiesto de Buenos Aires, terminen, pese a su elegancia conceptual y su relumbre académico, en el desván de las ideas infecundas, condenadas al olvido por su incapacidad para suscitar el entusiasmo y la activación de las clases y capas explotadas y contribuir a la mejor comprensión de los desafíos que tienen que enfrentar y los enemigos concretos que tendrán que derrotar si quieren hacer realidad sus ansias emancipatorias y el advenimiento del reino de la igualdad.
Atilio A. Boron. Investigador Superior del Conicet y Director del PLED (Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales)
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