jueves, marzo 17, 2016

Donald Trump y la crisis del bipartidismo estadounidense



Hasta mediados de 2015, la carrera hacia la Casa Blanca se perfilaba como una aburrida restauración dinástica, dominada por la pelea Bush vs. Clinton. Estos eran claramente los favoritos del establishment republicano y demócrata y de sus millonarios aportantes. Pero el “populismo” metió la cola a ambos lados del bipartidismo. Por izquierda Sanders evitó que las primarias demócratas fueran apenas la coronación de Hillary. Por derecha, Donald Trump, un magnate demagogo, racista y xenófobo, está cada vez más cerca de alcanzar la nominación republicana. Las primarias están dejando expuesta la crisis del sistema bipartidista.

En La conjura contra América, el genial escritor Philip Roth imaginaba una pesadilla tan absurda como aterradora: en 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, el partido republicano nominaba para la presidencia a Charles Lindbergh, un popular aviador filonazi. Con una capacidad inusitada para seducir a un electorado ávido de outsiders de la política, y ante la incredulidad de liberales progresistas, Lindbergh terminaba ganándole las elecciones por paliza a F. Roosevelt, transformándose así en el presidente aislacionista y pronazi de los Estados Unidos.
La novela de Roth no es inocente. La moraleja es que siempre es preferible el peor demócrata, aunque más no sea para conjurar las tendencias de extrema derecha que se incuban durante años pero pasan al primer plano en momentos de crisis.
Las elecciones presidenciales de 2016 parecen darle cuerpo a la historia contrafáctica de Roth. Donald Trump, el multimillonario que no es un fascista en sentido estricto sino por ahora un demagogo, avanza de manera sostenida hacia la nominación.
Los demócratas esperan que la eventual candidatura de Trump tenga un efecto similar a la de Barry Goldwater en 1964, cuya campaña racista contra la aplicación de la legislación de los derechos civiles le permitió una victoria arrolladora a Lyndon Johnson. Especulan con que si su propio partido no lo puede detener, sean ellos los que capitalicen el efecto electoral “anti Trump”, motivado por el espanto de que este showman, mezcla sui generis de Berlusconi con John Wayne, sea el próximo presidente. Presentándose como la opción más racional para defender los intereses del imperialismo norteamericano sin incendiar el mundo, esperan quedarse con el voto de republicanos moderados. De esta manera, se asegurarían otra temporada en la Casa Blanca, y quizás el premio principal de recuperar la mayoría en las cámaras.
Esta expectativa parece tener ciertos fundamentos materiales. En elecciones anteriores se ha demostrado que las posiciones extremas de la derecha, que pueden ser muy populares en sectores de la base republicana, no son expansivas hacia el resto de la sociedad, sobre todo hacia los grupos demográficos más dinámicos. Eso lo comprobó la fórmula McCain-Sarah Palin en 2008 y Mitt Romney-Paul Ryand en 2012. Pero Hillary está lejos de tener el triunfo asegurado. La profunda polarización social y política heredada de la Gran Recesión de 2008 corroe el “consenso de centro” que dominó la política norteamericana (y europea) en las últimas décadas de neoliberalismo. Amplios sectores de la población, que ven amenazadas sus condiciones de vida, están hartos del “establishment” bipartidista. Trump le ha dado una voz de extrema derecha a esta bronca contra la política as usual.
La crisis de los partidos tradicionales en Estados Unidos es una variante de la “antipolítica”. Esta es una tendencia de época más extendida, que llevó al surgimiento de nuevos partidos como Podemos por izquierda y el Frente Nacional francés o el UKIP por derecha, o a la renovación de liderazgos como el de Jeremy Corbyn en el Partido Laborista británico.

