Hace ya más de veinte años, en febrero de 1996, José Mujica se estrenaba como diputado. Su llegada al parlamento produjo hechos que llamaron la atención. Estacionaba su moto en las afueras del parlamento, algo que nunca había sucedido ya que sus señorías siempre llegaban en coches oficiales. El diputado ingresaba al hemiciclo sin corbata ni terno, vestido como un ciudadano común, al punto que los primeros días los porteros dudaban en dejarlo ingresar.
Con los años una parte considerable de los diputados –sobre todo los de la izquierda pero también algunos de la derecha- ya no utilizan la vestimenta tradicional y lucen los modos y estilos de la gente de la calle, esa misma que desconfía de los políticos y de los altos cargos del Estado. Un diputado comunista, dirigente del sindicato de la construcción, en ocasiones acude con el mameluco que usan los obreros. Ya no llaman la atención, pero durante cierto tiempo la “democratización” de los modos y costumbres de los parlamentarios revistió de un aura de legitimidad a la más alta institución de la democracia representativa.
El recuerdo de aquellos cambios en los hábitos abierto por Mujica, se reaviva a raíz de lo sucedido en el Congreso de Madrid al ingresar por primera vez una nutrida representación de Podemos. Un joven diputado llamó la atención por sus rastas y se pudo ver a otra parlamentaria de la misma formación con su bebe en brazos, atrayendo el interés de los medios y de unos cuantos votantes. Las páginas se llenaron de comentarios, hubo incluso encuestas que recogieron opiniones sobre esos hechos que merecieron, además, artículos de opinión y hasta editoriales.
Con los años, el diputado Mujica se convirtió en senador, luego en presidente y ahora en expresidente. Una trayectoria notable dentro de las instituciones estatales. Su innovación tuvo dos efectos culturales: modificó las costumbres de los representantes que ocupan esas instituciones e hizo que una parte de la población creyera que las transformaciones deseadas estaban en marcha. Si los diputados podían vestirse y comportarse como la gente común, cómo no iban a gobernar a favor de esa misma gente.
En Uruguay ya llevamos once años de gobiernos del Frente Amplio, desde que en 2005 asumiera la presidencia Tabaré Vásquez, quien volvió a asumir el año pasado. Al igual que en el Estado Español, las esperanzas de cambio estaban focalizadas en esas personas que con su sola presencia parecían encarnar los deseos más profundos de la parte de la población que depositó en ellos su confianza.
Pero la tiranía del tiempo termina develando lo que las máscaras se empeñan en ocultar: no hubo cambios importantes, apenas se maquillaron las instituciones. El neoliberalismo extractivo sigue siendo el modo de acumulación predominante; hubo un descenso de la pobreza pero la desigualdad se mantiene intocada porque no hubo el menor interés en combatir la riqueza concentrada por el 1%. Apenas vuelven a soplar vientos de crisis económica, buena parte de las “conquistas” de los gobiernos progresistas se dispersan en el aire, por la sencilla razón de que no hubo cambios estructurales.
Puede rastrearse un cierto paralelismo entre los modos que enseñan los nuevos representantes y las políticas puestas en marcha con su aval: el maquillaje sustituye los cambios. Pero no estamos ante retoques cualesquiera, frente a cosméticos neutros, sino ante una operación mayor que, por un lado, busca legitimar caducas y obsoletas instituciones, sino ante la utilización de modales, modos y formas de hacer propios de los movimientos sociales.
Se trata de utilizar los cambios culturales que trajeron los movimientos populares pero sin la presencia de esos movimientos. Los dirigentes de Podemos hablan como si fuesen militantes sociales, se presentan en grupo en las ruedas de prensa aunque habla básicamente el líder único, apelan a la calle pero recelan de la calle. Usan a la gente común que se moviliza para disputar apenas el lugar donde se sientan en el Congreso.
Semejante modo de operar puede parecer oportunista, y lo es. Pero lo importante es que se trata de operaciones cosméticas exitosas, dirigidas a públicos cansados de la vieja clase política pero, a la vez, modelados por el consumismo que les impide distinguir entre el maquillaje y la realidad, entre el discurso y los hechos. ¿Quién se acuerda ya de la griega Syriza y todo el entusiasmo que levantó su triunfo electoral? Un año después se puede afirmar que el gran éxito de Syriza fue sacar a la gente de la calle, abrir un tajo en la protesta social con promesas y sonrisas. ¿Quién sabe que Mujica insulta reiteradamente a los trabajadores en huelga, como sucedió días atrás con los salvavidas en las costas uruguayas?
Es cierto que las derechas son terribles, como lo muestra estos días el gobierno argentino de Mauricio Macri. Pero eso no nos puede permitir avalar cualquier cosa.
Si nos enfocamos en los abajos, estos hechos dejan algunas lecciones importantes. Es mejor mirar las manos de los políticos que atender sus discursos. Es más importante prestar atención a la gente común organizada en movimientos que a las instituciones estatales, aunque las ocupen personas que tienen cierto parecido con nosotros y nosotras.
Raúl Zibechi
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