Las líneas de falla del Grand Old Party

El GOP está inmerso en una suerte de guerra interna entre sus diversas fracciones en la que por el momento el liderazgo tradicional viene perdiendo por goleada.
El éxito de Trump desbarató la estrategia de moderación que había adoptado el Comité Nacional Republicano en 2012 para retornar al gobierno, tras dos derrotas consecutivas a manos de Obama.
Durante meses, la elite partidaria ignoró la campaña de Trump a quien consideraba un personaje demasiado bizarro para tomarlo seriamente. La lógica era esperar que sus declaraciones incendiarias –racistas, misóginas– liquidaran su candidatura, incluso antes de que comenzaran las primarias, o que una vez iniciada la contienda espantaran a los votantes, lo que como ahora es evidente, nunca ocurrió. Este error de cálculo dejó en evidencia la falta de sintonía entre la burocracia partidaria y el estado de ánimo levantisco de un sector intenso de la base republicana, sobre todo sectores de ingresos medios, hombres blancos y de mediana edad, que se siente amenazada, y compró con entusiasmo el discurso populista y el estilo bravucón de Trump.
Si bien su ascenso meteórico sorprendió a propios y extraños, la verdad es que no cayó del cielo. Como dice un conocido neoconservador, “es una creación del partido, su Frankenstein, que ahora se hizo lo suficientemente fuerte para destruir a su creador”. Según su explicación, Trump, solo está explotando el fanatismo creado por el propio partido republicano, y reforzado durante los gobiernos de Obama, que forma parte de la identidad partidaria, incluso en sus alas “moderadas”, y no desaparecerá con el fin de las primarias1.
Si bien el conjunto del empresariado y la elite financiera se benefició del clima derechista y la influencia de las ideas conservadoras, mayoritariamente ve con desconfianza a Trump que no solo profundiza la polarización interna y los conflictos externos, sino que también ataca demagógicamente el libre mercado y la capacidad de buscar zonas de mano de obra barata, uno de los pilares de la prosperidad de las grandes corporaciones norteamericanas.
Por ahora el “establishment” no acepta a Frankenstein como posible presidente de Estados Unidos. Se quedó sin candidato propio y sin estrategia clara. Jeb Bush, que había sido ungido por la elite partidaria y por las grandes corporaciones, se retiró de la contienda con más pena que gloria, después de que en las tres primarias que participó no llegó siquiera a los dos dígitos.
Las opciones son todas malas. Ted Cruz, que está mejor posicionado, es un referente evangélico del Tea Party que en varios temas sensibles tiene posiciones más extremas que el propio Trump. Además, carga con el antecedente de haber puesto en riesgo la gobernabilidad del país cuando bloqueó la votación del presupuesto en 2013, lo que genera rechazo y desconfianza en la burguesía norteamericana. El elegido por default es Marco Rubio, que fue el niño mimado del Tea Party hasta que decidió apoyar la reforma migratoria de Obama y ahora funge como moderado. Los principales burgueses del partido republicano, entre ellos los hermanos Koch y el buitre Paul Singer, han puesto millones para su candidatura, aunque con poco éxito, al menos en el arranque de las primarias (hasta el Supermartes, de 15 estados solo había cosechado un triunfo).
Ante lo que puede ser un hecho consumado, un sector aún minoritario del “establishment” se ha pasado de bando. Es el caso del gobernador de New Jersey, Chris Christie, que abandonó su postulación y sus críticas al magnate neoyorquino, y aparece como ladero de Trump, igual que algunos senadores. Unos pocos han anunciado que con la nariz tapada votarían por Hillary Clinton (lo que resulta más que dudoso). La mayoría aún está buscando la vía para desplazar a Trump, o al menos intentar evitar que reúna los delegados necesarios para obtener la nominación.
Algunos analistas sostienen que la emergencia de Trump va a tener consecuencias a largo plazo y que incluso no se puede descartar la ruptura de la alianza de grupos de interés y fracciones que hoy sostienen al GOP.
Quizás el partido conserve su unidad en noviembre, incluso detrás de Trump. Pero eso no quita que las primarias pusieron de relieve una crisis más profunda y estratégica que no solo afecta al principal partido histórico de la burguesía imperialista, sino al sistema bipartidista de conjunto. En un interesante estudio sobre la derecha norteamericana, realizado por dos periodistas especializados, los autores señalan como característica distintiva de la “excepcionalidad” del conservadurismo estadounidense, comparado con el europeo, su capacidad de “mantener bajo control a la derecha radical”2 y de instrumentalizarla al servicio en última instancia de los intereses del establishment, es decir, de la elite política y corporativa. La emergencia del Tea Party primero, pero sobre todo el fenómeno Trump, estaría cuestionando seriamente esa capacidad excepcional.

La demografía y la matemática electoral del GOP

Desde que el partido republicano lanzó la “estrategia sureña” en la década de 1960, su base electoral ha sido desproporcionadamente blanca, rural y crecientemente religiosa. Esta estrategia, dirigida a recuperar mediante la explotación del racismo los votos de los estados del sur, le permitió a Nixon ganar las elecciones. Según los estrategas republicanos el peso demográfico cualitativo de los blancos le permitiría al GOP conservar la mayoría por más de 30 años3, aunque no se podía descartar alguna victoria demócrata circunstancial. Reagan atrajo para la coalición republicana a un sector de la clase obrera blanca, conservadora, que rechazaba los valores liberales (progresistas), conocido como los “demócratas de Reagan”.
Pero la ecuación demográfica que favorecía la estrategia sureña del GOP se ha transformado drásticamente. El electorado, como el país, es cada vez menos blanco, menos rural, más diverso y con mejor educación. Un analista hace la siguiente comparación gráfica que permite comprender fácilmente el “obstáculo demográfico” que enfrenta el partido republicano:
En 1980, cuando los votantes no blancos eran solo el 12 % del electorado, Ronald Reagan ganó 56 % del voto de los sectores blancos y fue elegido por un margen arrollador. Pero en 2012, cuando los votantes no blancos ya ascendían al 28 % del electorado, Mitt Romney sacó el 59 % entre los votantes blancos –y perdió la elección presidencial por un margen de 4 puntos porcentuales4–.
El partido republicano no solo enfrenta el problema del crecimiento porcentual del electorado no blanco sino también la reducción de su base electoral tradicional. Si bien no necesariamente la “demografía es el destino”, la política antiinmigrante, antiabortista, antimatrimonio igualitario hace impensable que pueda ampliarse hacia esos sectores que conforman en líneas generales, junto con los jóvenes, los afroamericanos, los latinos y los trabajadores sindicalizados el núcleo de la coalición demócrata. La candidatura de Trump evidentemente no ayuda a perforar esos sectores, aunque sí ha logrado un apoyo transversal dentro de la base republicana.

Trump como síntoma de la decadencia norteamericana

Los diversos movimientos populistas que han tenido lugar a lo largo de la historia de Estados Unidos, tanto dentro como fuera del bipartidismo tradicional, surgieron como respuesta a momentos de crisis y polarización. El Tea Party primero y ahora Trump no son una excepción a esta regla histórica, son productos de la polarización y de las condiciones sociales generadas en las últimas décadas, profundizadas por la Gran Recesión de 2008. Como plantea Mike Davis en su profundo análisis de las elecciones norteamericanas de 2012,
La destrucción de 19 billones de dólares de patrimonio personal en Estados Unidos desde 2008, junto con el temor al estancamiento económico y a la ascendencia de las minorías, han enloquecido a las bases del Partido Republicano5.
En principio, puede parecer contradictorio que el líder del populismo de la derecha actual sea uno de los empresarios más ricos del país. Que Trump sea un “antiestablishment” es casi un oxímoron cuando viene de una familia de la elite económica de Nueva York. Sin embargo, ha tenido la habilidad para transmitir que “el establishment es el otro” y para transformar su fortuna y éxito personal en la garantía para devolverle a Estados Unidos su lugar dominante en el mundo, a diferencia de los demócratas y también republicanos que según su particular visión, reniegan de usar el poderío militar y económico contra sus competidores, aliados y adversarios –desde Alemania y Japón hasta China y México–.
El núcleo duro de la base electoral de Trump son los votantes republicanos enojados con el sistema y su partido, que sienten inseguridad económica, que odian la reforma de salud de Obama, aunque no por razones ideológicas, sino porque al igual que los miembros del Tea Party, consideran que la asistencia estatal se destina de manera desproporcionada a quienes no la merecen, y su resistencia a los programas sociales “es más que solo un argumento sobre impuestos y gasto. Es una queja sentida sobre la dirección en la que temen que sea llevado ‘su país’”6. Los inmigrantes y las madres solteras, sobre todo afroamericanas que no trabajan, son los blancos preferidos de sus ataques. Socialmente, los que ven a Trump como un salvador son los llamados “Middle Americans”, mayormente hombres blancos, ni ricos ni pobres, de mediana edad para arriba, con niveles de educación medios o bajos, al igual que la calificación laboral, socialmente conservadores, aunque no necesariamente religiosos. Y que sienten que la elite de Washington está muy alejada de sus realidades.
La demagogia nacionalista y proteccionista de Trump va dirigida a calmar las ansiedades de esta base social, a la que busca incorporar sectores de trabajadores de cuello azul, los losers de la globalización, con viejos empleos manufactureros que se han perdido o están a punto de perderse. El hombre plantea “grandes soluciones a grandes problemas”: traer de vuelta los empleos que se fueron a China o México, aumentando los aranceles, deportar a los 11 millones de inmigrantes ilegales, construir un muro en la frontera con México (y hacérselo pagar a los mexicanos) prohibir la entrada de musulmanes al país y utilizar el poderío militar y económico para imponer el liderazgo de Estados Unidos en el mundo. Como dice su eslogan de campaña su objetivo es “hacer de nuevo grande a América”, es decir, llevar adelante una restauración imperial para revivir el “sueño americano”. Pero más que un futuro presidente parece un ilusionista. Quizás a su manera, diciendo que “todo se negocia” está admitiendo la inviabilidad de su programa.
Trump es la expresión de extrema derecha de una crisis inédita de legitimidad del sistema bipartidista, dirigido por una fracción del “1 % más rico” de la población norteamericana. Es un síntoma de la decadencia del poderío norteamericano y un producto de décadas de reacción política. Aunque aún no están dadas las condiciones para que emerjan movimientos fascistizantes, su capacidad para canalizar el descontento y la frustración de sectores atrasados de asalariados y de las clases medias hacia el racismo y el nacionalismo es un alerta para los trabajadores, las minorías y los explotados en general. La buena noticia es que la polarización no es unidireccional. La convergencia de fenómenos progresivos de la juventud y de sectores de trabajadores precarios en la campaña de Sanders (ver nota en esta misma revista) empieza a mostrar la expresión por izquierda de la crisis de legitimidad de la “casta” política imperialista.

Claudia Cinatti

R. Kagan, “Trump is the GOP’s Frankenstein monster”, Washington Post, 26 de febrero de 2016.
J. Micklethwait, A. Wooldridge, Una nación conservadora. El poder de la derecha en Estados Unidos, Buenos Aires, Debate, 2007.
Esta estrategia demográfica está explicada en el libro The Emerging Republican Majority publicado por K. Phillips en 1969.
C. Cook, D. Wasserman, “The Democrats’ Demographic Edge”, The Atlantic, 12 de julio de 2015.
M. Davis, “¿Las últimas elecciones blancas?”, New Left Review en español 79, marzo-abril de 2013.
T. Skocpol, V. Williamson, The Tea Party and the Remaking of Republican Conservatism, Nueva York, Oxford University Press, 2012.

No hay comentarios.: